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Soas le miró con atención, invitándole con su silencio a continuar-. Es la única explicación: la mitad quiere irse de la Montaña y la otra mitad no. La mitad está a favor de seguir con los atentados y la otra mitad quiere negociar. Y de ahí surgen las aparentes contradicciones.

– Una especie de mini guerra civil entre ellos… No se me había ocurrido. Puede ser. Muy posiblemente…

– Supongo que para eso quiere verme. Para contarme lo que pasa en la Montaña Profunda -«y sobre todo, lo que ha pasado ya», regresó a la mente de Ferrer la enigmática matización de Casildo Bueyes antes de morir; pensó que era el momento de referirse al periodista asesinado-. Por cierto, decía en su comunicado que deseaba hablar conmigo porque era un periodista de verdad, algo así. ¿Qué problemas ha tenido hasta ahora con los periodistas? Trató con Casildo Bueyes, ¿no?

Soas hizo un gesto despectivo.

– Eso fue una coña increíble. No era asunto mío, pero resultaba patético verle funcionar. A Bueyes, digo. No sólo porque estuviese siempre trompa, es que además era un fósil. Hizo este recorrido conmigo un par de veces, y había que ayudarle a subir y bajar del vagón. Una cosa demencial. Pero era el corresponsal oficial acreditado por el gobierno de Leonito en esta guerra. Por el gobierno de la democracia.

– Un poco raro, ¿no? Muy raro.

– Bueyes era uno de esos tíos que sobreviven a lo que les echen. Supongo que necesitaría dinero y logró el nombramiento, Comisionado para Asuntos Indios, o algo así de pomposo se llamaba. Pero era como si no existiese, todos pasábamos de él.

– Sin embargo, averiguó algo.

– ¿Ese mindundi?

«Sí. Ése. Y por eso lo asesinaron», pensó Ferrer; pero sólo preguntó:

– ¿Crees que lo mató Leónidas?

– ¿Quién si no?

Ferrer calló, meditando la abierta respuesta de Soas. Sintió la tentación de preguntarle qué significaban para él las palabras «¡¡¡Muerte al rey de España!!!», e incluso deseó mostrarle la polaroid que guardaba en el bolsillo, pero no le pareció prudente revelar que había descubierto antes que nadie el cadáver de Bueyes.

– Así que soy un personaje especial -sonrió, de pronto, Soas.

– ¿Cómo?

– Aquí lo pone -dijo señalando la página de la libreta de Ferrer encabezada con «R. Soas»-. ¿Puedo? Me apetece saber cómo has resumido mi vida.

– No he sido yo, sino mi jefa. Arranqué esta hoja de su informe. Dice que eres eso, un personaje especial.

– Especial… -repitió de buen humor Soas mientras ojeaba las notas-. Aquí dice que soy un líder nato.

– También lo dice tu secretaria. Parece admirarte…

– No es a mí -Soas retomó el semblante serio-. Es a mi empeño. Quiero que todo el mundo en Leonito mejore su nivel de vida con La Leyenda. No es a mí -repitió antes de regresar a las notas-. «Coronel del ejército del aire español en excedencia.» En realidad, no es exactamente una excedencia…

– Lo sé.

Ferrer procuró expresar en la concreción de la respuesta, y en la mirada que quiso hacer de repente grave, su pesar sincero por el fallecimiento de la esposa del otro; Soas le miró brevemente, y Ferrer supo por su mirada que lo agradecía. Y también que, a su vez, conocía y sentía las circunstancias de la muerte de Pilar. Aunque se tratase de pesar por las circunstancias falsas del inexistente suicidio, Ferrer lo agradeció de igual forma: era pesar sincero. Prolongó un instante la pausa por si Soas quería explayarse sobre sus sentimientos de viudo y, con la misma cortesía, cambió de tema al hacerse patente el silencio del otro.

– ¿Sabes quiénes son los Hombres Perro? -preguntó de pronto. Era la primera de las cuestiones relacionadas con Víctor Lars sobre las que se había propuesto sonsacar a Soas-. Por lo visto, lo sacaron todos los periódicos.

– Alucinaciones, hombre. No me jodas. Y fue en el setenta y cinco, hace casi veinte años. Los turistas, italianos eran, creyeron ver a un grupo de tíos y tías en pelotas, saltando a cuatro patas.

– ¿Creyeron ver o vieron?

