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Por la mañana, Teté había olvidado su lamentable comportamiento de la víspera, lo que vino a constituir un valioso aliado del plan que comenzó a materializarse al atardecer de aquel mismo día, durante una visita supuestamente lúdica a los bajos fondos de New York. Como había esperado, mi protegido se sintió a sus anchas entre las mujerzuelas vocingleras y los contertulios macerados en ginebra, y no dudó en entregarse a un jolgorio ramplón que duró setenta y dos horas ininterrumpidas. La noche que lo iba a matar, la tercera, dejé que se rindiera a la saturación alcohólica sobre el camastro de la apartada pensión del Bronx que con tanto esmero había seleccionado para él, y envié inmediato aviso a los desocupados portuarios que había contratado como ejecutores de mi venganza. Mientras llegaban, alimenté mi odio observando a Teté: grosero y desnudo, dormía con la entreabierta boca babeante y el miembro viril tan relajadamente inflamado por la satisfacción reciente o el barrunto de previsibles agasajos matinales que me pregunté si el sopor etílico no supondría un serio obstáculo para la percepción eficaz del dolor que le aguardaba; a caballo de esa duda tomé su mano, la elevé en el aire y la dejé caer: no reaccionó; pellizqué con fuerza su muslo, también sin resultado. Contrariado, masajeé su pene en busca de alguna respuesta y, esta vez sí, obtuve un ronroneo goloso; fue esa burla implícita hacia mis planes de revancha y hacia mí mismo la que me detuvo a meditar un cambio de rumbo: hacer una travesura satisface, pero hacerla con inteligencia excita. Obtuve una cámara fotográfica del servicial conserje nocturno y, como cabía esperar, no me costó predisponer a los tres mercenarios hacia el nuevo plan. Cumplido éste, ya de día, abandoné la pensión, deposité los negativos en el laboratorio y regresé a nuestro lujoso hotel de la Quinta Avenida.

No fue hasta bien entrada la tarde cuando, machacado por los rescoldos de la monumental borrachera, Teté reapareció y aceptó mi solícita sugerencia de someterse a una cura tibia de agua caliente, aspirinas y masajistas: no recordaba detalle alguno de la víspera, y le había sorprendido, al despertarse, no encontrarme en los alrededores. Entre guiños de viril camaradería, le recordé que había desaparecido en compañía de dos hermosas señoritas, y la mentira le complació: sentía su cuerpo satisfactoriamente maltrecho de placer, dijo sin sospechar que su frase favorecía de forma inesperada mis propósitos.

La carta, a su nombre, llegó dos días después; cuando el botones se la llevó hasta la cama aguardé, aparentemente absorto en la lectura del diario, el estallido de cólera, pero Teté, en vez de saltar entre imprecaciones revanchistas, se acercó arrastrando los pies con pasitos desolados, noqueado por el impacto que le había provocado la fotografía que llevaba en la mano. Cuando me la mostró, fingí asombro -y un punto de íntima decepción de amigo: estos detalles humanistas son los que dan verosimilitud a las mentiras de rango- ante la imagen que lo mostraba desnudo sobre la colcha de la cama de la pensión, ofreciendo su grupa al miembro erecto de un velludo rufián cuyo rostro escamoteaba con toda intención el encuadre; a un lado, los penes tiesos de otros dos fornicadores anónimos aguardaban impacientes su turno de penetrar al futuro presidente de Leonito, cuyo desvanecimiento etílico real adquiría en la imagen la apariencia de un éxtasis erótico incontestable. Aparentemente solidario con su angustia, levanté la vista hacia Teté: la ira y la incredulidad parecían a punto de implosionar en el rostro de mi enmudecido pupilo; y también el miedo: ¿cómo reaccionaría el hosco Viejo ante la prueba de la depravación de su cachorro? ¿Qué sería del prestigio del futuro amo de la Finca Nacional si llegaba a circular entre sus compinches de uniforme -y también entre los esclavizados ciudadanos de a pie- la explícita imagen, que para colmo, y según anunciaba una socarrona carta adjunta, era sólo la primera y menos jugosa de la serie? Teté se dejó caer en la silla más próxima y me aseguró entre sollozos que no recordaba nada de la horrenda escena; juré que le creía -y era cierto: entre foto y foto, entre coreografía obscena y coreografía obscena, había verificado personalmente que continuase inconsciente- y, cual inquebrantable hermano entristecido por su dolor, fingí crecerme ante la adversidad para ponerme al frente de la negociación con los inexistentes chantajistas. A los ojos de Teté, el tira y afloja fue intenso y desabrido: cuando abonábamos una cantidad -¿hace falta decir que, al abandonar el hotel con el correspondiente maletín lleno de billetes, no me dirigía al lugar de la supuesta cita con los criminales, sino al banco cercano donde el director, ablandado ya por los sustanciosos ingresos anteriores, se apresuraba a recibirme entre reverencias?- y la pesadilla parecía concluida, una nueva imagen pornográfica venía a ajustar nuestros respectivos desasosiegos, el impostado mío y el verdadero de Teté, al que atormentaba más que ninguna otra cosa la posibilidad, sutilmente avivada una y otra vez por mí, de que su cuerpo hubiese disfrutado con la celebración homosexuaclass="underline" ¿qué otra explicación cabía para su bienestar, a estas alturas ya mil veces maldecido, de la mañana de autos? Yo bajaba la vista, agravaba la expresión y abría los brazos, impotente y compungido por la evidencia que lo estigmatizaba para siempre… Cuando la broma había costado a Teté los cien mil dólares que constituían sus ahorritos, engrosados en sus pinitos como saqueador juvenil de Leonito, decidí concluir la comedia con un toque de melodrama, y la mañana de nuestro regreso le entregué, solemne, los negativos que certificaban sus recias inclinaciones platónicas; emocionados, ambos juramos -Teté con la mano izquierda sobre el corazón y la derecha ceremoniosamente elevada; yo soplando en su dirección un matasuegras invisible- guardar el terrible secreto, y la mismísima Estatua de la Libertad fue testigo del pacto eterno que me unía para siempre con el bobo apócrifamente sodomizado que pronto heredaría un país.

