El cadáver de mi pobre Florence fue arrojado a la humedad del pozo completamente desnuda, quemadas las yemas de los dedos y machacada la dentadura a martillazos para evitar posibles identificaciones, sin el menor miramiento, sin el menor atisbo de respeto: un despojo de carne del que convenía librarse, un zapato viejo que por el más monstruoso de los azares permaneció durante medio siglo a dos pasos de la persona que lo hubiera dado todo por rescatarlo, por darle un entierro digno, por ofrecerle la fidelidad inútil de mi dolor eterno… Mientras ella se pudría en su mazmorra de soledad yo bailaba nuestro vals abandonado a la melancolía… ¡Cuántas veces desde el fatal descubrimiento hube de entrever que su espíritu, sobreviviendo irracionalmente y durante décadas al cuerpo descompuesto, revivía por la cruel llamada de esa melodía maldita para, entre patéticos alaridos, suplicarme inútilmente que asomase la cabeza a la boca del pozo! La rabia por esa imagen, sin duda la más insoportable de las que he padecido, fue la que, sobresaltándome puntual apenas el agotamiento me concedía unos momentos de sueño, acabó por espolearme para vencer a la depresión inapetente e insomne que, tras la exhumación, alarmó a mis más cercanos colaboradores durante la larga semana que permanecí encerrado en mi despacho, ejerciendo a la vez de fiscal y defensor de mis sentimientos y mi razón; la rabia por esa imagen, finalmente, iluminó también en mi mente al juez que, a pesar de todo, renunció al afán de condena a muerte contra Lars con el que la pena y el odio me habían tentado y me tentaban: mi enemigo me provocaba para que partiese en su busca dejando que guiase mis actos el primer impulso vengativo. Pues bien, yo iría a por él; pero, lejos de dejarme arrastrar por esa reacción de ira primitiva que sin duda había sopesado él como sutil forma de victoria sobre mis principios, perseguiría tan sólo ponerlo ante un tribunal que juzgase sus crímenes conforme a derecho. Ése sería su peor castigo, su derrota incuestionable ante la justicia de la que siempre se había burlado. Alentado por tal perspectiva, un horizonte de redención para todas las calladas cobardías de mi vida, que ni siquiera la renuncia al Nobel había logrado aliviar, pareció dibujarse por fin, e incluso algún espasmo de mi lejanísimo juramento juvenil revivió por el renovado compromiso con mis principios. ¿Cómo podía sospechar entonces que acabaría por violarlos, arrastrado por un torbellino insólito y atroz, inimaginable entonces pero concretado hoy, mientras escribo, en el arma que aguarda en mi maletín el momento inminente de mirar a los ojos de Lars antes de darle obscenamente muerte? Cuando mi ingenua y civilizada decisión estuvo tomada pedí a Anne Vanel que acudiera a verme. Ella había afirmado saber dónde se encontraba Lars, y le supliqué que contraviniese su obligación de informar a las autoridades de los macabros hallazgos de Loissy hasta que estuviéramos en disposición de detenerlo. Para mi sorpresa, aceptó de buen grado, aunque no lo hizo por dejadez profesional o altruista solidaridad conmigo, con Florence, con el chileno Fiorino, con el misterioso Niño de los coroneles o con todas las otras víctimas que la continuación de la biografía de Lars parecía prometer… Vanel aceptó porque consideraba que la resolución del excepcional caso que tenía entre manos iba a disparar su prestigio y cotización. De hecho, el exhaustivo informe que traía consigo demostraba que había trabajado y estaba trabajando con entusiasmo. Decía así:
AFFAIRE LAVENTIER
París, 30 de septiembre de 1991
Estimado M. Laventier:
Paso a detallar los procesos de investigación que mi equipo ha desarrollado a partir de los escritos firmados por Víctor Lars (en adelante VL) que confió usted a nuestra agencia con fecha 28/8/91.
