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Azuzado por la urgencia, Ferrer dejó el manuscrito a un lado, buscó la tarjeta que Laventier le había entregado por la tarde y marcó con impaciencia el número de teléfono anotado en ella: Laventier había hablado de una cita con Lars, y le aterraba la idea de que se vengase de él, de que lo matara sin darle tiempo a esclarecer la relación que le unió a Aurelio y Cristina.

– ¿Hotel Atlántico, dígame?

– Quería hablar con la habitación doscientos seis. Señor Laventier.

– Un momento…

El telefonista pasó la llamada. Sonó el hilo musical, una versión descafeinada de alguna banda sonora de los sesenta. Nadie levantaba el auricular al otro lado. Volvió a hablar el telefonista.

– Lo siento, señor. No contestan.

Ferrer colgó. El teléfono sonó antes de que hubiese podido retirar la mano.

– Son las nueve y media, señor.

La fiesta… Ferrer pensaba en una excusa para no acudir cuando el recepcionista continuó:

– Me dicen que Raúl le espera.

– ¿Raúl? Ah, sí… Bien, bajaré ahora…

Ferrer colgó, se cambió a toda prisa y salió de la habitación apresurado por el deseo de hablar con el viejo camarero. En su cabeza resonaban las palabras que, estaba cada vez más convencido, afectaban a su vida de forma insospechadamente ominosa.

Voy a buscarte, Victor Lars. Y cuando te encuentre te mataré.

Capítulo Cinco

¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ

– Así es, señor. Entré a trabajar en el hotel en el año cuarenta y siete, de botones. Tenía catorce años.

Raúl era un mulato canoso que a pesar de sus kilos de más lucía con elegancia el impecable esmoquin blanco que lo distinguía como jefe de sala del restaurante del hotel. Parecía un hombre de espíritu sereno, satisfecho de sus logros. Ferrer, al estrecharle la mano, había percibido que era feliz o se hallaba cerca de serlo.

– El caso es que estoy escribiendo sobre un hombre que se hospedó aquí por entonces, y quería saber si usted lo recuerda.

– ¿El año cuarenta y siete? -enarcó Raúl las cejas para subrayar la insuficiencia del dato.

Ferrer abrió el libro de registro que le había prestado el director del hotel y fue deslizando el dedo índice por las casillas correspondientes a los meses: Lars, según sus propias palabras, debía de haberse hospedado poco después del primero de mayo. Y, en efecto, no tar-dó en hallarlo, con el apellido ingenuamente maquillado: un nombre anotado con mayúsculas, probablemente por el recepcionista de turno, y a su lado el trazo escueto y puntiagudo de una firma apresurada: Victor Lasa, 4 de mayo de 1947… El francés había aprovechado bien su tiempo: apenas setenta y dos horas después de haber disparado el flash fotográfico en la embajada ya podía permitirse la mejor habitación de la ciudad. Y sin duda se sentía a salvo: Lasa en sustitución de Lars era un disfraz poco sofisticado. Pero tal vez precisamente por eso resultaba más seguro que otros.

– Aquí está -dijo volviendo el libro hacia Raúl-. Ésta es su firma. Lasa. Victor Lasa. ¿Lo recuerda?

Una expresión de franca alegría animó a Raúl.

– ¡Cómo no! ¡El señor Lasa! El Mesié, le llamábamos entre los botones. Aunque hablaba muy bien nuestro idioma, tenía un notable acento francés. Y dejaba espléndidas propinas. Mesié Lasa, claro… -el mulato sonrió ensoñadoramente, como si asociase el nombre a hermosas épocas de su propio pasado; tan expresiva reacción de cordialidad desmanteló el meditado cuestionario que Ferrer había preparado.

– ¿Era… eh… un hombre rico? -improvisó al azar.

– Para mí, entonces, lo parecía. No tenía otra referencia que las propinas de los demás clientes, normalmente mucho más bajas. Y luego comprobé que además de parecerlo lo era.

