– Soy Carlos Arias, consejero delegado de La Leyenda de la Montaña -dijo con un extraño temor en la voz que intrigó a Ferrer y le obligó a detenerse y prestar atención.
– Y bien que se hizo esperar -apostilló el presentador, provocando una generalizada sonrisa cómplice.
Arias no fue partícipe de ella.
– Estoy aquí como invitado de los indios leonitenses, legítimos propietarios de la Montaña Profunda que nosotros hemos atacado y saqueado, y a la cual pretendemos masacrar salvajemente -dijo sin poder evitar que algún tartamudeo evidenciase su desasosiego; convocado por sus palabras, el silencio planeó sobre el jardín con solidez casi física-. Ellos han interceptado el coche en el que yo viajaba para pedirme que envíe este mensaje de paz y justicia. Quieren que les haga saber que también obra en su poder, por completo operativa, toda la dinamita y explosivos robados a la compañía a lo largo de estos meses.
– ¡Y hablan de paz y justicia! -se indignó una voz entre el público.
– Pero -prosiguió Arias como si hubiera escuchado al espontáneo y quisiera apaciguarlo- dado que no desean la guerra, van a mostrar por última vez su afán de buena voluntad. Ahora voy a leerles un comunicado de Leónidas.
Arias tomó una hoja de papel que alguien le pasó desde detrás de la cámara y leyó:
– «Los capataces de la compañía constructora saben bien que disponemos de explosivo suficiente para hacer mucho daño. Y lo vamos a hacer a menos que cesen los ataques contra nosotros. Mucho daño. Y ahora, si quieren volver a ver vivo a Arias -al leer su propio nombre, un gallo grotesco que no despertó sonrisa alguna entre los presentes surgió de la garganta de Arias- deben entregarme a un hombre. Un hombre que no debe temer nada de mí. Mañana por la mañana quiero a mi lado al periodista español Luis Ferrer. Debe tomar el tren de suministros que sale de Leonito esta noche y aguardar a que yo le recoja en un punto del camino que naturalmente no voy a desvelar».
Ferrer, en el centro de la masa de espectadores, sintió cómo todas las miradas se clavaban en él. Un rubor casi colegial le asaltó, y agradeció que Arias continuase leyendo y acaparara de nuevo la atención:
– «Ferrer es un periodista de reconocida seriedad, y esta vez queremos contar lo que aquí está ocurriendo a alguien que nos escuche de verdad. Y una última cosa: no duden de nuestra capacidad de acción, se lo advierto. Sigue operativa al cien por cien, como a todos los asistentes a esa fiesta les resultará evidente a las doce en punto de la noche».
La conexión terminó de golpe. Todos los presentes se miraron con impaciente expectación, y más de uno consultó maquinalmente el reloj: quedaban cinco minutos escasos para las doce; el instinto profesional de los cámaras se revolvió en la búsqueda infructuosa de algún objetivo concreto que fotografiar; sobre el escenario, el presentador soltó una absurda risita nerviosa y sintió que era su deber decir algo.
– Bien, sugiero que mantengamos la calma.
– ¡Un cadáver! ¡Hay un cadáver! -oyó Ferrer gritar a su espalda-. ¡En los servicios! ¡Un hombre degollado! ¡Hay sangre por todas partes!
El director del hotel corrió hacia el lugar del que había provenido la alarma; los invitados le siguieron en masa y, tras consultarse unos a otros con la mirada, los músicos y camareros abandonaron también sus puestos para presenciar de cerca el morboso acontecimiento.
