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El día de agosto de 1944 en que VL huyó del Palacio tras asesinar a todos sus ocupantes, le divirtió dejar vivos a los miembros del insólito menage-á-trois formado por los Condes ** y el patético canalla Tuccio. Fue la Condesa ** quien, apenas se vio libre, tomó la iniciativa: con ayuda del Conde ** redujo y encerró al ya inofensivo Tuccio -la dotación de SS había huido ante el avance aliado- en una de las mazmorras que habían albergado los experimentos de VL. El plan -al que el Conde ** no se opuso: los dos largos años de tortura física y mental lo habían convertido en un pelele depresivo a merced de las pesadillas que desde entonces nunca logró apartar de sí- era aguardar a que la normalidad imperase de nuevo en París y en Francia y poner entonces al detenido en manos de la justicia, pero mientras ese momento llegaba un enfermizo proceso tuvo lugar en la mente de la Condesa **, y la tentación de hacer sufrir a Tuccio lo que él le había hecho sufrir a ella fue irresistible. Primero fue el placer simple y en parte pasivo de observar la angustia por el cautiverio y privaciones a que lo sometió, pero pronto, tras aprovechar su debilitamiento físico para encadenarlo, comenzó a castigarle personalmente, disfrutando de su dolor o del sollozo aterrado que el carcelero convertido en reo emitía cuando el sonido de apertura de los cerrojos le anunciaba la llegada de su torturadora. Así, y aunque la normalidad acabó por regresar a París, la Condesa ** se negó a desprenderse del juguete de su odio. Cuando en 1955 murió el Conde **, la viuda pudo haber hallado en la trágica circunstancia el ánimo necesario para dar por finalizada la pesadilla del sótano, pero los meses de soledad rigurosa que siguieron al fallecimiento del marido acabaron por precipitar su mente hacia la locura. Para entonces -once años después de la liberación de París, once también del calvario de Tuccio-, las posesiones expoliadas por los alemanes le habían sido ya restituidas, y decidió un día reiniciar su olvidada vida sociaclass="underline" contrató sirvientes, ventiló de recuerdos del pasado el Palacio y comenzó a ofrecer fiestas y recepciones sin renunciar al secreto placer que le suministraba el sufrimiento de su cautivo clandestino. Cuando sopesó la posibilidad de un nuevo matrimonio, la búsqueda de pretendiente estuvo dictada y dirigida por la demencia que ya regía todos los actos de su vida: el joven y ambicioso doctor carente de fortuna personal con el que se casó, lo hizo sabiendo que se contaría entre sus obligaciones maritales el cuidado y atención del cuerpo enfermo que envejecía entre padecimientos en el sótano… Cuidarlo y atenderlo para que pudiese aguantar más sufrimiento.

El Doctor ** hizo aquí una pausa y respiró profundamente, como si estuviese en realidad aspirando valor para continuar: «A cambio de compartir la fortuna de los Condes **, acepté el pacto monstruoso… Me vendí a él. Logré mantener vivo a Tuccio hasta 1968: en total, sufrió veintitrés años de encierro -nunca salió ni un solo minuto de la diminuta celda disimulada en el sótano- durante los que no se ablandó la ferocidad de mi esposa. De hecho, su vida quedó tras el fallecimiento malsanamente vacía. Vivía para atormentar a Tuccio y creo que acabó por morir, tres años después y con la razón ya por completo desquiciada, a causa de su ausencia. En su lecho de muerte me confesó que se sentía feliz. Podía morir tranquila, dijo. Gracias a mí, que conocía la horrenda historia porque había sido copartícipe de ella, Tuccio seguiría sufriendo, aunque sólo fuese en mi espíritu. En una palabra, seguiría vivo en mí… Cuando me quedé solo, traté de quitar importancia a la maldición, pero no fue posible. Aunque enterré a Tuccio bajo toneladas de cemento que cegaron para siempre su celda, el espectro del desdichado, unido al de mi esposa, ha seguido durante estos diecisiete años aquí… -el Doctor ** se tomó en este punto cierto tiempo para meditar, antes de pronunciarla, su siguiente, simple y terrible palabra- conmigo», concluyó abarcando el Palacio con un gesto de la mano; al principio me sorprendió la aparente inocencia de su frase, pero reparando en su mirada, pura angustia viva en medio del abatimiento acobardado del cuerpo encogido, comprendí su verdadera dimensión terrorífica.

