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Tras descartar para la tarea a los recién nacidos, cuyo proximidad tanto denigra, decidí buscar un niño -uno solo para empezar: el primero de un experimento cuyas dimensiones y consecuencias no podía entonces ni remotamente imaginar- de dos o tres años, un espíritu todavía moldeable que hubiera superado sin embargo la edad ignominiosa.

Y lo encontré a las afueras de la ciudad, en un orfanato

Ferrer se quedó paralizado sobre la palabra; tuvo que empujarse a seguir leyendo.

regido por un imbécil idóneamente bondadoso: se mostró conmovido por mi deseo de conceder una oportunidad en la vida a alguno de sus pupilos, que mi teórica generosidad elegió entre el amplio muestrario de caritas expectantes una mañana de diciembre de 1955.

Ferrer se puso en pie y dio dos pasos hasta la silla donde reposaba la americana. Sacó del bolsillo interior el sobre, extrajo la segunda de las fotografías que había traído consigo desde Madrid y volvió a sentarse frente al manuscrito. Era una vieja imagen virada al sepia y con las aristas de su formato rectangular desdibujadas por el paso del tiempo. Mostraba, alineados por estaturas en dos filas, a dieciocho niños de entre dos y doce años que posaban con disciplinada paciencia ante la cámara, vestidos con burdas batas grises bajo las que asomaban las esqueléticas pantorrillas desnudas; además del vestuario, a todos los igualaba el rapado de pelo y cierta sombra de temor o perplejidad en la mirada. En el espacio de cielo grisáceo situado sobre las cabezas de los más altos alguien había escrito una inscripción con letra torpe obstinada en aparentar elegancia o solemnidad: «25 de diciembre de 1955, Navidad, Orfanato Leonito». Concentró su mirada en el ángulo inferior de la imagen: dos niños pequeños -exactamente, de tres años-, acuclillados uno junto al otro, muy juntos. Dos niños idénticos: él y su hermano gemelo. La misma mano que trazó las cuidadosas letras de la inscripción había dibujado alrededor de ellos una línea circular que los diferenciaba de los demás huérfanos. Según le habían contado después a Ferrer -él era demasiado joven para recordarlo-, Panizo, el entregado médico y maestro encargado del hospicio -«el imbécil idóneamente bondadoso»-, había preparado dos copias iguales de la fotografía para los niños, que en ese momento se preparaban para reunirse con sus respectivos padres adoptivos: Aurelio y Cristina Ferrer en su caso.

Y Victor Lars -lo sabía ahora- en el de su hermano.

La primera visita a la carnada de huérfanos y bastardos desestimados por sus progenitores biológicos me deparó una adversidad iniciaclass="underline" coincidía que la mayoría de los internos eran ya unos mozalbetes, y sólo había dos niños que rondasen la edad -alrededor de tres años- que me interesaba; sin embargo, el revés ocultaba una cara positiva: ambos eran gemelos. Y además estaban particularmente unidos: un inesperado obsequio para mis intenciones, sobre todo cuando supe que uno de ellos había sido adjudicado en adopción a un matrimonio español y estaba a punto de salir hacia Madrid. De inmediato comuniqué a Panizo -así se llamaba el estúpido director del centro que, creyéndome un misterioso mecenas, me nutriría de huérfanos durante años- que me quedaba con el otro. Pensando siempre en lo mejor para sus pupilos, él había pensado enviar a España al más desvalido de los chiquillos, y hube de convencerle de lo contrario: mi plan necesitaba precisamente a ése, el más moldeable.

Me lo llevé una mañana de enero de 1956. Tras despedirse de su hermano -ninguno de los dos era consciente de hallarse ante un adiós definitivo, lo que por fortuna impidió que la separación degenerase en una eclosión de abrazos o lloros-, se acomodó a mi lado en la parte trasera del coche oficial, aparentemente resignado a mi compañía, pero apenas atravesamos la verja que delimitaba el orfanato se pegó al cristal posterior y, ahora sí al borde de las lágrimas, comenzó a gritar el nombre de su hermano, que observaba quieto y callado, con los ojos muy abiertos, cómo nuestro coche se alejaba. El histérico arranque lacrimoso fue espectacular, y estuve tentado -me contuvo saber que mi orgullo se hubiera resentido indefinidamente ante tal derrota- de dar la vuelta, dejar en tierra al llorón y llevarme al silencioso. Sentí también el impulso de abofetearle, pero no parecía un principio adecuado para ganar la confianza del niño, y opté por recurrir al sentimentalismo seductor, mezcla de verdad y mentira, que tan bien sé impostar: la promesa de que pronto volvería a ver a su hermano -afirmación falsa- porque yo conocía su destino en Madrid -afirmación verdadera- logró transformar sus chillidos en hipidos entrecortados, y éstos en lagrimones callados que acabaron por agotarle y rendirle al sueño.

Cuando despertase, el orfanato estaría ya muy lejos.

Una explosión muy cercana arrojó a Ferrer de nuevo a la realidad.

– Luis, deprisa. Nos largamos.

La voz le hizo volverse hacia la puerta. Soas, en el umbral, le apremiaba.

Ferrer asintió mecánicamente, pero le llevó unas décimas de segundo ubicarse de nuevo en el compartimiento a oscuras del tren atrapado; la despedida de la mañana de 1956 revivida desde el ángulo de Lars le había sobrecogido: aquel día él vio a su hermano subir de buen grado al coche negro, y siempre había pensado -sin duda porque siempre había querido pensarlo así-que el recorrido hacia su nueva vida había sido tan placentero e ilusionado, a pesar de las lógicas inquietudes, como el vuelo del propio Ferrer a España unos días después. El conocimiento de la desgarrada llantina de su hermano era un impacto que le acertaba en el centro del corazón treinta y seis años después de haber sucedido, aunque con menor fuerza que el hecho de saber que era él quien, por dos veces -la decisión inicial de Panizo, el impulso de Lars de volver atrás para canjear al recién adoptado-, había estado a punto de irse con Victor Lars aquel remoto amanecer de 1956.

– Rápido, rápido -urgía Soas. Ferrer todavía tardó unos segundos en cerrar el manuscrito, y al otro no le pasó desapercibido el extremo cuidado con que lo guardaba en la pequeña mochila que dispuso como único equipaje.

– Listo -dijo Ferrer, de regreso ya a la realidad. Sólo entonces reparó en el olor a quemado. Y en la tensión del rostro de Soas, al que siguió sin rechistar, repentinamente contagiado de su angustia. Mientras recorrían el estrecho pasillo se escucharon otras dos explosiones en el exterior del tren, y enseguida una tercera.