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Y había llegado el momento. Lo sacó y acarició la solapa antes de extraer muy despacio, como si fuera un informe secreto de alto nivel o la primera imagen pornográfica que un adolescente se dispusiese a observar, el borde de una de las dos fotografías que contenía, y que formaban parte de la colección que siendo muy joven decidió iniciar. La había bautizado Fotos Clave de la Biografía de Luis Ferrer, y se había propuesto que sólo formasen parte de ella aquellas imágenes que, tras exhaustivas pruebas de selección, mereciesen verdaderamente el apelativo que daba nombre a la serie. Cada una de ellas tenía su propio título, largamente meditado, y en su momento había llamado a la que ahora asomaba del sobre El Enigma del Calcetín Morado; la rozó con la yema de los dedos sin llegar a mirarla, rememorando cómo Aurelio, su padre, le había hablado de ella por primera vez el día que cumplió quince años.

– Todos los hechos históricos están íntimamente relacionados, Luis; no sólo los trascendentes, que afectan a los pueblos y a las naciones; también los nimios o individuales, los que afectan sólo a nuestras vidas… Ojo, si es que a ésos se les puede llamar nimios, porque yo creo que son los únicos importantes. Tú, por ejemplo, estás aquí sentado conmigo… ¿Sabes por qué? ¿Imaginas cuál fue el primer eslabón importante de la cadena que terminó por unirnos?

Ferrer negó en intrigado silencio; Aurelio se permitió una pausa antes de añadir:

– Fue un calcetín morado -sonrió ante la sorpresa de su hijo-. La historia completa, lo prevengo de entrada, no la puedo desvelar yo solo; te la tenemos que contar entre tu madre y yo, es un viejo pacto. Pero sí, ésa es la causa: un calcetín morado.

La frustración en los ojos de Luis fue un acicate para Aurelio, que se lanzó a lo que en el fondo llevaba mucho tiempo esperando: el momento de relatarle aquella aventura personal verídica a su hijo.

– De todas formas, el acuerdo con tu madre es contarte entre los dos el desenlace, que tuvo lugar en Leonito. La primera parte, como sólo me afecta a mí, te la puedo contar sin problema. Pero -aclaró levantando el dedo índice a modo de advertencia- sólo la primera parte. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, de acuerdo -asintió Ferrer a toda prisa.

