Proveniente del cielo, un ruido ensordecedor se concentró entonces sobre el jardín y levantó una inexplicable tormenta de viento que estremeció a los presentes, insufló movimiento a los manteles y copas de palmeras y arrastró por el aire sillas y vasos. El helicóptero aterrizó sin miramientos en el centro del jardín. El capitán Rodrigo Huertas invitó a Ferrer a acompañarle hasta el aparato; se abrió una portezuela por la que el militar se coló al interior. Ferrer, cohibido por la desmesura de la irrupción, no se decidía aún a seguirle cuando desde el asiento del piloto una mano masculina le tendió un casco, indicándole por gestos que se lo ajustara. Al hacerlo, el atronador rugido de los rotores se convirtió en un tolerable murmullo.
– Disculpa la precipitación -habló en su cabeza una voz que no le era desconocida: la había escuchado un rato antes, atrayendo a los invitados hacia la pista de baile a través de la megafonía del jardín con el mismo tono sereno y seductor con que ahora llegaba hasta él por los auriculares interiores del casco-, pero la situación no nos deja más opciones.
La mano que le había tendido el casco continuaba abierta ante él, flotando enigmática en la oscuridad del interior del helicóptero; la fantasmagórica visión disparó en Ferrer la alarma infinitesimal de una desconfianza instintiva, pero el piloto se inclinó entonces hacia él y la luz del jardín le otorgó los rasgos de un afable rostro de sonrisa y mirada francas enmarcadas también por un casco dotado de micrófono.
– Soy Roberto Soas -dijo la voz en la cabeza de Ferrer, que observó cómo las palabras coincidían con el movimiento de los labios del piloto: el micrófono le permitía hacerse oír con elegante seguridad, como si repartiese cartas en una selecta mesa de juego, incuestionablemente superior a la vibración infernal que sacudía el jardín entero-. Lamento conocerte de forma tan ruidosa.
Ferrer calculó que no habían transcurrido ni quince minutos desde que Leónidas exigió su presencia en la Montaña: la celeridad con que Soas había reaccionado era admirable, aunque los detalles de su vestuario -camisa de seda e impecable pantalón de pinzas, adecuados para una fiesta pero no para pilotar un helicóptero militar- sugerían que Soas se había desplazado a toda prisa, apenas escuchada la exigencia de Leónidas, hasta un aeródromo militar cercano.
Ferrer estrechó la mano en el aire, aceptando el impulso que le ofrecía para ayudarle a subir a bordo. Instalado en el asiento del copiloto, giró para observar la cabina -a su espalda, como para corroborar la primera impresión de Ferrer, el capitán Huertas enganchaba en ese instante la funda de una automática a su cinturón-y miró después a tierra: a unos pasos, alborotados el equilibrio y la corbata por el ventarrón artificial, el director del hotel daba instrucciones a sus empleados mientras el invitado de la voz airada explicaba los pormenores del atentado al círculo de invitados que se había formado a su alrededor: un mundo afable y fácil de dominar que Ferrer se disponía a cambiar por la Montaña Profunda de Leónidas… Por la Montaña Profunda de Victor Lars. Revisó el sucinto equipaje que la celeridad de la partida había dispuesto que llevase consigo: la cartera con sus fotografías, el manuscrito del francés y, en el bolsillo interior de la americana, la carta en la que confesaba a Marisol la verdadera causa de la muerte de su hija. Para su sorpresa, no le aterró ni afligió el estupor de admitir que ésas eran sus únicas posesiones sobre la tierra.
– ¿Listo para despegar? -le preguntó Soas; Ferrer se volvió hacia él y respondió afirmativamente con un decidido gesto de cabeza. Soas sonrió y golpeó con el dedo índice el micrófono del casco de Ferrer-. Habla por aquí. Los inventos están para utilizarlos.
Ferrer asintió y habló al micrófono levantando ingenuamente la voz, como si de todas formas tuviese que hacerse oír por encima de la hélice.
– ¡Listo para despegar! ¡Y encantado de hacerlo! -no mentía: el corazón le latía en el pecho con la fuerza de una promesa desconocida e inimaginada.
