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Abrí la sombrerera: en su interior, un pene humano disecado en erección penetraba en una vagina quirúrgicamente diseccionada y manipulada también por un taxidermista. Un engarce mecánico permitía dotar de movimiento a la repulsiva parodia de cópula. A un lado, cortadas con pericia y entrelazadas en cruel caricatura de gesto amoroso, reposaban las sendas manos derechas gracias a las cuales pudimos verificar la identidad dactilar de los protagonistas de la macabra unión sexual.

Fue la única vez que vi a Vanel asustada e indecisa: quería claudicar, y tuve que hacerle ver que ahora, por fin, disponíamos de un doble asesinato sobre el que apoyar una acusación formal contra Lars. Como él mismo sugería, sólo se trataba de recogerlo como fruta madura. Pero esta vez iría yo. Sabiendo que el ojo invisible de Lars me vigilaba, renuncié voluntariamente a toda cautela y rechacé los diversos planes que Vanel me propuso para llegar a mi destino sin ser visto: el día 11 de enero de 1992 -el diario que a estas alturas ya llevaba me permite ser preciso con las fechas de mi empresa- embarqué en el aeropuerto de Orly con destino Leonito. Como si Lars hubiera podido leer en mi mente, tres días antes de la partida llegó una nueva carta cuyo contenido reproduzco ahora. Creo poder afirmar que le empujará a ayudarme en mi empeño vengador.

En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.

Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta a mi dignidad, Teté- no tenía otro remedio que despabilar mi energía, mi sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para

– ¡Restablecieron la comunicación con la Montaña! -gritó Lili a su lado, sobresaltándole-. ¡Ya van a hablar desde allá! Tenga sus fichas, yo voy a escuchar.

Depositó sobre la barra unas fichas de plástico y corrió hacia el jardín. Ferrer se encaminó hacia los lavabos y localizó el teléfono junto a la puerta del servicio de caballeros. Lo descolgó e introdujo la ficha, marcó y esperó: el recepcionista del hotel Atlántico le informó de que Laventier no había regresado aún. Colgó, irritado, y se dispuso a regresar al jardín. Entonces reparó en la sangre.

Se deslizaba con suavidad por debajo de la puerta del servicio. Ferrer se acercó con cautela y golpeó la puerta con los nudillos, sintiéndose remotamente ridículo. Dudó y abrió por fin la puerta; confiaba en que alguna razón inocua lo explicase todo, pero supo por la injustificada resistencia con que topó su empuje que había un cuerpo al otro lado. Paralela a la conciencia repentina del miedo le asaltó una inesperada determinación: empujó hasta que la puerta cedió y entró.

El cuerpo de Casildo Bueyes, que se hallaba sentado en el suelo con el hombro izquierdo recostado contra la puerta, se inclinó por el impulso hacia el otro lado y quedó en quebrado reposo, apoyado el cuello sobre el borde de la taza del primer inodoro, con la cara colgando hacia su interior. La herida que seccionaba el cuello había dejado de sangrar minutos atrás, y parecía ahora una fea boca sorprendida a mitad de una obscena imprecación muda: todo era silencio -a excepción de un goteo regular que resonaba en alguna parte-, y sin embargo flotaba inexplicablemente en el aire el eco de la lucha que Bueyes había mantenido con su asesino o asesinos; prueba física de ella era la tubería de la cisterna, desencajada de su hueco en la pared, desde donde crecía en dirección al suelo una inexorable mancha oscura de humedad. Ferrer buscó en los ojos abiertos del periodista alguna clase de angustia metafísica, pero sólo halló la evidencia de un dolor carnal infinito por el pavoroso trance hacia la nada que le había tocado en suerte. En los últimos instantes, sin embargo, una obcecación que a Ferrer le emocionó por heroica se había sobrepuesto al dolor: la mano derecha de Bueyes aún agarraba con desesperación la pluma seca y sin tinta que apenas un rato antes, en el bar, se había quedado mirando extrañamente conmovido; ahora caían desde el plumín, a intervalos de uno o quizá dos segundos, gruesos goterones de sangre cuya colisión contra el charco del suelo provocaba el metódico ritmo que rompía el silencio. Ferrer no pudo evitar pensar en el whisky a medias, último de su vida, que Bueyes había dejado sobre la barra y, a modo de homenaje al muerto probablemente ingenuo y sin duda inútil, tomó la pluma de la mano helada del muerto, recuperó el capuchón del suelo y lo colocó sobre el plumín. Sin saber por qué, al cabo de unos instantes de vacilación acabó por guardarse la pluma en el bolsillo derecho de la camisa, sobre el pecho, y luego buscó con la mirada el mensaje que Bueyes había escrito con su propia sangre. Lo encontró en la pared, junto a la taza del inodoro, un poco por encima de ella, en medio de una maraña de convencionales grafismos escatológicos: torpes trazos rojos hacia los que se aproximaba amenazadoramente la mancha de humedad de la pared eran la patética memoria única del paso de Casildo Bueyes por la tierra. Más que el afán de interpretarlos, a Ferrer le asaltó la urgencia de dar al cadáver la dignidad de ser extendido sobre una camilla, y tras limpiarse toscamente la sangre de los zapatos abandonó a toda prisa los servicios para comunicar a Lili el macabro hallazgo y traspasarle así la iniciativa de informar al director del hotel, que a su vez se responsabilizaría de recibir a la policía.

Salió en busca de la mulata, pero Lili, como todos los presentes en la fiesta, continuaba ante la pantalla de vídeo, que a juzgar por el entusiasmo del presentador a través de la megafonía parecía al fin capaz de conectar con la Montaña Profunda. El contraste entre el festejo y la soledad del cadáver de Bueyes, cuyas referencias a los sucesos de la Montaña cobraban ahora inesperada importancia, inspiró a Ferrer una súbita ocurrencia y también la necesaria osadía para acometerla; se coló tras la barra de Lili sin dejar de vigilar el mar de espaldas atentas a la pantalla. Abrió el cajón donde la mulata guardaba su polaroid, cogió la cámara, la llevó al lugar del crimen y fotografió el mensaje de Bueyes justo a tiempo: tras disparar la placa, la mancha de humedad pasó sobre las palabras escritas con sangre, que pronto desaparecerían para siempre, convertidas en diminutas piezas del rompecabezas de la pared descascarillada.Con la imagen a salvo en su bolsillo, devolvió la cámara a su lugar, regresó al lugar que le correspondía frente a la barra y apuró de un trago la copa que su mano encontró en primer lugar: sólo al depositarla de nuevo sobre la barra, ya vacía, comprendió que se trataba del whisky de Bueyes. No concedió importancia al macabro detalle. Inspiró un par de veces y, más sereno, buscó con la mirada al director del hotel, que atendía, como el resto del público, a la pantalla.

Ferrer se adentró en el jardín para informarle de su descubrimiento. En ese instante se apagaron las luces del jardín y la imagen del consejero delegado Arias provocó un espontáneo aplauso entre los presentes. Ferrer miró hacia la pantalla.

Arias era un triunfador de rasgos impecables y anodinos cuyo traje a medida desentonaba con la sensación de paupérrima improvisación que transmitía la luz de un único foco manual dirigido sobre su rostro, que a pesar de todo lucía recién peinado e inmaculadamente afeitado.