Ferrer se quedó solo en el jardín, fija todavía la mirada en la pantalla de vídeo ahora muerta. Se apoyó en el borde de una mesa cercana y cogió al azar una de las copas olvidadas sobre ella: el color de la cerveza mediada, tibia y sin espuma desde rato atrás, le recomendó devolver el vaso a su sitio. Despacio, como si no quisiera alterar con sus movimientos la desasosegante quietud de la fiesta abortada, metió la mano en el bolsillo y extrajo la polaroid: los colores y formas, fijos ya sobre el papel, reproducían el mensaje garabateado por Bueyes. Era ilegible a primera vista. Ferrer, consciente de que, absorbidos por la humedad los trazos de la pared del servicio, era el único depositario del macabro testamento, se sentó a la mesa, puso la fotografía frente a sí y bolígrafo en mano comenzó a descifrar letra por letra las dos líneas que componían el texto: eme, u, e, erre, te, separación, a y ele en la primera línea, y -más confusas y débiles a medida que la vida escapaba de las venas de Bueyes- erre, e, i griega, separación, de, e, separación, e, ese, pe, a y eñe. «Muerte al rey de Españ»
El mensaje, inacabado pero comprensible, le decepcionó por absurdo -¿qué animadversión, tan fuerte además como para dedicarle los últimos instantes de vida, podía alentar a Casildo Bueyes contra Juan Carlos de Borbón?-, pero un detalle enigmático llamó poderosamente su atención: abrían el texto, justo antes de la primera letra, tres tajantes signos de admiración que convertían una imprecación dubitativa e incluso estúpida -«Muerte al rey de Españ»- en la resuelta declaración de una adivinada enemistad eterna: «¡¡¡Muerte al rey de España!!!». ¿Por qué desperdiciar para trazarlos una décimas de segundo que podrían haber sido preciosas en la aportación de otros datos?
Entonces le sobresaltó la cómica explosión: un breve chisporroteo de traca infantil o festejo popular proveniente de la maqueta de La Leyenda de la Montaña le hizo volverse a tiempo de ver cómo una lengua de fuego, mínima pero zigzagueante y veloz, recorría silenciosamente la construcción en miniatura haciendo arder a su paso los hoteles de lujo, toboganes acuáticos y playas privadas a escala. Mientras se aproximaba a la maqueta en llamas, Ferrer pensó que se habría tratado de un atentado ridículo de no ser por la precisión y pericia que su ejecución implicaba: Leónidas o sus hombres, tras entrar en la fiesta burlando toda vigilancia, habían dispuesto su ingenio incendiario para que, además de eficaz, resultase puntuaclass="underline" superpuestas, las agujas del reloj marcaban exactamente las doce de la noche. Efectivamente, podían hacer daño. Mucho daño.
– ¡Pero qué pedazo de cabrón! Dice que a las doce en punto y a las doce en punto… TLAC: degüella al periodista -voceó alguien enfurecido. Los invitados regresaban en grupitos cabizbajos o airados; entre los semblantes más circunspectos destacaban el del director del hotel y el de su acompañante: un militar, el primero que Ferrer veía desde su llegada a Leonito.
– Leónidas no ha matado al periodista -atajó Ferrer con firmeza. Las miradas de los recién llegados se clavaron gravemente sobre él, y decidió que era más prudente no emitir juicios de resolución que podía resultar sospechosa. Con un gesto señaló hacia la maqueta quemada-. Creo que el atentado al que se refería era ése.
El director del hotel se acercó a los restos humeantes de la maqueta y los observó con íntima desolación, como si fuera el responsable directo de las renegridas miniaturas.
– ¿Me permite un instante, señor? -se aproximó a Ferrer el militar. Era obvio que no surgía de la fiesta; vestía traje de campaña e iba desarmado, aunque incomprensiblemente lograba transmitir la sensación de que acababa de despojarse del revólver a fin de no alarmar a los civiles con los que tuviera que cruzarse; sus rasgos toscos, de cruces remotos entre indios y españoles, parecían tensos y recelosos, tal vez incluso mortificados por la obligación de tratar con alguien ajeno a la vida cuartelada-. Soy el capitán Rodrigo Huertas. A la vista de la petición de Leónidas, es mi obligación analizar con usted la situación y pedirle, en nombre del gobierno de Leonito…
– Que le acompañe a la Montaña Profunda -Ferrer terminó la frase con una sonrisa, divertido por el desconcierto que provocó en el militar su presta disposición colaboradora-. Le aseguro que estoy deseando hacerlo.