– Pues sí, creyeron ver o vieron, ¿qué más da? ¡Hombres Perro…! ¡Serían «hippies» que acababan de ver Easy Rider, y estarían follando!

– Según he oído, tenían el pelo muy largo.

– ¿Y cómo lo tenían los «hippies»? -insistía Soas en bromear.-Largo hasta medio muslo -se esforzó Ferrer por mostrar la seriedad de su pregunta-. Y se asustaron al ver a los turistas.

Soas se le quedó mirando; tardó un par de segundos en contestar:

– Luis: ¿qué quieres que te diga? Procuro sacar adelante un proyecto de miles de millones. Tengo que descojonarme de esas cosas. Y procurar que se descojonen los demás. ¿Lo entiendes? Mi problema es Leónidas. Y mi problema es el retraso en las obras. Y mi problema es que la mitad de los inversores quieren largarse a Santo Domingo. Ah, y mi problema puede ser también, y digo puede porque me lo acabas de descubrir, la escisión entre los indios. Ésos son mis problemas. Y lo demás… Vale, los turistas italianos vieron a media docena de tíos desnudos a cuatro patas. De acuerdo, los vieron. De acuerdo, tenían el pelo hasta medio muslo. De acuerdo, se asustaron y salieron corriendo. ¿Y?

Extendió los brazos y enarcó las cejas, expectante; Ferrer reconoció que le resultaba simpático. Se disponía a interrogarle sobre los faros de leyenda maldita y el nombre españolizado de Victor Lars cuando un golpe seco sacudió a los dos hombres en el aire. La silla de Soas salió disparada contra la pared del vagón y Ferrer rodó por el suelo. Desconcertados, se pusieron en pie y salieron al pasillo.

El soldado de guardia se levantaba del suelo, atontado, y recomponía su aspecto. Afuera se escuchaban gritos alarmados y confusos. Soas bajó la ventana; en su mano, sin que Ferrer hubiese observado cómo ni cuándo, se había materializado una pequeña pistola negra. Se asomaron al exterior.De los vagones de la tropa descendían los soldados adoptando atropelladas posiciones defensivas. Una ráfaga de ametralladora, desde la cabeza del convoy, rasgó el aire.

– ¡Hijos de la gran puta! ¡Salgan! ¡Bajen a dar la cara! ¡Hijos de puta!

El eco, indiferente, devolvió primero los disparos y luego los gritos.

– Es Huertas -masculló Soas hacia Ferrer; saltó del vagón y corrió hacia la cabeza del tren. Ferrer regresó al compartimiento, se ciñó a la espalda la mochila con el manuscrito y salió detrás de Soas.

Por su condición de único civil, se sintió desplazado en medio del movimiento generalizado que le pareció un espectáculo esencialmente ilógico: histeria humana transgrediendo, sin causa racional a la vista, el impresionante paraje natural cuyas paredes de piedra le hicieron pensar en una calle insólitamente estrecha festoneada de altísimos edificios: igual de opresiva resultaba la serena belleza, iluminada por el sol del nuevo día, del desfiladero en cuyo corazón se había detenido el tren.

Sonó otra ráfaga de ametralladora: Huertas, ahora Ferrer sí pudo verlo junto a la cabeza del tren, disparaba en dirección a los riscos.

– ¡Hijos de puta! ¡Bajen si tienen huevos!

Soas -de pronto seco, efectivo y predispuesto a la violencia; Ferrer se preguntó cuándo fingía: ¿ahora o a lo largo de la civilizada charla del tren?- llegó en ese momento junto al iracundo militar y le arrebató la ametralladora como quien quita el juguete a un tonto o a un niño. Ferrer se acercó demasiado tarde para escuchar las palabras con las que Soas había logrado sedar a Huertas, que ahora mascullaba para sí.-No tienen huevos de bajar. Creen que pueden hacerlo otra vez… Creen que pueden hacerlo otra vez…

– ¿Qué ocurre? -preguntó Ferrer a Soas en voz baja; la crisis de Huertas recomendaba hablar con cautela para no reavivar la locura del militar, y Soas apartó unos pasos a Ferrer.

– Son fantasmas, sólo fantasmas. Ya ha pasado… -dijo enigmáticamente, sin apartar la vista de Huertas. Luego se volvió y caminó hacia la máquina del tren, donde un grupo de soldados examinaba con perceptible pánico lo que había obligado al tren a detenerse. Ferrer le siguió de nuevo, con una pregunta en la boca: