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Setecientas ochenta almas, setecientos ochenta cuerpos con sus piernas y manos para aplastar y sus visceras para destripar, con sus miembros para retorcer y sus mentes -y sus memorias, sus conocimientos, su información- para exprimir: el hecho de que un bendito atentado me hubiese aupado a la posición que repentinamente disfrutaba no era contradictorio con mi empeño de conocer al traidor que había franqueado la entrada de palacio a los terroristas, quienes sin duda intentarían a la menor oportunidad concluir su trabajo. Hasta entonces, yo había torturado a individuos aislados o amontonados en grupúsculos de a lo sumo cinco o seis. Ahora, los casi ocho centenares de prisioneros me produjeron un vértigo desconocido pero sorprendentemente similar a la excitación de saber que una mujer te aguarda, sumisa, en el dormitorio cuya llave sólo tú posees. Una vez desnudados los presos -desgarrando sin miramientos las ropas de los hombres, obligando a las mujeres a despojarse de las prendas ante las miradas hambrientas y socarronas de mis verdugos-, los Pumas embutieron sus bocas con bolas de trapos y taponaron sus ojos con vendas empapadas en líquido inflamable, detalle que los mantuvo en tensión permanente cuando fueron colgados por las manos desde alturas individualmente calculadas para que sólo las plantas de los pies pudiesen, y eso tras un esfuerzo sobrehumano, apoyarse en el suelo sembrado de cristales rotos. Mentes aisladas, Jeannot, cuerpos incapaces de concentrarse en otra cosa que no fuese su propio sufrimiento… voluntades sometidas -o a punto de hacerlo- que dejé a su suerte durante cinco días devastadores: puedo asegurarte que existe un momento en que el reo desea, más que cualquier otra cosa sobre la tierra, que su tortura concreta comience. Nada es más aterrador para un ser humano que la percepción, segundo a segundo, de una interminable Nada metafísica alimentada para colmo por el capricho -que la víctima sabe risueño, infinito… juguetón- de otros seres humanos. Al amanecer de este sexto día les concedí ese alivio: ordené a mis hombres encender los sopletes y me acomodé para estudiar la silenciosa orgía de cuerpos amordazados retorciéndose por las caricias del fuego. Curtidos en la vejación de mujeres y el apaleamiento de hombres, a los Pumas les desconcertaba la rigurosa prohibición de aplicar quemaduras mortales, e incluso los más impulsivos, ignorantes de que la tortura es, como la relojería o la buena mesa, un acto de precisión creativa, protestaron e incluso amagaron una insubordinación cuando les ordené abandonar los cuerpos quemados a otros cinco días de reposo atroz. Cuando éstos transcurrieron, entré a solas en mi jardín de estalactitas humanas: ciegos y mudos pero no sordos -los amordazadores habían puesto buen cuidado en dejar libre ese sentido-, los cuerpos se tensaban patéticamente ante los sonidos reposados que revelaban mi desplazamiento entre ellos. Sabiéndome el dueño absoluto de aquel silencio que sólo rasgaba el murmullo húmedo de aisladas incontinencias intestinales, elegí sin prisa el cuerpo espigado de un adolescente y, plantado ante él, comencé a desanudar la venda de sus ojos; el roce de mis dedos desató en el preso una convulsión de aterrorizadas coces al aire, y hube de esperar a que el agotamiento se impusiera sobre el miedo para concluir mi tarea. Mi corazón, también desbocado, latía cuando la venda cayó. Siempre recordaré la mirada de aquel joven. Pero no por el terror que supuraba -y que era la evidencia más clara del éxito de mi tratamiento-, sino por el salto en el tiempo que me regaló: mágicamente, volví a aquella primera noche de París en que, a solas, escruté el rostro de mi primer torturado, buscando la chispa que me permitiese ofrecer a los nazis «algo diferente», un avance significativo en el terreno donde me proponía descollar. Desoyendo todo instinto cauteloso, solté los brazos del joven leonitense, que cayó a mis pies como un fardo indefenso y lloriqueante, sumiso sin remisión: aunque sus brazos estaban dislocados, la causa que lo inmovilizaba e impedía reaccionar, atacarme acaso, era el pánico en estado puro. Aquel ser -llamarlo hombre sería generosidad o ceguera- era un cadáver que respiraba, un imposibilitado para cualquier cosa que no fuese la sumisión expectante, la demostración viva de mi victoria sobre él a través del sufrimiento. Y como en su momento el resistente parisino, aquel despojo chamuscado me mostró un camino.

