Bueyes alzó su vaso vacío.
– Sin rellenarme la copa, Lilita, esa amabilidad se queda en nada. Y sirve también a mi amigo español -dijo señalando a Ferrer.
– ¡Ah, don Bueyes! ¡Cuánto echará de menos mis copas cuando me case y me instale en el norte! ¡Ni un vaso de agua más voy a servir! Menos a mi novio, a ése le serviré lo que quiera y hasta lo que no quiera. Bueno, novio no, marido; ya para entonces marido… -Lili guiñó un ojo a Bueyes y se volvió hacia Ferrer-. ¿Y usted, don Ferrer? -preguntó pegándose a él y jugueteando con el cuello de su camisa como una muñequita melosa y deliberadamente estúpida; de pronto, le lanzó una mirada de inteligencia y señaló con un seco gesto de las cejas hacia Bueyes:
– Cuidado, el alcohol lo encabrita de pronto y ya no se le puede sujetar -advirtió en voz baja y precisa antes de pasar al otro lado de la barra.
– Lo de siempre para mí -pidió Bueyes a Lili; la petición, a pesar de su trivialidad, adquirió en los labios del periodista el mismo tono sórdido que empañaba toda su actitud-. Y para mi amigo, lo que él quiera.
– Pues… -Ferrer no quería beber con el viejo, pero intuía que si se negaba provocaría su insistencia-. Gin tonic, por favor.
– Bien, amigo Ferrer -dijo el periodista-. Me perdonará que le haya abordado así, pero luego, en la vorágine de la fiesta, iba a ser más difícil saludarle.
– Tranquilo -minimizó Ferrer con un gesto mientras calculaba la edad de Bueyes: ¿habría tratado a Lars en el cuarenta y siete? ¿Y después, en cualquier otro momentó de su vida? Decidió probar suerte-. De hecho, yo también deseaba conocerle. No sé si sabe que estoy aquí para escribir sobre Leónidas. Pero es que además… -tomó de la barra el libro de registros; Bueyes no le dejó concluir.
– ¡Justo de eso quería hablarle! -atajó; la referencia de Ferrer había devuelto a su mirada el puntual brillo de serenidad-. De Leónidas y de la Montaña Profunda.
Lili depositó las copas frente a ellos; Bueyes la tomó como si encerrara un presagio favorable y la izó en un desmañado brindis que Ferrer secundó con desgana, arrepentido de haber dado pie a la conversación del borracho.
– ¡Por la verdad! -clamó Bueyes.
Ferrer consintió con una sonrisa forzada.
– ¡Quietos! ¡Así, sin pestañear! -Lili, con la cámara polaroid en las manos, se agachaba en busca de un buen ángulo para inmortalizar el momento. Apenas la mulata disparó la cámara, Ferrer miró de nuevo a Bueyes.
– Pero antes de hablar de la Montaña, dígame… ¿Conoció o conoce, o ha oído hablar de un tal Lasa? Víctor Lasa.
– ¿Lasa?
– Francés de origen. Un hombre de negocios bastante afecto al régimen de los coroneles. Y, según tengo entendido, bien conocido aquí.
Lili disparó de nuevo el flash y, acto seguido, puso entre los dos hombres la primera fotografía que había generado la polaroid.
– Recuerdito, cortesía de la casa -anunció sonriente antes de regresar al trabajo.
– Lasa… -Bueyes seguía rebuscando en su memoria vacía.-En realidad se apellidaba Lars.
– Así, por el nombre… Tendría que consultar mis archivos.
– ¿Me hará ese favor? -preguntó Ferrer con gravedad.
– Claro… -aceptó Bueyes de buen grado, consciente de que disponía ahora de un inesperado comodín que le garantizaba la atención de Ferrer-. Mañana, cuando nos citemos, tendrá datos sobre… -Bueyes sacó su pluma del bolsillo de la camisa, tomó la polaroid de la forzada pose de brindis y se dispuso a escribir sobre su dorso-. ¿Cómo ha dicho que se llama?
– Victor Lasa. O Víctor Lars. Sé que llegó a Leonito en mil novecientos cuarenta y siete. En concreto, en el mes de mayo ya estaba aquí.
Bueyes raspó inútilmente el plumín contra el papeclass="underline" el cargador de tinta estaba vacío. El periodista se quedó consternado, casi asustado, como si hubiera descubierto en el hecho nimio un augurio nefasto; durante unas inacabables décimas de segundo miró la pluma con tan terca fijación que a Ferrer le estremeció: no pudo evitar verse a sí mismo junto al cadáver de su hija, acobardado ante el folio en blanco en el que nunca llegó a escribir la confesión del crimen. El mismo pánico en estado puro que entonces se había adherido para siempre a él latía ahora en la mirada de Casildo Bueyes.
