Setecientas ochenta almas, setecientos ochenta cuerpos con sus piernas y manos para aplastar y sus visceras para
Tres golpes suaves, casi tímidos, sonaron en la puerta del compartimiento.
– ¿Luis? Soy Roberto.
Ferrer cerró el manuscrito, lo depositó sobre la mesa y se levantó para abrir; a medio camino, una cautela repentina le hizo retroceder y ponerlo boca abajo para preservar el título y la portada de miradas indiscretas. Pareciéndole aún insuficiente, lo pensó mejor: vació la pequeña mochila con elementos de aseo que le había suministrado un soldado al subir al tren y, antes de abrir la puerta, ocultó en su interior el manuscrito.
Soas sonreía en el pasillo con una bandeja en las manos.
– He traído un poco de café. Hora de desayunar.
– ¿A las cuatro y pico de la madrugada?
– En el Caribe amanece sobre esta hora… ¿Ves?
Soas señaló hacia el exterior; Ferrer, siguiendo su indicación, miró a través de la ventanilla: al otro lado, la noche comenzaba a disolverse pausadamente.
– Espero que te guste solo, malo y aguado. Es lo que dan de sí la cafetera y mi habilidad.
Era una broma de puro protocolo; Soas ni siquiera sonrió al decirla y, apenas la hubo pronunciado, se sentó y adoptó un tono serio.
– Estaría bien que habláramos cinco minutos con calma, antes de tu cita con el Enemigo Público Número Uno.
– ¿Opinas eso de Leónidas?
– Es una forma de hablar. Yo, precisamente, soy uno de los que más lo han defendido. Entiéndeme, su causa y sus reivindicaciones, los derechos de los indios. No su lucha armada. No hay forma de que entiendan que les estamos ofreciendo una fortuna por largarse. Y un sitio de puta madre donde ellos quieran.
– ¿Eso es así de verdad o es propaganda?
– Te lo garantizo. Mira… Indios que vivan en la Montaña deben quedar, hablo desde que yo estoy al mando de esta empresa, desde principios del noventa, cuatrocientos, quinientos, mil como mucho. Un tercio de ellos, gente mayor. Y niños otros tantos. Por lo que yo sé, que, ojo, no lo he visto, sólo lo he oído, viven en algún poblado perdido de su famosa Montaña.
– Eso me interesa. Lo de que desaparecen.
– Leyendas. Como las que hablan de su fabuloso tesoro. ¿Las has oído?
– Todo el mundo las ha oído -dijo Ferrer mientras pensaba: «e incluso los coroneles se empeñaron en buscarlo. Y los indios les declararon la guerra por eso». Pero prefirió callárselo; los datos del manuscrito eran un comodín que prefería seguir manteniendo oculto-. ¿Qué hay de cierto en ellas? Porque se remontan a la época de los conquistadores.
– Mira, Luis, aquí el único tesoro que hay es esto -y volvió a señalar hacia el exterior: el tren atravesaba ahora una llanura de lejanos horizontes rojizos a causa del sol naciente-. Tierra, paz, clima… Yo lo llamo materia prima. Y no es propaganda. Cuando lleguemos a la Montaña y veas lo que vamos a hacer allí, me entenderás. La Leyenda de la Montaña va a ser uno de los complejos turísticos más lujosos del mundo. Pero -levantó, solemne, el dedo índice- está en nuestros estatutos respetar la Naturaleza. ¿Sabías que nuestras instalaciones van a funcionar con energía solar? Respetar la Naturaleza y el entorno humano. Pregunta en Leonito a quien quieras: todos están locos por que se inaugure, saben la cantidad de puestos de trabajo que va a generar. Este país es otro, Luis. Hay democracia. Y la democracia va a durar muchos años, en cuanto entran capitales sólidos en estos países se terminan los golpistas. Aquí vamos a montar una competencia directa para Costa Rica, ya lo verás. Todo, claro, si Leónidas se aviene a razones.
– ¿Qué alega para no querer irse?
– Eso. Que no quiere irse. Que él y sus indios están bien allí.
– Vamos a ver -Ferrer hizo una pausa para trazar un esquema mental-. Corrígeme si me equivoco… Por lo que yo sé, había una guerra de guerrillas. Hablo antes de la democracia.
– Justo, entre los coroneles y los indios. Pero se trataba, sobre todo, de una situación enquistada llena de rencor, demasiado rencor. Ten en cuenta que se hicieron muchas salvajadas por ambos bandos. Pero entonces Leónidas no era aún el jefe. Apareció hace relativamente poco, más o menos a la vez que triunfaba la revolución, puede que un poco después. Ahora bien, cuando los coroneles tuvieron que largarse y La Leyenda vio por fin la luz verde, el primer paso fue negociar con los indios. Los malos de la película ya no estaban. Llegaban nuevos tiempos para todos. Pero entonces apareció Leónidas, dispuesto a dar guerra, y nunca mejor dicho. Probablemente era un resentido con cualidades de líder. Habría perdido a los suyos y buscaba venganza, yo qué sé… Pero convenció a los indios para ponerse de su lado. Atentó contra las obras, contra los obreros… Y no te voy a ocultar que se montaron operativos para darle caza a vida o muerte. Ya con la democracia aquí. Pero no hubo forma. Has visto su último golpe, el secuestro del consejero Arias. Y la bombita en la fiesta para acojonar.
– El secuestro sí, pero su puesta en libertad también. Eso anunció hace -Ferrer consultó su reloj- casi cinco horas. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Quiere negociar o no?
Soas volvió a suspirar.
– Soy de los que quieren creer que sí. Por eso voy contigo a la Montaña. Para ver si también puedo hablar con él. Mejor voluntad por mi parte… Porque no sé si sabes que ya hay un sector del grupo financiero que quiere mandar La Leyenda a tomar por el culo.
– Ahí está: una escisión.
– Tú lo has dicho… Tienen un sitio cojonudo en Santo Domingo para montar una cosa parecida y allí no hay problemas.
– No, no… Me refiero a los indios. Una escisión entre los mismos indios -corrigió Ferrer.