Esa misma tarde, un furgón sin matrícula lo arrojó ante la puerta del hogar familiar, en un humilde inmueble del sector más desfavorecido de la capital. Desde otro coche, observé en sus padres la indefinible mezcla de júbilo por el regreso y horror por los detalles de ese regreso, la rabia impotente de sus hermanos, el silencio obstinado y aparentemente irreversible de la indiecita que imaginé su novia… el bullicio de visitantes que enseguida comenzó a desfilar por el portaclass="underline" compañeros de armas de la fallida aventura revolucionaria que llegaban a la casa circunspectos y altivos y salían de ella desencajados ante el poder que había convertido al entusiasta camarada en un muerto vivo. Pretendía que el castigo infernal aplicado al joven recorriese la ciudad y el país entero de boca en boca, como un reguero de pólvora que agigantase hasta ilimitadas dimensiones apocalípticas la leyenda de mi revancha: el plan preveía mantener vivos a mis rehenes -espantosamente vivos, para ser precisos- e ir liberándolos con cuentagotas a fin de avivar las brasas del horror popular, de aumentar la incertidumbre sobre el paradero de los seres queridos en una ciudadanía acostumbrada, hasta entonces, a la represión animalesca, carente de tapujos y sutilezas, sin duda brutal y posiblemente efectiva, pero carente de los matices de terror metafísico que yo introducía: los setecientos ochenta desaparecidos, lejos de haber sido fusilados tras su detención -lejos de estar beatíficamente muertos-, vivían sumidos en una pesadilla azuzada por diablos sin rostro que no tenían otra ocupación que la de extraer nuevos, inimaginables e infinitos sufrimientos a sus cuerpos y almas. Por siempre y para siempre: aprended que el infierno, queridos y queridas, no es un cuento de la Biblia. Existe y te mira en este instante, meditando si le gustas lo suficiente para invitarte a pasar un fin de semana en su mansión. Me proponía ampliar mi laboratorio del castillo parisino a las dimensiones de un país entero, y ensimismado en esa traslación a la realidad del antiguo sueño no consideré los recovecos del factor humano, que me traicionó esta vez desde mis propias filas: los impacientes Pumas Negros, hartos de medias tintas y ansiosos de carne y sangre, aprovecharon que algún asunto me reclamó fuera de la ciudad para entregarse a una orgía de muerte que se saldó con la dilapidación gratuita e irresponsable de mis rehenes. A mi regreso, los vi alineados sobre el patio, muertos, expuestos para que sus familiares pudieran reconocer los cadáveres y recuperarlos, liberados de mi plan. Mis jefes, los tres flamantes coroneles, no encontraron escandalosa la ración de brutalidad, que tan bien encajaba con sus instintos, y hube de reprimir cualquier protesta. Pero aquella experiencia me obsesionó: si los Pumas habían osado desobedecerme apenas les di la espalda, ¿qué les impediría, crecidos como estaban por la impunidad de su acto, permitirse nuevos desmanes? No, mi seguridad -sagrada por encima de cualquier otro concepto – no podía estar en manos de un puñado de carniceros caprichosos. Necesitaba crear una guardia de corps a mi medida, un cuerpo de élite vacunado contra la tentación de iniciativas propias, perros de la guerra desencadenables sólo por el chasquido de mis dedos… Y la revelación tuvo lugar un amanecer en que paseaba por mi solitaria playa privada. A lo lejos, arrodillada junto a la orilla, distinguí la figura de una niña, posiblemente hija de alguno de los sirvientes. Me aproximé con cautela innecesaria: la atención de la pequeña estaba absorta en algo que se movía sobre la arena y no se inmutó por la irrupción de mi sombra. Volvió su rostro sin mirarme, lo justo para que la viese apoyar el dedo índice sobre los labios en demanda de silencio, y regresó a su tarea. Aproximándome un poco más, me acuclillé a su lado: frente a ella aleteaba dolorosamente un pescado herido al que la marea parecía haber arrojado a la playa. Con sumo cuidado, la niña le echaba agua sobre el lomo sanguinolento sirviéndose de un cuenco improvisado con las palmas de sus manitas unidas, y la imagen habría tenido todo ese almíbar de las postales pintadas por colectivos de huerfanitos inválidos de no ser porque el animal era un tiburón de longitud respetable y expresión espeluznante. Y, sobre todo, porque la pequeña no mojaba sus branquias para aliviar su agonía, sino para prolongarla: así lo revelaban su mirada hechizada y la resolución con que, cada vez que su víctima amenazaba con rendirse a la muerte, introducía una mano en la herida para convulsionar su sufrimiento. La escena se prolongó durante más de dos horas, durante las que mi mente flotó en una extraña serenidad convocada por aquella niñita que irradiaba pureza: nada ensuciaba la nitidez de su maldad vocacional. Ella me dio la idea: manipular -criar- niños desde la más tierna infancia para que, al llegar a la juventud, sus cuerpos y mentes fuesen autómatas incapaces de concebir otro objetivo que el de obedecer -hasta la muerte si ello fuese necesario- al amo que les había dado la vida y el fanatismo. El plan, ciertamente, tenía en contra su imprescindible extensión temporal, que preferí considerar una ventaja en vez de un impedimento: mis pretorianos particulares estarían listos cuando mi vejez comenzase a anunciarse. No antes, de acuerdo; pero tampoco después: y en medio estaría el excitante recorrido por una nueva forma de conocimiento.