– Seca… -musitó el periodista, extraviado de pronto en algún olvidado pozo de su vieja película de terror-. Y vacía…
Ferrer, impaciente por romper su propia percepción siniestra, sacó un bolígrafo del bolsillo.
– Use éste. ¿Y dice -preguntó, apresurándose a cambiar de tema- que vamos a citarnos mañana?-¿Mañana? -Bueyes anotó las dos opciones del nombre de Lars en la polaroid y la guardó en el bolsillo. La tarea, aunque mínima, pareció cumplir la función de trasladarlo de regreso a la vida-. Sí, sí, debemos vernos mañana sin falta. Tiene que conocer la historia. Tiene que publicarla.
– ¿Yo? Es una historia suya…
– ¡Mía…! -lanzó Bueyes otra risita, ésta nítidamente siniestra-. No, yo estoy ya fuera de juego. Hace falta un periódico de verdad, no como los de aquí. Y un periodista también de verdad… ¡Cuidado! -lanzó una mirada alarmada sobre el hombro de Ferrer-. ¡Ya vienen!
Ferrer se volvió: una joven menuda y sonriente, elegantemente ataviada con un liviano traje crema, se acercaba desde el jardín hacia la barra del bar. Su apariencia afable negaba la supuesta amenaza sobre la que pretendían advertir los ojos desorbitados del borracho, de cuya fiabilidad volvió Ferrer a dudar.
– Bien, sea como sea… -se apresuró a preguntarle-: ¿Cuál es esa historia?
El borracho dudó antes de decidirse a aproximar su rostro al de Ferrer y hablarle en voz baja.
– Lo que está pasando en la Montaña Profunda. Lo que está pasando pero, sobre todo, lo que ha pasado ya.
– ¿Qué tal si va a por esa información sobre Lasa ahora mismo, regresa y adelantamos la reunión de mañana a dentro de un rato?
– ¿Y todo esto? -Bueyes abarcó con un gesto la amplitud de la fiesta-. ¡Es usted el invitado de honor!
– Cuestión de prioridades. Me parece más importante lo que me ofrece usted.
La mirada del viejo periodista agradeció, incluso emocionada, el inesperado reconocimiento. Bueyes se puso en pie; su cuerpo se movió con torpeza, pero su mirada vencía de nuevo al embotamiento alcohólico.
– Eso sí, si se llega a publicar… Si llega a publicarla, me gustaría que citara mi nombre. Sólo eso, citar mi nombre. Dándole la importancia que considere oportuna. ¿De acuerdo? -la cuestión parecía crucial para Bueyes. Ferrer fue sincero al comprometerse.
– De acuerdo -dijo; y le tendió la mano derecha, que Bueyes estrechó de nuevo con resolución-. Una cosa más… He oído hablar de una atracción turística, seis faros con las luces de la bandera de Leonito… ¿Le suena?
– El turismo es para la gente feliz, amigo. Vuelvo en diez minutos, ni uno más. Mi casa está aquí al lado.
Bueyes caminó hacia la salida: un solitario desecho de película en blanco y negro en medio del espectacular colorido de la fiesta tropical, ajeno a ella como ajenas a la euforia publicitaria del consorcio turístico habían sido sus palabras… «Lo que está pasando en la Montaña Profunda. Pero, sobre todo, lo que ha pasado ya»…
– ¿Señor Ferrer? -dijo la joven del traje crema plantándose frente a él-. Soy Marta, la secretaria de Roberto Soas.
– Ah, sí… -reconoció Ferrer poniéndose en pie-. Me habló de ti. ¿Qué tal?
– Disculpe que me haya demorado en recogerle, pero…
– No importa.
– En estas cosas siempre hay problemillas de última hora. Sólo problemillas, ¿eh? Nada serio… ¿Vamos hacia nuestra mesa? Roberto todavía tardará un poco, pero me ha insistido mucho: Marta, cualquier cosa que necesite el señor Ferrer…-Sí, sí hay algo que necesito -dijo Ferrer mientras comenzaban a caminar hacia el jardín; Marta lo miró con sonrisa expectante-. Es cierta información. ¿Has oído hablar de seis faros iguales, con los colores de la bandera de Leonito…? Una cosa de turismo…