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Marta se plantó frente a él y comenzó a temblar en una caricatura de paroxismo terrorífico que desconcertó a Ferrer:

– ¡Brrrrrr…! ¡Sangre y muerte! ¡Espíritus malignos! ¡La maldición de los Hombres Perro!

Desorbitó un instante los ojos antes de recuperar su perfecta sonrisa. Ferrer la imitó.

– ¿Qué es? ¿Una leyenda, o algo así?

– Más o menos -explicó Marta mientras reiniciaba la marcha; comenzaron a atravesar la masa de invitados alegres que hablaban, bebían o bailaban; el volumen de la orquesta caribeña obligó a la joven a levantar la voz-. Ocurrió cuando estaban los coroneles en el poder, en las ruinas de los faros uno y dos que antes me preguntaba, los que destruyó el ciclón del año setenta y uno. Todos los hoteles de lujo que había fueron arrasados, y como nunca se reconstruyeron, esa zona quedó abandonada.

– ¿Y los otros cuatro faros?

– Siguen tal cual. En sus alrededores viven muchos de los ricos de Leonito. De los muy ricos, para ser exactos.

– Pero los faros uno y dos -insistió Ferrer- han estado abandonados desde entonces.

– Nadie se acerca por allí, sólo algunos turistas con ganas de pasar aventuras. Como la pareja de italianos que vieron a la manada de Hombres Perro. Mire, ya estamos.La mesa estaba situada al pie de un pequeño escenario de madera sobre el que había un micrófono y, al fondo, junto a la detallada maqueta de lo que sería el complejo La Leyenda de la Montaña, una gran pantalla de vídeo. Ferrer sólo se sentó tras comprobar que podía vigilar la barra de Lili, donde se había citado con Bueyes. Marta ocupó el asiento a su izquierda. Sobre el mantel había únicamente cubierto para tres, lo que dio a Ferrer una idea del trato preferente que, por razones todavía ignoradas, le reservaba Soas.

– Roberto no ha vuelto aún -Marta señaló la silla vacía a la derecha de Ferrer, frente a la que reposaban sobre el mantel, junto a una botella abierta de buen vino y una copa a medias, unos papeles y un bolígrafo que alguien había abandonado precipitadamente-. Siempre está de aquí para allá, liadísimo.

– ¿Cuándo fue? Lo de los Hombres Perro.

– Yo tendría diez años. Sobre el setenta y cinco.

– ¿Qué pasó exactamente?

– Nada especial, la verdad es que nada. Se limitaron a aparecer. Eran seis o siete, estaban desnudos, con el pelo de la cabeza muy largo, casi cubriéndoles el cuerpo, y se movían a cuatro patas, con mucha habilidad. Como perros. O lobos… Lobos con aspecto humano.

– ¿Atacaron a los italianos?

– ¡Qué va! ¡Estaban muertos de miedo! Salieron huyendo.

– ¿Nada más? ¿Salieron huyendo y ya está?

– Pues sí. Se habló del asunto sólo porque los italianos le dieron mucho bombo. No se les volvió a ver, pero desde entonces, para asustar a los niños, se hablaba de los Hombres Perro. Aunque en la manada había también mujeres, y eso sí que de pequeña me daba miedo… ser una Mujer Perro. No sé qué me imaginaba…

Las luces se apagaron y se conectó la pantalla de vídeo. La orquesta concluyó su tema y un foco cenital iluminó el micrófono del centro de escenario. Desde las bambalinas, derrochando alegría falsa de presentador de concurso televisivo, un hombre corpulento caminó hasta él y aguardó que el público acabara de ocupar sus asientos y le prestara atención.

– Buenas noches a todos -dijo, satisfecho al parecer por la potencia con que la megafonía expandía su voz-. Bienvenidos a este acto de presentación de La Leyenda de la Montaña. Antes de nada, me gustaría decirles que ésta es una velada de virtualidad televisiva. Desde esta pantalla va a saludarnos, en directo desde la cima de la Montaña Profunda, el consejero delegado del proyecto, señor Arias, que se ha trasladado hasta allí para supervisar el inicio de las obras, que recomienzan de forma definitiva mañana. ¿Señor Arias? ¿Buenas noches?

