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Acércate al viejo pozo que, en aquella lejanísima visita que Florence, tú y yo hicimos al caserón, tan siniestro nos pareció. ¿Sigue seco? ¿Sigue tapada su boca por la cubierta abatible de madera? Si es así, y si tus fuerzas te lo permiten, levántala. O tal vez a estas alturas, verificado el hecho de que no miento por el vistazo que hasechado al interior del gran tonel y bajo la octava baldosa, te imaginas ya quién ha reposado tantos años ahí abajo, al fondo del estrecho agujero de oscura humedad. No quise que ocurriera, pero no me dejó otra opción. Cuando, con la excusa de prepararte una fiesta sorpresa, la convencí para que me acompañara a Loissy, mi única intención era seducirla y satisfacer el deseo intolerable que, azuzado por la circunstancia no menos intolerable de que eras tú quien la poseía, me carcomía sin remedio. Estaba dispuesto a tomarla como fuese, e imaginaba que ella, sensibilizada por mi resolución tanto como por el solitario entorno, acabaría por concederme los favores sexuales que tan liberalmente regalaba a otros. Pero no: tuvo que resistirse; es más, con esa convicción que la caracterizaba, amenazó con denunciarme apenas llegase a París. Vi que hablaba en serio, y claro está que no lo podía consentir. Estaba realmente furiosa, y eso la hacía más bella, más excitante, más codiciable. Fui más fuerte y la violé, y luego, ya relajado, decidí, mientras miraba su cuerpo desvanecido, qué hacer con la inesperada situación. No te entretendré con mis elucubraciones, aunque sí con la conclusión que extraje de ellas, con la que sin duda tuvo que ver algún transitorio estado de ofuscación. La até a la cama y, cuando despertó, seguí montándola. Su rabia crecía y hacía crecer mi deseo. La mantuve así, sujeta a la cama en la que os habíais acostado, un día, y luego dos, y luego tres. En mi mente se iba abriendo camino la necesidad de solucionar de alguna manera el comprometedor asunto, cuya gravedad se hacía más patente por la angustia que te atormentaba y por tu resolución, que como recordarás enfrié con lógica en más de una ocasión, de acudir a la policía, pero ningún amago de raciocinio resistía al deseo que me despertaba la posesión de Florence. Al quinto día -tal vez para entonces mi subconsciente ya había asumido que no podía salir viva de allí- la obligué a escribir la misiva que luego un conocido italiano te remitió a París. Florence fue lista hasta el finaclass="underline" accedió a escribir la carta porque, en su primera versión, introdujo, entre las palabras de contenido sexual que me divirtió dictarle, una referencia a cierto dosel cargado de leyendas bajo el que estaría durmiendo en su alojamiento italiano. La alusión nada me dijo, y probablemente nada hubiese significado tampoco para ti, pero algo de su precisión, de su aroma a contraseña, me recomendó no pasarla por alto. El intento le costó a Florence un castigo: castigar sus intentos de rebeldía era maravilloso, y lo siguió siendo hasta que tu decisión de pasar un fin de semana solo en Loissy me aconsejó quitarla de en medio. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ocultarla en la bodega: la estrangulé y la arrojé al pozo desde el que ahora su calavera te mira. Jamás imaginé que tantos años después aquel cuerpo, o más concretamente su esqueleto, me serviría para espolear tu adiposa desidia vital.

Anne Vanel llegó tres horas después de que la llamase, apenas me recuperé del impacto provocado por el descubrimiento del oro enterrado y de los esqueletos envueltos en telarañas del fondo del toneclass="underline" algunos de ellos todavía mantenían la mandíbula desencajada en un alarido terrorífico, como si el momento del fallecimiento, lejos de culminarse en un último suspiro apacible, se hubiese producido en medio de un intenso sufrimiento concreto. No quería implicar aún a la policía, pero necesitaba el consejo de un profesional. Vanel controló rápidamente la situación: sus hombres, con ayuda de equipo trasladado desde París, extrajeron al amanecer otro esqueleto, éste fragmentado por el frío paso de las décadas, del fondo del pozo. No detallaré los sentimientos que me anonadaron, pues imagino que son obvios; sólo diré que sigue despertándome entre sudores fríos la idea de que, si Lars no hubiera reparado en la referencia al dosel con la que Florence me lanzaba un desesperado mensaje de socorro, hubiera podido salvarla. Encerrado en la vieja habitación de nuestro amor, donde también había tenido lugar la prolongada violación de Lars, me pregunté, observando hundido desde la ventana a los hombres de Vanel concluir el trabajo, si esa retorcida jugada del destino no justificaba mi rendición definitiva a la tristeza que en esos momentos me invadía. Este día fatídico que vi de nuevo a Florence era, como ya he dicho antes, el 22 de agosto de 1991: la fecha, podía decirse, en que enviudaba de la mujer amada, de la mujer al menos mitificada. Tal vez, si Lars no se hubiese cruzado en nuestro camino, me encontraría en ese momento llorando a la mujer fallecida de muerte natural tras cincuenta años de felicidad común en el castillo de Loissy, donde nos habríamos trasladado al finalizar la guerra… tal vez el césped estaría verde y luminoso, como el resto de la vegetación del jardín que ahora veía desnudo y salpicado de zarzas sobre la tierra seca… Sólo una cosa me impidió decidirme a abandonar mi cuerpo a la muerte: el destello súbito de una palabra jamás pronunciada ni considerada: venganza. «Voy a buscarte, Victor Lars -repetía la ira en mi cabeza; y notaba cómo ese afán insuflaba coraje y juventud a mis venas-. Y cuando te encuentre te mataré»… Sé, sin embargo, que tal afán se habría ido disolviendo con el paso de las horas, apenas mi habitual frialdad analítica se hubiese asentado de nuevo sobre el arranque de odio: en tal caso, usted nunca habría sabido de mí ni de lo que tanto le afecta de Victor Lars… Pero, cuando caía ya la tarde, Anne Vanel golpeó suavemente en la puerta, entró, se sentó junto a mí y, con encomiable delicadeza hacia mi dolorosa circunstancia, me dijo: «Iba a llamarle justo cuando usted lo ha hecho. Hemos estado estudiando el material que me entregó. Y sé dónde se encuentra Victor Lars».