Por supuesto, no era mi aún humilde persona el objetivo de tal plan criminal, pero sabido es que en el criterio de los terroristas no computa la misericordia hacia quienes componen los cortejos de sus víctimas. La bomba oculta, que pretendía acabar de un solo golpe con las dos patas del triunvirato presentes en la inauguración de una ostentosa escultura -tres jinetes, ¿hace falta decir quiénes?, cabalgando heroicos hacia nebulosas cotas de gloria sublime-, estalló con precisión profesional que, para fortuna mía, no pudo prever el asfixiante calor de la jornada: su apremio provocó el desmayo de una de las mujeres del séquito, y por esa causa los proceres -y quienes les acompañábamos- demoraron unos segundos cruciales su llegada al emplazamiento del artilugio, que al reventar descabezó únicamente a los tres jinetes de piedra. En el caos posterior nadie supo identificar a la mano que se ocultaba tras la agresión, y todos -yo, como responsable de Seguridad, el primero- mostramos nuestro asombro ante el primario mensaje que reivindicó el atentado en nombre de una comunidad de troglodíticos indiecitos enquistados en una guarida de ratas llamada la Montaña Profunda.
– Ferrer dio un respingo: en ninguna de las múltiples cabalas sobre la relación entre Víctor Lars y sus padres había imaginado al francés relacionado con la Montaña y sus implicaciones, es decir, los indios leonitenses y Leónidas.
Se puso en pie, meditando. El techo del compartimiento del tren militar era bajo, y se golpeó la cabeza contra él. Afuera, al otro lado de la ventanilla, la noche discurría silenciosa entre los desérticos parajes que conducían a la Montaña Profunda, y la velocidad impuesta por la máquina, aunque moderada, provocaba algún movimiento de aire fresco. Eran las tres de la madrugada: faltaban dos horas para el amanecer, y a partir de ahí Leónidas podía aparecer en cualquier momento. Ferrer no disponía de mucho tiempo para concluir la lectura, sin contar con que Roberto Soas pronto daría por concluida la reunión que celebraba en el compartimiento contiguo y vendría a interrumpirle.
– Paso a verte en cuanto acabe -le había dicho una hora antes, al descender del helicóptero que les trasladó desde la fiesta del hotel hasta el cuartel donde les aguardaba, listo para partir, el tren de avituallamiento en el que ahora se encontraban-. Tengo que aclarar un par de cosas con la gente de mi equipo, cosa de media horita.
Entonces Soas, fielmente escoltado en todo momento por el capitán Rodrigo Huertas, había dejado solo a Ferrer, que una vez habituado al traqueteo del tren logró concentrarse en la lectura del manuscrito. Lo tomó de nuevo, convencido de que era mejor utilizar el margen de tranquilidad nocturna en la lectura que en la elaboración de incomprobables teorías sobre la relación entre Lars y la Montaña.
Al parecer, los indios leonitenses habían vivido durante siglos en esa inhóspita esquina del país sin molestar a nadie, y siendo molestados sólo cuando, cíclicamente, rebullían determinadas leyendas sobre el supuesto tesoro oculto en el interior de la tal Montaña. Mi llegada a Leonito había coincidido con una de esas fiebres de codicia, aunque yo, enfrascado en mi propia prosperidad, no supe hasta el día del frustrado atentado que casi me cuesta la piel que León Segundo, el hijo del triunviro José León Canchancha, se había encaprichado desde meses atrás en la búsqueda de ese tesoro mítico, provocando una serie de tropelías ecológicas y humanas que esos salvajes habían decidido vengar con su atentado fallido. Ni ellos ni los coroneles llegaron a imaginar jamás lo feliz que me hizo aquella declaración de guerra. Gracias a ella pude pasar de nuevo a la acción.
Como primera medida, reuní a un grupo de jóvenes seleccionados entre las filas del ejército regular por su talento innato para la violencia. Animados por la impunidad que les otorgué, los Pumas Negros -así los bautizó la imaginación, al fin y al cabo adolescente, de Teté, que fue nombrado su jefe honorífico- asaltaron un poblacho indígena donde cabía pensar que los indios se abastecían, degollando a sus habitantes con injusta racionalidad: ni más ni menos muertos que treinta, diez por cada una de las esculturas ecuestres descabezadas en el atentado fallido; la escalada de violencia no se hizo esperar, y pocos días después tuvo lugar la llamada Emboscada del Desfiladero del Café, que gracias a la publicación en prensa de las declaraciones del único superviviente espeluznó a la opinión pública del país y decidió a los coroneles a darme carta blanca en la represión de los insurrectos. La Emboscada del Desfiladero del Café tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.
Iba a ser un día caluroso, pero aún no había amanecido cuando
Lars se lanzaba a narrar en detalle el suceso. Ferrer, contrariado, consultó de nuevo su reloj: no podía detenerse en narraciones precisas como la anunciada del Desfiladero del Café y saltó las páginas hasta que el francés retomó el relato de su ascendente carrera en Leonito.
Como todas las guerras, y más si son civiles, ésta se emponzoñó pronto con la comisión de actos de barbarie que encontraban inmediata represalia amplificada en el campo contrario. En este tira y afloja, en el que, también como siempre, el odio progresivamente irreversible era el único vencedor, mis coroneles y yo teníamos las de ganar, dueños como éramos de la fuerza, pero ese matiz no me impidió percibir que el pueblo de Leonito simpatizaba íntimamente con los indios que habían osado enfrentarse a los expoliadores de uniforme. Sin duda contribuía a esta apreciación un hecho que no tardó en hacerse legendario: la llamada Montaña Profunda, amigo mío, parecía no existir a pesar de su monumentalidad visible desde tierra, mar y aire, pues sólo no existiendo podía darse explicación al hecho de que tras cada batida, tras cada emboscada, tras cada frustrante -por escasa en resultados- confrontación armada se desvaneciesen los indios en el aire. La causa de su sorprendente invisibilidad, claro está, sólo podía hallarse bajo tierra, en cuevas subterráneas de entrada secreta que tarde o temprano descubriríamos, pero eso no resolvía el enigma de su avituallamiento: el tupido bosque que rodeaba la Montaña no era propicio para la siembra, y el cerco militar que estrechamos alrededor de cada acceso garantizaba que no llegase a los sitiados una sola taza de arroz; sin embargo, su resistencia no se debilitaba. Antes al contrario, parecía crecer y vigorizarse, y pronto se concretó en golpes más eficaces.