Teté, como primera muestra de agradecimiento, me designó apenas aterrizamos Consejero del Ministerio Leonitense de Seguridad, tal y como yo mismo le sugerí: la caprichosa elección con que fui distinguido no disgustó ni sorprendió a los tres lobos veteranos, acostumbrados desde siempre a ejercer la arbitrariedad, y aunque el propio nombramiento de mi amigo entrañaba más parafernalia simbólica -compartida además con los otros dos herederos del triunvirato-que poder ejecutivo real, me permitió acceder a algunas de las reuniones que hasta entonces se celebraban a puerta cerrada; ya no se me consideraba sólo «mon-a-mí»: si jugaba bien las nuevas cartas podía recuperar la dignidad que correspondía a mi talento.

Aunque los coroneles representaban el propotipo ideal del dictador americano malvado, zafio y codicioso, carecían de sentido de futuro y afán de superación. Sus necesidades vitales no eran complejas: sujetar a toda costa las riendas del poder -para lo que disponían de un elemental sistema represivo basado en la brutalidad-, expoliar desde esa situación de privilegio los recursos del país a fin de mantener sus arcas llenas -y literalmente: en dos ocasiones vi, perplejo, cómo se portaban hasta la sala de reuniones presidenciales cajones llenos de oro o papel moneda- y, gracias a esta seguridad financiera, dedicarse a «vivir la vida», como ellos mismos definían al trasiego de diversiones ramplonas y esencialmente sexuales que se repetían por palacetes, fincas y playas acotadas para el disfrute privado. Lo más sorprendente era que mis propuestas para modernizar la rentabilidad de sus inversiones -primer objetivo en el que puse mi empeño: era sencillamente ridículo que los millones de dólares robados al país estuviesen amontonados, muchas veces en toscos rollos de billetes, en cajas de seguridad de bancos extranjeros elegidos al azar y no probando suerte en otras formas de inversión más rentables- despertaban sus recelos: ¿qué era yo?, parecían preguntarse, ¿un ominoso hechicero que en vez de sapos despellejados y filtros humeantes utilizaba para sus embrujos tablas de cálculo y cotizaciones bursátiles? Tuve que realizar tres operaciones brillantes con mi propio dinero -en realidad, el de ellos: ¡era tan fácil engrosar delante de sus narices, y sin que lo percibiesen, el de por sí generoso sueldo con que me remuneraban!- hasta que comprendieron que se podía obtener beneficio comprando, en el momento preciso, seda en China o solares urbanos en San Francisco. Poco a poco fui ganando su confianza, y el día que, gracias a una única gestión particularmente afortunada, gané para ellos un millón de dólares decidieron nombrarme Ministro de Economía. Rechacé el cargo -la seguridad del anonimato era por aquellos años, y es aún hoy, la obsesión que me ha llevado a actuar siempre en la sombra- a cambio de lo que desde aquel día instauré como remuneración de mis servicios: paquetitos de acciones de esta empresa, paquetitos de acciones de aquélla… Empecé la década de los cincuenta siendo un hombre próspero que no dejaba de incrementar su fortuna, y calculaba feliz que en unos pocos años el tiempo habría borrado en Europa todo vestigio de mi recuerdo, de forma que, tranquilo en lo referente a mi seguridad, podría regresar a mi venerado París. Pero el destino -de nuevo él – tenía otros planes, y por eso puso en mi camino el intento de magnicidio del 7 de febrero de 1952.