El presentador se volvió hacia la gran pantalla de vídeo, que permanecía muda. De pronto, surgió desde la megafonía un intenso zumbido que se mantuvo en el aire durante unos instantes, al cabo de los cuales desapareció dejando tras de sí un reguero de miradas alarmadas que trataban de no parecerlo. Recobrado el silencio, sobrevoló el jardín una generalizada risita nerviosa que el presentador alentó desde el micrófono.

– Nuestro consejero delegado siempre encuentra la forma de hacerse escuchar… ¿Señor Arias? ¿Sí? ¿Buenas noches? -el presentador, sosteniendo una gran sonrisa de falsa tranquilidad que a veces dirigía hacia el público, formulaba sus preguntas hacia la inmisericorde pantalla muda mientras una gota de sudor se deslizaba por su frente-. ¿Nos escuchan allá?

Ferrer observó que el desconcierto del presentador se contagiaba paulatinamente al público. La mayoría de los espectadores se miraban sin saber qué hacer cuando una pastosa voz masculina que Ferrer conocía inundó con segura suavidad la megafonía.

– Lo que ocurre es que nuestro amigo Arias sabe cuántas mujeres hermosas se encuentran hoy aquí, y quiere hacerse esperar -el tono irónico se hizo de inmediato con la simpatía de los presentes-. Propongo que, para darle aún más envidia, escuchemos un poco de música. Maestro…

Encadenando literalmente con la última sílaba de la voz, la orquesta atacó una pieza de salsa mientras los camareros, sincronizados con la alegre melodía, comenzaron a recorrer las mesas rellenando vasos vacíos. Marta se reclinó hacia Ferrer.

– Ese que ha hablado era Roberto.

– Sí, he reconocido su voz. De antes, cuando hablamos por teléfono.

– Ya ha visto, siempre está al quite.

– Marta -Ferrer decidió aprovechar la pausa concedida por el fallo técnico-. ¿Dónde están situados los faros?

– ¿Conoce bien el mapa de Leonito?

– Sólo por encima.

Marta meditó un instante, se levantó y fue hacia una de las mesas promocionales de La Leyenda de la Montaña. Ferrer, al seguirla con la vista, vio a Casildo Bueyes al otro lado del jardín, en el vestíbulo, indicándole por señas que le esperaba en el bar de Lili; devolvió al periodista un signo de asentimiento. Marta regresó con un prospecto publicitario en cuyo dorso podía verse un sencillo plano de la costa atlántica de Leonito; sobre él, en rojo, se había resaltado la situación del que sería futuro centro turístico.

– Mire… Están aquí, justo al sur de la Montaña Profunda -marcó con el roce de la uña una zona del mapa de Leonito.

– Casi pegados a ella… -murmuró Ferrer. Levantó la vista hacia la pantalla de vídeo; continuaba muda y oscura, pero a la luz del dato que acababa de conocer le pareció siniestramente animada: apenas unos pocos kilómetros separaban el ancestral refugio de Leónidas de la guarida en la que, también durante décadas, Víctor Lars se había ocultado. Y se ocultaba aún.

Una prisa repentina por escuchar a Casildo Bueyes, que tal vez disponía de información más solvente sobre los Hombres Perro, le impulsó a levantarse. Se preguntaba cómo librarse de la amable Marta cuando el chirrido de la pantalla de vídeo vino en su auxilio. La secretaria de Soas adoptó por primera vez una actitud ligeramente preocupada.

– Lo siento, pero voy a ver si me necesitan…

Se alejó tratando de mantener la sonrisa.

Sin pérdida de tiempo, Ferrer atravesó en sentido inverso la masa de invitados ahora enmudecidos, llegó al bar de Lili y buscó al viejo periodista con la mirada. Pero la barra estaba desierta.

– ¿Y el señor Bueyes? -preguntó a la mulata-. Acabo de verle venir hacia aquí.

– Se encontró con un amigo y marcharon juntos. Pero tranquilo, don Ferrer, dijo que era un momentito. No se preocupe, le digo yo que volverá enseguida. Ha olvidado esto.Lili sacó del mostrador interno de la barra un whisky casi aguado: los cubitos de hielo, flotando casi disueltos, parecían huérfanos a punto de perecer abandonados. Ferrer, sin saber por qué, se quedó mirándolos fijamente por unos instantes.