– Pues vamos allá… Espero que te guste volar en helicóptero -deseó Soas con la gran sonrisa de seducción que resumía y justificaba su calidad de incuestionado líder de La Leyenda de la Montaña-. Y espero que te guste desentrañar mentiras…
Despegó.
El vértigo de la succión hacia el cielo impidió a Ferrer responder a Soas.
Capítulo Seis
En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.
Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta contra mi dignidad, Teté- no tenía otro remedio que avivar mi energética sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para mantener vivo su favoritismo súbito hacia el nuevo «amigo francés» que tan imaginativo compañero de juergas resultó enseguida para éclass="underline" «mon-a-mí», me llamaba subrayando a propósito la defectuosa pronunciación mientras apoyaba su mano en mi hombro, como si fuese yo un mono traído de las remotas junglas de Europa. Mi futuro se dibujaba similar al de otros patéticos adoradores de los Larriguera: condenado a la adulación eterna, adiposo antes o después por el envilecedor transcurso de la inactividad, estancado en una medianía económica calculada por mis amos para permitirme vivir entre lujos pero no independizarme o conspirar… No era mi terreno óptimo la gran hacienda bananera de fronteras internacionalmente aceptadas en la que, en chascarrillo de El Viejo que Teté había adoptado como divisa, «los machos deben llevar pistola y las mujeres… nada». ¿Acaso no merecía otro destino mejor quien había sabido atrapar en sus redes a Heydrich y a Himmler, me preguntaba mientras deambulaba irritado por las solitarias playas de la paradisíaca celda que me había tocado en desgracia? Tan infranqueables parecieron durante unos meses sus muros que llegué a maldecir no haber permitido que Larriguera jr. reventase la cara del terco embajador español… No imaginaba entonces, claro está, que mi suerte cambiaría de nuevo gracias a otra sesión fotográfica de muy distinta índole.
Mi amistad con los Larriguera pronto se ramificó hacia las otras dos familias en el poder, las de José León Canchancha y Walter Menéndez. Los tres coroneles eran honorables caballeros que no daban su palabra a la ligera: habían jurado repartirse a partes iguales Leonito y lo cumplían a rajatabla; también en lo referido a sus vastagos, futuros titulares del triunvirato hereditario, fueron particularmente celosos: decidieron que sus hijos se llevarían mejor si tenían la misma edad, y para hacer realidad tal cuestión de estado se encerraron con sus respectivas consortes en maratonianas sesiones de procreación que, a fuerza de insistencia, acabaron por alumbrar la identidad de edad casi exacta de los cachorros. El día que Teté cumplió dieciocho años -tres semanas después que el primero de sus predestinados socios y cuatro antes que el segundo- su padre le hizo dos regalos: un tercio de la titularidad del Ministerio Leonitense de Seguridad Interna -los otros dos, ¿es necesario subrayarlo?, estaban ya reservados- y un billete para New York en compañía de su cosmopolita «mon-a-mí», que dirigiría la iniciática inmersión en la oferta de la Gran Manzana.
Al principio de nuestra estancia me resultó particularmente humillante supervisar el vestuario y modales del bárbaro en restaurantes y burdeles de lujo, y ni siquiera me divertía el estupor que evidenciaba ante la paleta de pescado, cuya utilidad no sospechaba, o su zozobra por el hecho, para él insólito, de que las selectísimas prostitutas le ofreciesen a besar, antes que otra cosa, una mano encopetada. Fue en una de esas veladas exquisitas cuando, embrutecido por la bebida de calidad a la que no estaba acostumbrado, cometió el error de insultarme en público. No mitigó mi rabia que únicamente cuatro putas anónimas e irrelevantes fueran testigos de la humillación: mi orgullo decidió matar a Teté aunque eso supusiera renunciar a las ventajas del exilio caribeño, y si no lo hice apenas nos quedamos solos fue porque su estado etílico hubiera anestesiado los matices con que deseaba enriquecer su tránsito. Aquella noche, pues, durmió como un bebé, ajeno por completo al hecho de que su ángel de la guarda, fija la vista en el techo y renovada la irritación por cada uno de sus ronquidos beodos, maquinaba para él rigurosos destinos.