– Ya sabes que mi padre era un periodista monárquico bien conocido en Sevilla en la época de la República. Tenía amistad con el general Queipo de Llano a pesar de sus desavenencias políticas. Ya sabes que Queipo, con un puñado de hombres y una osadía que hay que reconocerle, hizo triunfar en Sevilla el golpe militar del dieciocho de julio. Durante los primeros días de la guerra, estuve a su lado varias veces… Sí, sí, con elmismísimo Queipo, que llamó a mi padre para acordar con él lo que convenía a los golpistas que se publicara en su periódico. Aquellos días terribles resultaron fundamentales para mi vida posterior. Pero sobre todo la mañana del veinticuatro de julio… La víspera había tenido lugar la represión contra el barrio de Triana. Allí se atrincheró la resistencia obrera dispuesta a resistir con cuatro escopetas de caza y un par de pistolas contra la artillería, que arrasó el barrio entero. La represión posterior fue terrible, pude comprobarlo esa mañana del veinticuatro. Era un día muy luminoso, pero olía muchísimo a humo y a pólvora, y el calor asfixiaba. Acompañaba a mi padre y a Queipo para ayudar a preparar las noticias de la aplastante victoria sobre los rojos, que así es como encabezó mi padre su artículo de aquel día a pesar de que no estaba de acuerdo con el tono triunfalista impuesto por los vencedores, ni mucho menos con lo que, como yo, vio en Triana. Recuerdo que aquel día salió lívido de allí. Y si mi padre se puso malo, imagínate yo, con diecisiete años y sin haber visto un muerto en mi vida… Me topé con el calcetín morado en un callejón estrecho, de pendiente muy pronunciada. Avanzaba cuesta arriba, unos metros por delante del grupo; lo que había visto y estaba viendo me resultaba insoportable y repugnante, y me arrepentía de haber aceptado acompañar a mi padre, pero no quería que se notase, quería ser tan serio, tan hombre como ellos… Cuando entré en el callejón vi, al final de la pendiente, un bulto en movimiento en una zona de sombra: varias formas humanas, pues estaba claro que no se trataba de una sola persona, en extrañas posturas. Y silenciosas, no emitían el menor sonido. Me acerqué. Dos soldados, dos legionarios, violaban a una mujer tirada en el suelo, mientras un tercero, de pie, contemplaba la escena ansioso, como si esperase su turno. Uno de los legionarios penetraba a la mujer por la vagina y el otro, acuclillado frente al primero, por la boca; a modo de amenaza, apoyaba sobre la garganta de la mujer el filo de una bayoneta. Ella no oponía resistencia, yo pensé que por la bayoneta, pero sus piernas y sus brazos estaban abiertos e inertes, y se agitaban con dejadez, a un ritmo extraño, muy poco natural, como si… no sé, como si estuviese flotando tranquilamente en una piscina… Es curioso cómo, de según qué escenas, se te quedan clavados los detalles más tontos. Por ejemplo, recuerdo que el legionario que aguardaba en pie tenía un diente, uno sólo, en el centro de la boca, que mantenía abierta en una extraña mueca. También recuerdo que entre las ruinas de las casas del callejón se mantenía en pie una fachada en la que seguían intactos los tiestos con flores de muchísimos colores, como si allí no hubiera pasado nada. Pero sobre todo me fijé en el calcetín morado… Lo llevaba la mujer en su pie derecho: un calcetín morado, muy sucio y a medio sacar, mostrando el talón desnudo; el otro pie estaba descalzo. El calcetín era la única prenda que llevaba encima, aparte de unos jirones de ropa a la altura de la cintura. Entonces, ya te lo he dicho, yo tenía diecisiete años, y seguía siendo virgen; es más, no había visto a una mujer desnuda nunca, ni siquiera en fotografía. Eso influyó para que la mujer de Triana me impresionase tanto: era incapaz de apartar la mirada de ella, estaba horrorizado y fascinado a la vez por cada detalle de lo que estaba viendo. No veía la cara de la mujer, pero su cuerpo era rechoncho y de piel increíblemente blanca, y sus piernas no eran bonitas, eran cortas y gruesas, con mucho vello en las pantorrillas, lo recuerdo porque entonces creía que la piel de las piernas de las mujeres tenía que ser lisa y suave como las de las artistas de cine. Aquel vello me impresionó… De pronto, el legionario del único diente reparó en mí y me apuntó con su Mauser. Su boca seguía abierta, creo que por alguna razón no podía cerrarla. Y comprendí que no sabía quién era yo, que podía pensar que era un enemigo, que podía matarme por error. Y creo que lo hubiera hecho de no haber aparecido detrás el grupo. Tiene gracia, puedo presumir de que Queipo de Llano me salvó la vida. El legionario reconoció al general y saludó militarmente. El que penetraba a la mujer se puso también en pie e hizo lo mismo; el tercero permaneció inmóvil, como si comprendiese lo ridículo o inútil del protocolo en esa situación. El que se había puesto en pie tenía el pene erecto, y recuerdo que sentí vergüenza al tener a mi padre delante, como si me hubiesen sorprendido en un burdel y no en una situación tan seria, tan dramática. Queipo ni se inmutó; continuó avanzando y los demás le seguimos; yo, ahora, era el último. Nunca se me han olvidado las palabras que Queipo, muy campechano, le dijo a mi padre al rebasar a los soldados: «Estas cosas redondean la paga de los soldados, que el dinero hay que guardarlo para armamento. Qué cojonudo, si las rojas supieran que gracias a sus coños los cañones nos salen más baratos». En cuanto Queipo se alejó unos pasos, el legionario volvió a penetrar a la mujer. Al pasar junto a la escena, reparé de nuevo en la blanca carne flácida, en el fofo pie desnudo y en el calcetín morado. Y, por primera vez, en la sangre. La mujer se estaba desangrando por dos heridas de bala, o de bayoneta, o de lo que fuese, las dos a distintas alturas del costado que yo antes no podía ver. Sus extraños movimientos de cansancio no se debían a las embestidas de sus atacantes ni al miedo al machete, que es lo que yo había imaginado, sino a los espasmos del cuerpo perdiendo sangre, desangrándose, acabando de desangrarse. Por eso su piel tenía ese color tan pálido. El legionario del machete eyaculó violentamente y se apartó de la cara de la mujer. Antes de que el del diente se apresurase a ocupar su lugar, yo pude ver el rostro de la víctima durante un segundo: vivía todavía. Y me miraba. Tal vez estaba semiinconsciente y no podía verme, o tal vez me pedía ayuda. Nunca lo he sabido. Cuando me alejé, el legionario que casi me dispara seguía con el extraño rictus en su boca abierta. Y, por alguna razón, lo último que miré antes de unirme al grupo, fue el calcetín morado. Me provocó un auténtico trauma, una obsesión. Ahora me río, pero entonces… Durante varios años no pude estar con una mujer. Y la culpa se la eché todo ese tiempo al calcetín; al calcetín y al otro pie fofo desnudo. Me acordaba de aquel pedazo de carne, que eso era la infeliz en aquel momento, y me producía un rechazo absoluto hacia el sexo. ¡Cómo iba yo a imaginar que esa enfermedad se me iba a curar en Leonito once años después…! Cosas de la Historia, de esas casualidades que antes te decía… De no ser por el calcetín morado yo no hubiera conocido a tu madre, no me hubiera casado con ella, no te hubiéramos adoptado, etc., etc., etc. Y… aquí se acaba la película.