Aunque no lo incluyó en su informe, Vanel me confesó a título personal que abandonó el Palacio apresuradamente, desasosegada por la imagen del Doctor ** hundido en silencio en el sofá del gran salón del Palacio donde, apenas se quedase solo, sus remordimientos volverían para atormentarle… Vanel adjuntó al informe una serie de portadas y reportajes del año 1971 entresacadas de las revistas del corazón: fotografías del esplendor juvenil de la Condesa ** y también de su lujoso entierro, con el ataúd custodiado por el viudo cabizbajo al que ni los compungidos pésames de los representantes de las casas reales europeas parecían poder consolar. Me estremecí al recordar que una vez, mucho tiempo atrás, la Condesa ** y yo fuimos presentados durante una recepción con motivo del 14 de Julio. Aquel día mantuvimos una frivola conversación sobre ópera -lo recuerdo con precisión porque logró irritarme a causa de su insistencia en opiniones extravagantes-, sin imaginar que el espíritu de Víctor Lars, que tan fatalmente decisivo había sido en la vida de los dos, era el nexo que nos unía por encima de las inocuas discrepancias musicales. Y ahora, la Condesa ** me había legado, además del odio todavía insatisfecho que en su día legó también al Doctor **, una pista a utilizar: llegado el caso, podría exhumarse el cadáver de Tuccio. Lars no había sido responsable directo de su muerte, pero sí causa primera de ella, y como en el caso de Crandell, así lo confesaba en su carta. Tal vez los hechos podrían impresionar con efectividad a un juez… Dos circunstancias incriminatorias ciertamente endebles, pero las únicas que, por el lado de París, había conseguido sumar Vanel al osario del jardín de Loissy. La pista americana de Lars fue, afortunadamente, mucho más fructífera.

2.- VÍCTOR LARS EN AMÉRICA (DESDE SU HUIDA DE FRANCIA HASTA HOY).

La narración de VL es meticulosa al ocultar la fecha de su viaje a América, y por tanto no tuvimos otra opción que la de movemos a ciegas: aventuramos que dicha huida habría tenido lugar entre 1944 (liberación de París) y, calculando por lo alto, 1955 (los nazis que para entonces no habían abandonado Europa habían muerto o se encontraban eficazmente ocultos y no necesitaban por tanto huir), y partimos de esta conjetura para el siguiente razonamiento escalonado:

A.- Por la referencia de VL a cienos sucesos que tuvieron lugar en la embajada española del país americano al que arribó, sabemos que dicho país mantenía, a la fecha de los hechos, relaciones diplomáticas plenas con España; la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores español nos facilitó los datos que nos permitieron establecer una primera lista de países a los que pudo viajar VL: Argentina (cuyas relaciones diplomáticas con España fueron establecidas el 26/2/39), Bolivia (relaciones desde el 2/2/50), Brasil (23/3/50), Colombia (6/5/50), Costa Rica (26/4/51), Cuba (17/7/52), Chile (14/7/51), Ecuador (4/8/50), El Salvador (5/10/50), Guatemala (15/11/54), Haití (6/10/49), Honduras (21/11/50), Uonito (1/3/47), Nicaragua (11/46), Panamá (27/10/51), Paraguay (9/9/48), Perú (12/1/50), República Dominicana (14/4/50), Uruguay (22/1/53) y Venezuela (4/49). En total, veinte países.

B.- Al narrar los anteriormente referidos sucesos de la embajada española del país que lo acogió, VL dice en un momento concreto: «… el exclusivo círculo de los militares dueños del poder…». Estedato redujo la primera lista a trece nombres: Argentina (Juan Domingo Perón llegó al poder a través de las urnas en 1948 y gobernó hasta 1955, en que fue derrocado por el general Onganía; se trata pues de siete años de proceso teóricamente democrático, pero determinadas crisis internas y el hecho de que Perón gobernase de hecho como un dictador nos aconsejaron no descartar inicialmente que éste hubiera sido el destino de VL), Bolivia (Junta militar del general Ballivián Rojas en 1951-52), Brasil (general Eurico Gaspar Dutra, 1946-51), Colombia (entre 1950 y 1953, dictadura de Laureano Gómez y guerra civil, y entre 1953-57, dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla), Cuba (1952-59, dictadura de Fulgencio Batista; la llegada de Fidel Castro hace virtualmente imposible que un fugado nazi permaneciera en la isla, pero pudo saltar desde allí a otro país. Por el momento, no desechamos la pista cubana), Haití (dictadura de Paul Magloire entre 1950-56), Honduras (dictadura de Tiburcio Carias entre 1933-1949), Leonito (triunvirato de los coroneles Larriguera, Canchancha y Menéndez durante todo el período que nos interesa), Nicaragua (dictadura de Anastasio «Tacho» Somoza durante todo el período que nos interesa, aunque en 1947 se suceden dos presidentes-títere del dictador: L. Arguello y B. Lacayo), Paraguay (dictadura de Higinio Moríñigo entre 1940-1948 y desde 1954, dictadura del general Alfredo Stroéssner), Perú (dictadura de Manuel Odría entre 1948-1956), República Dominicana (dictadura familiar de Trujillo durante todo el período que nos interesa) y Venezuela (dictadura del coronel Carlos Delgado Chalbaud entre 1948-1950). Trece países y una extensión territorial equivalente, de puro inmensa, a no tener nada. Aunque: