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– Es feo que una pandilla de desarrapados se descojonen del ejército -respondió Soas, y no pudo evitar sonreír ante la expresión escandalizada de Ferrer, que adquiría matices de comicidad en las presentes circunstancias-. Coño, Luis, que eres periodista. Dime alguna guerra en la que se cuente toda la verdad… Y tampoco fue tan grave; en términos estrictamente militares, me refiero: se perdió el helicóptero con su dotación, pero los obreros pasaron. Leónidas -matizó- los dejó pasar. Sólo los necesitaba para atraer a su presa. Por eso esta vez no vendrá ningún helicóptero. Sería caer dos veces en la misma trampa.

– ¿Sería? ¡Ya habéis caído! ¿O esto no es caer? ¿Me puedes explicar por qué hemos cogido este camino, si sabíais eso?

– Eh, eh, eh… -atajó Soas-. Te recuerdo que viste por televisión, igual que yo, el mensaje de Leónidas. Parecía sincero, y hasta era lógico. No había por qué temer que nos engañase. O, más exactamente, nadie había pensado en la explicación que se te ha ocurrido hace un rato, la escisión entre los indios. Está claro: el sector negociador mandó el mensaje televisado… y el sector guerrero ha hecho esto.

– Pero si sabe que no vendrán más helicópteros -razonó Ferrer, más relajado-, ¿para qué engañarnos? ¿Qué hay en este tren que pueda interesarles? ¿Llevamos armas o…?

– No. Es un tren rutinario de suministros de material de construcción. Lleva una escolta de veinte hombres medianamente armados, muy poca cosa…

– ¿Entonces?

– Parece claro. Le interesas tú.

– ¿Yo? Pero si ya me tenía… Vengo para hablar con él, para escuchar lo que tiene que decir. Vengo voluntariamente, ¿qué sentido tiene secuestrarme?

– Vienes para hablar con Leónidas, si aceptamos que Leónidas es el sector negociador. Pero esto lo ha hecho el otro sector, sea quien sea quien lo manda. Y sin duda, te quiere para otra cosa.

– ¿Para qué otra cosa? -a la mente de Ferrer regresó de golpe la imagen de Arias desollado.

Soas lo miró sin decir nada; un silencio de elocuencia inquietante.

– Voy a salir -dijo por fin; y comenzó a deslizarse hacia afuera-. Por este lado no han disparado, me he fijado durante el tiroteo; sólo están apostados en una de las paredes. Al menos de momento. Tal vez no son tantos… Veré qué dice Huertas.

– Eh, Roberto…

– ¿Sí?

– ¿Es de fiar? Huertas… ¿Qué le pasó antes? ¿A qué fantasmas te referías?

– Es una vieja historia, muy famosa en Leonito. Pero no sé si es muy conveniente que la sepas en las circunstancias presentes.

– Te aseguro que sí -atajó Ferrer.

Soas lo meditó un instante y se acercó de nuevo a él.

– El padre de Huertas, militar también, murió en una emboscada parecida a ésta, hace muchos años. Los indios emboscaron un tren lleno de soldados y los mataron a todos. Bueno, primero los capturaron vivos y luego los torturaron durante días. Fue horrible. Los desollaron, los quemaron vivos… Clavaron los cuerpos a las paredes externas del tren y soltaron los frenos. El tren se deslizó por la vía cuesta abajo, hacia la capital, aterrorizando a su paso ciudades y pueblos, hasta que pudo ser detenido. Hubo un solo superviviente, que contó los detalles espeluznantes, por si no estaban lo suficientemente claros. El padre de Huertas era uno de los oficiales que murió. Huertas era entonces un niño, y vio a su padre abierto en canal, con las tripas clavadas a la cara. Se hizo militar por despecho, supongo. Por odio.

– Vale. ¿Pero por qué ese ataque de histeria?

Ahora sí se deslizó Soas al exterior.

– Todo ocurrió exactamente aquí, en este lugar. El Desfiladero del Café.

Ferrer sintió un frío repentino.

– La Emboscada del Desfiladero del Café… -dijo en voz baja.

– Eso es, en el año cincuenta y dos. ¿Ves como hasta tú has oído hablar de ella? Espérame aquí. Y toma.

Soas colocó su pistola junto a la mano de Ferrer y se alejó.

Durante unos segundos, Ferrer fue incapaz de moverse. Luego buscó a tientas la mochila y extrajo de ella el manuscrito de Laventier. A pesar de la incómoda postura, con la estructura del tren sobre él, a diez centímetros de su nuca, y de la presión asfixiante del calor del sol en el aire, buscó apresuradamente el punto donde Víctor Lars se había detenido a narrar la Emboscada del Desfiladero del Café.

tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.

Iba a ser un día caluroso, pero aún no había amanecido cuando el tren se vio obligado a detenerse ante el señuelo de inspiración dantesca que obstaculizaba el paso: despellejado y atado en aspa, el cuerpo de un militar cualquiera capturado días antes reclamaba la estremecida atención de sus compañeros de armas. Apenas los soldados se apearon, un alud de piedras bloqueó la vía a su espalda, y una tormenta de fuego y plomo procedente de las paredes del cañón les obligó a ocultarse tras las rocas, en el interior de los vagones o bajo la estructura del tren. Desplegada la trampa, volvió la tranquilidad. Durante horas, los soldados ocultos sufrieron la incertidumbre y la sed.

