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– ¿Qué clase de fantas…?

Se paró en seco, espeluznado.

Unas pocas horas antes, al descubrir el cadáver de Casildo Bueyes, había pensado que nada podría resultarle más terrorífico que la expresión de sufrimiento e impotencia del viejo periodista; ahora supo que estaba equivocado. Dio dos pasos más; los soldados, al ver que avanzaba junto a Soas, se apartaban sin tratar de impedirle el paso. Ferrer sacudió la cabeza para ahuyentar el zumbido que le vibraba en las sienes, pero el sonido, exterior a él, provenía del torbellino de moscas que se cebaba sobre la carne informe cuya visión precisa desdibujaba el propio enjambre.

Delante de la máquina, dos troncos cruzados en aspa y clavados en tierra, erguidos, a los lados externos de los raíles, taponaban la vía. Clavado de pies y manos a los cuatro extremos de la improvisada cruz y dislocado por el rictus de la muerte, colgaba el cuerpo desnudo de un hombre. Estaba completamente despellejado. Excepto de cuello para arriba: los verdugos habían respetado la cara para que pudiese ser identificado sin asomo de duda; y en efecto, Ferrer lo reconoció de inmediato.

– El consejero Arias -dijo en voz baja, tratando de convencerse a sí mismo de que el guiñapo humano que tenía frente a sí era el ejecutivo que sólo unas horas antes había leído por televisión el mensaje de Leónidas. Arias tenía los ojos muy abiertos, fijos en un punto más allá de cualquier posibilidad de ubicación, y Ferrer, durante unos segundos, fue incapaz de apartar su mirada del obsceno contraste entre la carne sanguinolenta expuesta al aire y el rostro fofito satánicamente respetado al que la permanencia casual de dos detalles cotidianos -la barba incipiente, de un par de días sin rasurar, y el peinado en el que aún podía distinguirse la raya lateral- hacían más pavoroso.

– Parece que tenías razón -le dijo Soas; Ferrer lo miró sin comprender-. Hay dos bandos entre los indios: el que leyó ayer el mensaje y el que ha hecho esto.

– Sí -dijo Huertas sumándose a ellos; frío y tenso, parecía nuevamente dueño de sus actos-. Y es el segundo de ellos el que nos ha metido en esta trampa.

Pegada a sus palabras, una explosión en la cola del convoy sacudió la tierra con violencia de terremoto. La ilusión sísmica se expandió durante unas décimas de segundo y remitió hasta transformarse en una gigantesca nube de humo, polvo y calor que barrió el suelo y cubrió a los presentes sin excluir el cuerpo de Arias. Huertas y Soas corrieron hacia la cola seguidos de los soldados; Ferrer, tras unos instantes de duda, fue tras ellos para no quedarse a solas con el crucificado, al que dedicó una última mirada de sobrecogida conmiseración. Fue en ese instante cuando, sin que él fuera consciente aún, captó en el rostro del cadáver el elementó discordante, ilógico, anormaclass="underline" la semilla de la mentira.

Al disiparse por completo el polvo de la explosión, apareció el amasijo de raíles arrancados literalmente del suelo. Ferrer tragó saliva -el camino de regreso estaba cerrado- y miró a los profesionales que podían hacer frente a la situación: Huertas, Soas y los soldados escrutaban las paredes de piedra entre las que ahora se hallaba encajonado el tren; ningún movimiento delataba la presencia de los agresores ocultos, pero todos podían sentir que se encontraban ahí, acechando en silencio.

– Cabo -susurró Huertas en voz muy baja, como si temiera alterar la virginidad muda del paisaje; el cabo, cauteloso y asustado, se aproximó a él sin poder apartar la mirada de la inquietante paz de los riscos-. Escolte al personal civil hasta su vagón.

Ferrer, que no captó la referencia específica a él, permaneció quieto.

– ¿No me oyeron? Los civiles fuera -repitió, otra vez entre dientes, Huertas mientras desbloqueaba muy despacio el cierre de su pistolera. Soas, a pesar de su condición de militar, optó por dejar la iniciativa al oficial leonitense; indicó a Ferrer que le siguiera y ambos comenzaron a retroceder hacia la cabeza del tren. No se habían apartado más que unos metros del grupo de hombres uniformados cuando empezó otro terremoto infernal.

