Algo más de un año después del primer atentado, los indios consiguieron su objetivo: una bomba explotó en el interior del mismísimo palacio, enterrando bajo toneladas de cascotes a los presentes en el consejo de ministros rutinario; las primeras noticias hablaron de que los tres coroneles y sus hijos se hallaban entre las víctimas. Yo, que providencialmente me encontraba en el aeropuerto, camino del cercano Haití para resolver, a petición de mis jefes, cierto embrollo económico del dictador Paul Magloire, valoré de inmediato las consecuencias de la deflagración -quedaba abierto un insondable vacío de poder-, y fue la ansiedad por conocer la nueva disposición del tablero la que me afanó en asumir el mando de las brigadas de rescate, a las que pronto se sumó el joven Menéndez, ausente de la reunión fatídica a causa de un lance amoroso. El primero de los cadáveres en salir a la luz fue el del coronel José León Canchancha, el dictador menos dotado neuronalmente del trío: un orangután que, acaso consciente de sus limitaciones e inseguridades, se refugiaba en una pétrea máscara de crueldad entrenada para no sonreír jamás, objetivo que en la presente circunstancia lograba sin esfuerzo. Canchancha y yo siempre nos habíamos mirado con distante respeto, y no lamenté sumuerte; sin embargo, sí me alegró ver asomar, en trozos mínimos pero identificables, a Walter Menéndez, cuya apariencia de bobalicona bondad me había desconcertado desde el principio: mejor verlo muerto que seguir tratando de imaginar merced a qué conocimiento sobre terribles secretos de sus socios seguía tan sólidamente aferrado al poder. En cambio, suspiré de alivio al ver aparecer, escupiendo polvo y sangre y por tanto vivo, a mi querido Teté: hubiera sido incómodo no contar con él en los planes de futuro que allí mismo, entre expresiones falsas de abatimiento y rabia ante la carnicería, me di a elaborar sin dilación. Los zapadores también lograron extraer con vida al vastago de Canchancha y a Larriguera El Viejo: habían sobrevivido los tres cachorros -con uno de los cuales me unía un eterno pacto de amistad- y el anciano que más me apreciaba. Obviamente, el reparto de cartas de la Muerte me había favorecido.
Como yo, Jeannot, has sido testigo de la Historia desde distintos puntos de vista: fuimos niños felizmente indiferentes al transcurso de la Primera Guerra Mundial y hombres jóvenes arrastrados por el torrente de la Segunda, y hemos visto, desde entonces hasta nuestra lúcida vejez, operar muchos cambios en los gobiernos del mundo. Todos, los dos lo sabemos bien, con un denominador común: su condena de antemano a la caducidad, al fracaso, a la desaparición final inimaginable durante los momentos iniciales de multitudinarias euforias públicas y victoriosas banderas al viento. Yo lo sabía cuando me sumé, al día siguiente de la tragedia, a la reunión apresuradamente improvisada en el Palacio de la Presidencia de Leonito; lo sabía y, sin embargo, redacté un ardiente discurso trufado con citas de la Biblia, Pío XII y Goebbels -en este último caso, claro está, sin nombrar al autor- que el superviviente Viejo Larriguera leyó por radio con el objeto de tranquilizar al país y también de tranquilizarse a sí mismo: el magnicidio había desatado una situación que ni siquiera yo sospechaba. Fueron miles los leonitenses que, espoleados por el golpe de los indios, se lanzaron a la calle para exigir la expulsión definitiva de los coroneles. La policía se empleó a fondo para reprimir a los manifestantes, pero su violencia sólo consiguió echar más combustible a la hoguera de la rabia popular. En el palacio, el Viejo gritaba órdenes furibundas aferrado a un vaso de whisky permanentemente lleno, mientras Teté y los otros dos huérfanos, incapacitados para tomar decisiones eficaces, se multiplicaban con objeto de hacer frente a las decenas de líneas de fuego abiertas por sorpresa en los lugares más inesperados de la capital. La situación amenazaba con desbordarse… Al anochecer del cuarto día de disturbios, la imagen de un grupo de soldados cargando de dólares el avión presidencial rae trajo desasosegantes recuerdos del desastre parisino del Reich, y un mazazo depresivo me agolpó la sangre en los talones… La noche, Jeannot: de nuevo larga, triste y solitaria, de nuevo mensajera del final… Podía verme a mí mismo: casi diez años más viejo pero condenado otra vez a un incierto comienzo, a una vida en sombras, a la indignidad de una huida temerosa de volver la vista atrás… Al ritmo de tiroteos remotos, descontroladas columnas de humo se elevaban desde distintos puntos de la ciudad hacia el rojizo