– ¿Luego?

– A lo largo de los años.

– ¿Es que lo siguió tratando?

– Siempre que venía por aquí, ya como simple visitante. Alguna fiesta, alguna reunión de negocios… En el hotel, como cliente, estuvo… -consultó el libro de registro-. Sí, lo que pone aquí: hasta el final del cuarenta y siete. Y parte del cuarenta y ocho también.

– ¿Recuerda hasta cuándo? -Ferrer se recriminó no haber pedido el libro de registros del año siguiente: podría haber conocido la fecha exacta de cambio de residencia de Lars.

– Principios de verano, más o menos. Luego debió de instalarse en otro lugar, supongo que su propia casa. Pero cuando la ocasión lo requería nos honraba con su presencia. El señor Lasa era un hombre importante. Bueno, y sigue siéndolo.

– ¿Sigue siéndolo? ¿Sabe a qué se dedica?

– Negocios. Y durante muchos años, magníficas relaciones con el régimen de los coroneles… Supo aprovecharlas, supongo.

– ¿Conoce por casualidad su dirección?

– En eso siempre fue extremadamente discreto. Yo le he tratado y le trato sólo en el hotel.

Ferrer sintió un escalofrío.

– ¿Le trata? ¿Quiere decir que aún suele venir?

– Por supuesto; aunque cada vez menos, a causa de la edad. Pero lo normal, en un acontecimiento como el de hoy, sería que estuviera aquí. Le gustan mucho estas reuniones.

Ferrer lanzó una mirada inquieta hacia la entrada del jardín, por la que seguían accediendo los invitados a la fiesta. Raúl consultó expresivamente su reloj y Ferrer captó la indirecta.

– No se preocupe, no le entretengo más. Pero dígame, ¿cómo era el señor Lasa?

– ¿De aspecto físico, quiere decir? No muy alto, apuesto, de pelo blanco… de trato enormemente cordial. Seductor, diría yo. Y también le diré que era, si me permite una opinión puramente personal…

– Por favor…

– Un hombre bueno.

«Un hombre bueno»… Con esa expresión comenzaba Laventier su manuscrito… «¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, señor Ferrer?»

– ¿Bueno? ¿En qué sentido?

– En el único que tiene la palabra. Ayudaba a la gente. Le gustaba hacerlo. Y le sigue gustando. A mí, por ejemplo, me recomendó para un ascenso en al menos dos ocasiones. Al parecer, admiraba mi profesionalidad. Dos ocasiones que a mí me consten, me lo contó al jubilarse el que por entonces era director del hotel. Y le aseguro que lo hizo por pura generosidad. Igual que con todos los demás, hombres y mujeres de Leonito. Necesitaba personal para sus empresas y siempre prefería contratar a gente humilde. Ya le digo, un hombre bueno -concluyó Raúl-. Y ahora, si no desea nada más…

– Únicamente que, si recordase algo que me permitiera localizar al señor Lasa y hablar con él, me lo haga saber.

Raúl asintió con una levísima inclinación de cabeza y se alejó.

Ferrer, ya a solas, caminó hacia el bar de Lili: toda la actividad estaba concentrada en el jardín, y la tranquilidad de la desierta barra en penumbra era lo que necesitaba. Apoyó el libro de registros sobre el mostrador y pasó el dedo sobre la vieja rúbrica de tinta: más de cuatro décadas atrás, sobre ese punto exacto del papel, Victor Lars había garabateado la firma que él rozaba ahora. Le estremeció pensar que, aunque mínimo, se trataba de un contacto físico con él. Como el de estrecharle la mano. Como el de imaginarlo cerca, tal vez en el jardín o a punto de llegar a él… La proximidad de «un hombre bueno». Cerró el libro de registros y sacó del bolsillo el manuscrito de Laventier, preguntándose por qué el francés no respondía a su llamada.