La tierra y la madera del tren comenzaron a escupir esquirlas de sí mismas al ritmo fragoroso de las ametralladoras ocultas que disparaban desde los riscos. Ferrer se encontró de pronto en el suelo, tragando polvo seco. Alguien lo había empujado y tiraba ahora de él, y pensó que se trataba del propio sonido de las balas, inexplicablemente materializado en irresistible fuerza succíonadora. Un segundo después se hallaba bajo el tren, sobre la vía, a resguardo del fuego. En la estrechez del refugio, Soas se abrazaba a su cuerpo con la fuerza del más desesperado amante; Ferrer supo que era él quien lo había arrastrado hasta lugar seguro; por tanto, también quien le había salvado la vida. Permaneció todo lo quieto que pudo, repitiéndose que las balas que se incrustaban en la tierra al alcance de su propia mano no eran capaces de atravesar la estructura metálica que le cubría. Enterró la cara en tierra y se cubrió la cabeza con los brazos, en un gesto instintivo que no pretendía protegerle sino acallar el insoportable ruido de los disparos. Apenas cuarenta y ocho horas antes, había aterrizado en Leonito procedente de Barajas, el aeropuerto de Madrid, la capital de España, la seguridad de Europa… No podía creer que se encontraba realmente en una situación que había visto innumerables veces en el cine, rodeado por los indios en un paraje de western. No, no podía ser, se estaba repitiendo cuando le asaltó el recuerdo de la carne realmente desollada de Arias. Sintió un escalofrío denso e interminable, y tardó unos segundos en comprender que el sonido que se imponía sobre el tiroteo era el grito que salía de su propia garganta.

– Luis… Luis…

Cuando le faltó el aire, inspiró con todas sus fuerzas y siguió gritando.

– Luis… Luis… ¡Coño, Luis!

Soas lo zarandeaba con violencia.

– ¡Calla ya, hostia!

Ferrer, sobre todo por vergüenza, se empeñó en recuperar el control de sí mismo y lo logró; guardó silenció y miró a su alrededor: las ametralladoras habían dejado de disparar. Todo era silencio, aunque el calor de la tierra acribillada y humeante parecía tener sonido propio. Más tranquilo, miró de nuevo a Soas, que parecía, como siempre, dueño de la situación.

– Joder, casi me dejas sordo… -dijo, ciertamente irritado-. ¿Estás mejor?

Ferrer asintió pero, al moverse, se sintió mojado; pensó con súbito pudor que se había orinado encima, aunque la humedad se repartía uniformemente por toda su ropa, a lo largo del cuerpo: sudor, el suyo y el de Soas, lo notó cuando el otro se separó unos milímetros de él.

– Voy a salir -dijo.

– ¿Estás loco? -Ferrer lo agarró del brazo; le aterraba irracionalmente la idea de quedarse solo-. Es mejor esperar, Huertas llamará por radio y vendrán a recogernos. En el helicóptero de antes…

– No -dijo Soas-. Desde las paredes que nos rodean, un helicóptero queda a tiro al descender y también al elevarse para salir. Un francotirador, uno solo, puede derribarlo.

– ¿Un francotirador? -repitió Ferrer tratando de recuperar el aplomo-. ¿Así, tan fácil? Venga, es imposible. Hablamos de un helicóptero, un helicóptero militar. Tiene…

– Ya ocurrió.

– ¿Ocurrió?

– Hace tres meses, cuando se intentaba acabar con Leónidas por las malas. Hizo exactamente la misma jugada que hoy, atrapó al tren de obreros que subía hacia la Montaña, lo sitió y esperó. Cuando los helicópteros vinieron en su ayuda derribó a uno.

Ferrer repasó mentalmente toda la documentación que había estudiado sobre las últimas escaramuzas con Leónidas: en ninguna se hablaba de trenes emboscados ni de helicópteros derribados.

– No se dijo nada de eso.