– ¡Venga, papá! -suplicó Luis-. ¿Me vas a dejar así, a medias?
– Lo prometido es deuda. Ya te he dicho que el resto con tu madre delante, que también tiene cosas que añadir al final de la historia. Eso sí… para ponerte los dientes más largos, te puedo decir algo más… Existe una fotografía. No de lo de Sevilla, sino del desenlace. Cuando te lo contemos, verás también la foto.
Las protestas de Luis fueron inútiles. Y a pesar de que todavía hubo de esperar para ver la fotografía, aún conoció antes otro capítulo intermedio de El Enigma del Calcetín Morado.
Ocurrió inesperadamente, un día de dos o tres años después en que su padre y él estaban solos en casa y veían en los noticiarios las primeras noticias sobre el gran ciclón que asoló Leonito durante 1971. Las imágenes mostraban la visita que el presidente de la República, coronel Larriguera Hill, había efectuado a la zona siniestrada: caminaba entre los escombros con gesto grave, y a Luis no le pasó desapercibido que, cuando respondía a algún periodista, ponía las manos a la espalda para que las cámaras no captasen el gran cigarro que sostenía entre los dedos. Fue entonces cuando Aurelio dijo:
– Ese hijoputa, ahí donde lo ves, casi me mata hace veinticinco años. Él en persona, con su propia pistola.
Luis lo miró perplejo. Aurelio continuó:
– Es el presidente del actual triunvirato en el poder. Precisamente se llama así.
– ¿Se llama cómo? -preguntó Luis.
– Así: Triunviro. Tomás Triunviro Larriguera. Como su padre, pero con el Triunviro en medio.
– Venga ya…
– Te lo digo en serio. Nació en mil novecientos treinta, algún tiempo después del golpe que sentó a su padre en el poder. De hecho, aquel golpe se dio para firmar unos ventajosos acuerdos económicos con Francia o Inglaterra, no recuerdo con exactitud. El caso es que los tres coroneles, ahora ya afortunadamente muertos, decidieron celebrar el éxito de aquel acuerdo con una de sus ruidosas fiestas.
– ¿Esto es histórico o de tu cosecha? -quiso saber Luis, que conocía bien la tendencia de su padre a novelar, aunque fuese con habilidad ciertamente irresistible, la anécdota más nimia.
– Hombre, se decía cuando yo estaba allí de embajador y me lo confirmó un oficial que estuvo presente en la famosa juerga. A mitad de la borrachera se le ocurrió a uno de los tres golpistas la idea de perpetuar sus respectivos linajes a través de sus hijos, todavía pequeños. Les apeteció sentirse reyes o Bonapartes, yo qué sé, y se pusieron a aplicar sus conocimientos de historia universal y cultura en general para buscar nuevos nombres a sus cachorros. Según el oficial que te digo, José León Canchancha dudaba entre «José Ricardo Corazón de León Canchancha» y «José León II Canchancha» y al final se quedó con este último: José León Segundo. A Walter Menéndez no se le ocurrió nada mejor que rebautizar a su hijo con el nombre de Walter Magno, que a mí no sé por qué siempre me ha sonado a anuncio de bebida. En cuanto a Tomás Larriguera, quiso homenajear a su manera la amistad eterna que según él le unía a sus compinches, y por eso decidió que añadiría el Triunviro al nombre de su primer hijo: ese que tienes ahí, aparentando que le importa el terremoto; así, Triunviro se vería obligado a recordar siempre su compromiso de fidelidad con José León Segundo y con Walter Magno. Al final, no sé si llegó a bautizar así al niño, pero lo cierto es que ahí tienes su sobrenombre… En Leonito le llaman Teté. Y hasta la prensa internacional le llama así: Tomás Teté Larriguera Hill. Podría ser por sus iniciales, una sílaba por inicial. Te por Tomás y Té por Triunviro. Teté.
– ¿Y por qué quiso matarte? -exigió Luis con la mirada encendida de excitación.
– Es una larga historia de la que ya has oído hablar. Como pista -añadió maliciosamente Aurelio- te diré que tu madre tiene mucho que ver con ella.
– ¿El calcetín morado? -se entusiasmó Luis.
– El calcetín morado -concedió Aurelio; y de nuevo se concentró en el informativo del televisor, fiel a la vieja promesa de guardar silencio hasta que Cristina estuviese delante.
Aquella noche Luis fantaseó con renovados ímpetus, sumando a sus infinitas elucubraciones sobre la historia un dato insospechado y concreto: Teté Larriguera Hill, el dictador de Leonito, había estado a punto de matar a su padre. Lleno de orgullo adolescente hacia Aurelio, memorizó los rasgos del militar centroamericano que tan prolijamente difundió la televisión a propósito del terremoto, pero aquel día tampoco accedió a la legendaria fotografía que ahora, en el avión, asomaba del sobre. Lo sopesó, indeciso, y prefirió por último esperar al día siguiente para cumplir la vieja promesa hecha a sí mismo una vez: verla en el lugar donde ocurrieron realmente los hechos; un aliciente que convertía a la fotografía mil veces vista a lo largo de los años en novedosa e incluso desconocida. La había titulado precisamente El Enigma del Calcetín Morado porque enigmáticos, además de innumerables e irresolubles, habían sido para él durante mucho tiempo los desenlaces en los que podía desembocar esa historia tan importante para sus padres y, en consecuencia, para él.
La sacudida del avión al tomar tierra le erizó la piel.Quiso escuchar los latidos de su corazón y la emoción se lo impidió: después de tantos años, se hallaba otra vez en Leonito.
En el exterior, tras descender del avión y abandonar el aeropuerto con prisa, ajeno al modélico clima tropical que nada le interesaba, vio la desdibujada mancha de la capital enmarcada por las verdes montañas coronadas de nubes que se desplazaban lentamente en la lejanía. Tuvo la sensación de que arrastraban la luz diurna como un telón teatral cuyo siguiente decorado fuese la noche que ya se anunciaba.
Durante el trayecto en taxi, rememoró las continuas casualidades que, a lo largo de los años, habían ido frustrando con metódica eficacia sus deseos de viajar al país en el que había nacido. Ahora, esas decepciones acumuladas parecían cobrar sentido incluso para alguien que, como él, se negaba a creer en los destinos etéreamente trazados: éste -y no otro- era el momento del retorno al origen.