Bajo la estructura metálica, Ferrer comenzó también a experimentarlas; sobre todo incertidumbre: la exactitud milimétrica de la trampa del pasado con la que él estaba viviendo le abocó a la angustiosa sensación de ser, por encima de la racionalidad que reclamaban las coordenadas temporales, un pasajero del tren de 1952. Y sólo una conclusión lógica procuraba algún alivio al desasosiego: tenía que haber una razón que explicase el perverso paralelismo. Y a la fuerza debía encontrarse en las palabras de Lars.

Cuando algún soldado incauto osaba abandonar su escondrijo encomendándose al engañoso silencio, caía abatido por un disparo puntual, y la serenidad del paisaje era cada poco rasgada por el vuelo de fardos de paja; lanzados ardiendo desde las rocas sobre las inmediaciones del tren, venían a elevar unos grados cruciales el de por sí asfixiante calor. La desesperación desplegaba sin prisa sus alas, aunque una patrulla que logró romper el cerco abriéndose paso a tiros alentó durante unas horas la esperanza de un pronto auxilio. Fatal error: los fugitivos fueron capturados vivos y pronto los gritos del suplicio matizaron, espeluznantes e interminables, el miedo y la sed abrasadora de los sitiados, que se rindieron al alba del siguiente día. Los indios comenzaron entonces su orgía de visceras abiertas en canal, pieles desolladas y antorchas aplicadas a la carne desnuda. Muertos o aún agonizantes, los cuerpos atormentados de los soldados fueron claveteados al maderamen exterior del tren, que con los frenos desbloqueados inició una frenética carrera cuesta abajo: la locomotora, que se diría viva o gobernada por el fantasmagórico protagonista de algún relato gótico, sorteó milagrosamente todo peligro de descarrilamiento antes de ser por fin detenida a las afueras de la capital. Para entonces, había atravesado pueblos y ciudades con su catálogo del infierno a cuestas: los leonitenses -hombres y mujeres, viejos y niños- que se asomaron

Sonó un disparo, solitario como los descritos por Lars en su recreación de la emboscada. El eco lo repitió a lo largo del Desfiladero mientras se levantaba en el aire un caótico rumor de voces acaloradas; Ferrer, inmóvil y sin respirar, las identificó como pertenecientes a los soldados, que al parecer realizaban algún tipo de actividad en la cabeza del convoy. Sin duda, dedujo con alivio, apartaban el cadáver de Arias para dejar el paso libre.

De inmediato sonó otro disparo: su eco rebotó en las rocas varias veces antes de ser engullido por el silencio. Ferrer se esforzó por oír cualquier sonido que le permitiera suponer que el desbloqueo de la vía continuaba, pero no lo consiguió.

los leonitenses -hombres y mujeres, viejos y niños- que se asomaron al paso del tren fueron testigos de la crueldad de los indios de la Montaña Profunda, cuyo salvajismo agigantaría la rumorología popular a partir de las declaraciones, machaconamente reiteradas por la prensa, del único soldado superviviente. Sí, Jeannot, desde aquel día de 1952 toda iniciativa contra los indios, por brutal que pareciese, encontró eco en la simpatía ciudadana. Si estás maliciando que mi aportación al asunto pudo ser más activa de lo que aparenta a simple vista, te adelanto que no vas descaminado. Porque, ¿cómo si no podría haberte expuesto determinados detalles de la Emboscada? ¿Cómo sabría que detuvo el tren un aspa clavada en tierra y no, por ejemplo, el desmantelamiento de los raíles? ¿Cómo que la muerte del infeliz sujeto a la madera fue por desollamiento y no por estrangulación o degüello? ¿Cómo que los soldados se rindieron al alba o que los intentos de fuga eran abortados por francotiradores precisos? ¿Es que acaso el balbuceo del superviviente precisó detalles como el de los fardos de paja ardiendo o la hora en que se inició el asalto? No, amigo mío: la Emboscada del Desfiladero del Café ocurrió realmente, pero no fueron los indios quienes la concibieron y dirigieron, sino yo, que ordené a los Pumas Negros ejecutar la celada, sitiar y torturar a los cautivos -realmente, claro está: no había otra forma de lograr la pretendida sensación de verosimilitud – y fijar los cuerpos al tren, que si se deslizó sin incidentes no fue por designio diabólico o divino, sino por la atenta conducción de un maquinista oculto en el que los espectadores del tremendo espectáculo itinerante, espantados, no repararon. ¿Plan atrevido? Tal vez, pero la calidad de la puesta en escena convirtió a los indios en odiados enemigos públicos, y yo tuve manos libres para actuar en su contra. Entiéndeme: no es que careciera de ellas antes de mi pequeña farsa; pero digamos que gracias a esta pantomima logré encauzar el aparato de represión de los coroneles hacia unas esencias de sutileza insólitas hasta la fecha. La Emboscada del Desfiladero del Café inauguró una serie de dramas sanguinarios cuya orquestación, batutada por mí desde la sombra, predispuso a la opinión popular a favor de toda acción armada que se iniciase contra la Montaña y sus criminales habitantes, que por su parte, y al carecer de medios de comunicación proclives a su causa y defensa, sólo podían limitarse a desfogar su rabia perpetrando algún atentado esporádico.