cielo del nuevo día. Tal vez me decidió ese color del aire, tal vez fue la esencia mágica y vertiginosa de las luces del amanecer… El hecho es que mi química se sulfuró de pronto: yo era superior a la ira, al afán de libertad y a la inteligencia de los civiles armados que avanzaban en revanchista desorden hacia el palacio. Sí, las llamas de la ciudad podían consumirlo todo, pero no a mí. Noté cómo la determinación crecía en mi interior, observé los dos objetos sobre la mesa que a lo largo de la noche habían configurado mi sesudo dilema -el maletín con la documentación de acceso a las cuentas repartidas por los bancos más discretos del mundo y el revólver cargado: empezar de nuevo o acabar de una vez-, y la idea del suicidio fue una revelación irresistible y lúcida como ninguna otra de mi vida. Amartillé el arma, abandoné el despacho, entré en la habitación donde el Viejo dormitaba a solas su borrachera, apoyé el revólver contra su sien, lo disparé, lo puse en la mano derecha del cadáver, dediqué una última mirada de control a la verosimilitud del escenario, regresé a mi asiento frente al amplio ventanal y me dispuse a esperar, impávido como el jugador que ha apostado su alma al diablo y sabe que su mirada no debe mostrar debilidad ante el envite de los rivales. Una hora después entró en mi busca Teté, pálido y excedido por la recién descubierta autoinmolación de su papá. Tal y como me había dedicado a ensayar en esos sesenta minutos eternos de meditación, puse la mano sobre su hombro, le hablé de la responsabilidad política e histórica que le correspondía aceptar, del poder que era ahora de él y de sus dos socios, y le sugerí que me diese carta blanca para resolver la crisis. Me consta que nuestra aventura neoyorquina pesaba en él cuando, bajando la vista, asintió.
Siguiendo mis órdenes, los Pumas Negros no acuchillaron, no ametrallaron y no bombardearon; se limitaron a recorrer los barrios obreros secuestrando niños elegidos al azar y depositándolos en un pequeño campo de fútbol al aire libre que, a pesar de su carácter de recinto insólito para estos menesteres, elegí por su perfecta visibilidad desde todos los puntos de la ciudad. Acatando, como buen cristiano, las enseñanzas del Nuevo Testamento en general y del episodio de Herodes en particular, ordené que los diez primeros niños fueron ahorcados de la grada más alta. Los verdugos no les ataron las manos -lo que confirió al inútil combate contra la asfixia una conveniente espectacularidad-, pero sí cubrieron con capuchas sus rostros: de esta forma, los rasgos eran irreconocibles; o, dicho de otro modo, podían ser los de cualquiera de los secuestrados. El espectro de esta lotería macabra e inmisericorde -pues en ningún momento dejaron los Pumas Negros de alimentar, como un mecanismo indiferente, las sogas mecidas al viento- recorrió con inusitada rapidez las filas de los rebeldes. A mediodía, todos los civiles armados sabían que sus hijos podían hallarse en la escalinata del patíbulo; a primera hora de la tarde, una comisión negociadora enarboló desesperada bandera blanca y suplicó una audiencia que sólo concedí dos calculadas horas después para hacerles saber que los ahorcamientos finalizarían únicamente cuando la ciudad recuperase la calma y se hubiesen entregado setecientos ochenta hombres, diez por cada uno de los soldados caídos en las refriegas. Por la noche la ternura paternal se había impuesto sobre las inconcretas reivindicaciones socializantes, y con las primeras luces del alba los rehenes infantiles fueron canjeados por los setecientos ochenta hombres y mujeres que por no haber sido más prestos en la rendición llevaban sobre sus conciencias el peso de ciento setenta niños muertos, pues la efectividad de la victoria me había recomendado no relajar el ritmo de los ahorcamientos hasta que los represaliables exigidos, y ni uno menos, se encontrasen arrodillados sobre la grava del patio ante las bocas de las ametralladoras. Apenas veinticuatro horas después del suicidio del Viejo Larriguera, la paz se había restablecido, y el silencio que flotaba sobre la ciudad me saludaba -a título íntimo y personal pero, te lo aseguro, de sobra gratificante- como incontestable ganador de la partida. El flamante triunvirato en el poder me encomendó, a la vista de mi demostrada capacidad resolutiva, la reestructuración de la seguridad del Estado; insistiendo en mis sagradas demandas de anonimato, acepté el encargo: a partir de ese instante, nadie más iba a echarme de casa. Y como primera medida, me impuse el reto de una represalia que desalentase futuras tentaciones revolucionarias.