Los pasos previos de nuestra encuesta estuvieron encaminados a elucidar la veracidad de las cartas de VL: en alguna ocasión las bromas bien tramadas han supuesto para nuestra agencia y nuestros clientes enojosas pérdidas de tiempo, y dedicamos a detectarlas todo el rigor de los primeros esfuerzos (los macabros restos humanos de Loissy, hallados después de la elaboración de este informe, nos habrían ahorrado la sutil cautela). Debo decir que, de tratarse de una broma, habría sido sin duda la mejor urdida de todas las que desde esta casa hemos desenmascarado. Pero lamentablemente el manuscrito de VL no es ninguna broma, como a la postre han demostrado los hallazgos antedichos.
Una vez aclarado este punto, decidimos seguir dos líneas maestras de trabajo:
1.- VÍCTOR LARS EN PARÍS DURANTE LA OCUPACIÓN ALEMANA.
La investigación sobre Louis Crandell, sicario de «Laffont» al que VL confiesa haber asesinado para ocupar su puesto en la entrevista con Reinhard Heydrich que tuvo lugar, según el manuscrito, «en agosto de 1941», figura escuetamente reseñada en los archivos policiales que se conservan de la época. Es un primer punto a nuestro favor: llegado el caso de un juicio, la confesión escrita por VL de aquel remoto asesinato podría ayudar a decidir la balanza en su contra.
El rastreo de los otros «crímenes parisinos» de VL -descartando el de las dos prostitutas anónimas de La Sombra Azuclass="underline" son «cadáveres inexistentes» y por tanto inservibles como base acusatoria-, acabó por llevamos hasta los denominados «archivizcondesitos de Chándelis». Como el propio VL dice, se trataba de un nombre inventado, pero la sordidez de la historia, sumada al hecho de que el propio VL, caprichosamente, los dejara vivir al término de la guerra, nos empecinó en la búsqueda. A pesar de que VL tuvo buen cuidado en no dejar fisuras en la narración de esos hechos, olvidó un cabo suelto que precisamente a causa de su simplicidad y transparencia tardamos semanas en descubrir, aunque nos llevó por último hasta los «archivizcondesitos» (por tratarse de conocidos miembros, ya fallecidos, de nuestra aristocracia no dejamos constancia escrita de sus nombres auténticos, que sólo le revelaremos en persona, al igual que haremos con esa pista -todavía hoy a disposición de cualquiera que se moleste en consultarla- que acabó por conducirnos hasta ellos).
La pista a la que alude Vanel no es otra que el sumario del juicio que condenó a Lars por fraude y estafa en 1938. Allí, lógicamente, figuraban los nombres de los desdichados aristócratas, que al haber estado implicados en el asunto declararon como testigos. Por respeto al criterio de Vanel tampoco yo dejo escrito sus nombres auténticos, y recurro, como ella, a llamarles Conde ** y Condesa **, y a denominar simplemente Palacio al lugar donde, durante muchos años después de la guerra -y, claro está, sin que Lars tuviera noticia de ello-, tuvo lugar la historia espeluznante que la detective descubrió.
A la fecha de nuestra investigación, los dos nobles habían fallecido ya: el Conde ** en 1955 y su esposa dieciséis años después, en 1971. Sin embargo, tres años después de enviudar, la Condesa ** casó en segundas nupcias con un médico más joven que ella -al que llamaré Doctor **- que vive aún y accedió a recibirme.
La entrevista fue cordial hasta que nombré a VL y exhibí el manuscrito. Entonces, mi anfitrión sufrió un ataque de angustia que obligó a suspender nuestro encuentro. Antes de salir, me dispuse a recuperar el manuscrito, pero el Doctor ** se aferró a él con extraña resolución. Tres días después, fue él mismo quien, con voz que delataba agotamiento o depresión, me llamó por teléfono. Acudí de inmediato a verle, y escuché de sus labios la historia de la que era único superviviente.