– Granadas incendiarias -explicó Soas. El olor enrarecía el aire y lo volvía ardiente. Entraban al compartimiento de Huertas cuando Ferrer vio el humo negro que comenzaba a inundar el vagón.
El capitán, de espaldas a ellos, escrutaba el exterior a través de una rendija de la fortificada ventana. Se volvió de pronto: parecía extrañamente ensimismado, ausente. Ferrer percibió que a duras penas lograba controlar el pánico que le oscurecía la mirada. Soas arrancó la sábana de la litera y comenzó a rasgarla. Huertas se aproximó a la mesa y barrió la superficie con el antebrazo; no fue un gesto melodramático, sino ejecutado con incongruente lentitud: dos tazas de café se rompieron al estrellarse contra el suelo, pero Huertas no se inmutó. Cogió un grueso rotulador rojo y comenzó a dibujar sobre el tablero despejado. Soas abrió la pequeña nevera y empezó con movimientos precisos a destapar botellas de agua mineral, una tras otra. Ferrer los miraba desconcertado, sin acabar de decidir si lo que carecía de lógica era la celeridad serena con que Soas empapó de agua tres de los trozos de tela o la aparente demencia de Huertas al lanzarse a escenificar lo que podría parecer una clase de teoría militar.
– Caballeros: estamos aquí, en este punto -en el centro del tablero el capitán dibujó dos líneas paralelas que representaban el Desfiladero del Café, y enmedio de ellas una cruz que señalaba el tren; luego trazó otra cruz más grande cerca del borde este de la mesa-. Y aquí está la Montaña. Nos separan de ella treinta kilómetros.
Huertas comenzó a emborronar con el rotulador el espacio entre ambas cruces; al raspar contra la mesa, la punta emitía un quejido chirriante que parecía fascinar al capitán.
– Si partimos ahora mismo, señores, llegaremos a la Montaña al anochecer. A ustedes los recogerá el helicóptero y esta noche dormirán en la cama del hotel, a salvo de todo tumulto. La estrategia a seguir…
Soas le arrebató el rotulador y le entregó uno de los trapos mojados. Ferrer vio cómo temblaban las manos de Huertas: el hasta entonces rudo militar, obviamente derrumbado durante el ataque con fuego de ametralladora, parecía ahora un muñeco ridículo vestido de uniforme.
– El tren está ardiendo -le escupió Soas secamente-. Ordene que lo evacuemos o lo ordenaré yo.
– ¿Propone, entonces, una retirada a tiempo y en orden, imagino, riguroso?
Otra granada explotó, este vez al otro lado de la pared de madera. El fuego se propagó de inmediato: Ferrer nunca había visto llamas tan cerca de él. El cuerpo de Huertas comenzó a temblar. Soas entregó a Ferrer el segundo trapo mojado, agarró por el cuello de la guerrera a Huertas y lo empujó fuera del compartimiento. Ferrer salió tras ellos. Un soldado arrodillado en el pasillo, con su rifle apuntado en alto hacia ningún lugar concreto de los riscos, los miró angustiado.
– Evacúen el tren -logró susurrar Huertas.
– Ya oyó -gritó Soas al soldado- ¡Vamonos! ¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡Es la única posibilidad! ¡Hacia la cabeza, a la base de las rocas!
El soldado salió a toda prisa. De inmediato se oyeron sus gritos retransmitiendo la orden a los demás.
– ¡A la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡A la cabeza del tren, a la base de las rocas!
Soas tomó la mano inerte en la que Huertas sostenía el trapo y la llevó hasta la boca del capitán.
– Con fuerza -le instó a apretar la improvisada mascarilla antes de lanzarlo fuera del tren. Luego se volvió hacia Ferrer.
– Cuando corran hacia las rocas, quédate quieto y haz lo que yo haga.
Ferrer lo miró asustado: había algo de conspiración criminal en sus palabras, pero intuía que pegarse a Soas era la única esperanza. En el exterior comenzaron los disparos: los primeros soldados, corriendo despavoridos, debían de haber abandonado ya la protección del humo. El tiro al blanco había comenzado.
– ¿Tienes mi pistola? -preguntó Soas mientras se anudaba en la nuca la tela mojada ceñida a la cara.
Ferrer asintió: la llevaba en el bolsillo del pantalón.
– Si llega el momento, ya sabes para qué usarla.
Ferrer no lo sabía, pero aun así la empuñó como si de esa presión contra la culata dependiera su vida. Soas saltó del vagón. Ferrer, ciegamente, fue tras él.
El tren era una larga antorcha horizontal. El humo negro impedía respirar y abrasaba los ojos y la garganta, pero suponía una barrera protectora contra la puntería de los tiradores apostados en las alturas. Ferrer se pegó el trapo a la cara. La humedad le alivió.
– ¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! -repetían, como el eco, las voces perdidas entre el humo de los soldados. Ferrer vio a Huertas: alucinado en medio de la nube negra, había desenfundado la pistola. Una figura irreconocible en medio de la confusión corrió hacia el capitán. Huertas disparó al asaltante tres veces, histéricamente: el cuerpo cayó muerto; era uno de los soldados. Ferrer no se detuvo a enjuiciar el dramático error: se volvió hacia el único que podía sacarle de allí.
– Ahora -le dijo Soas con voz tranquila.
«¿Ahora qué?», pensó Ferrer. Pero fue tras él cuando Soas corrió, agachado, fuera de la humareda. El cielo azul y el aire limpio le obsequiaron un instante de infinita euforia -podía respirar y ver- antes de arrojarlo a la percepción del miedo: estaba a tiro. Trató de tranquilizar el ánimo repitiéndose que la emboscada era una pantomima cuando un disparo alcanzó al soldado que en ese instante salía a la luz a un par de metros de éclass="underline" la bala le explotó en la cara. El cuerpo cayó entre convulsiones, con el rostro convertido en una olla en la que hervía un guiso de sangre. Disparos aislados sonaban alrededor de Ferrer, imprecisamente: a kilómetros de distancia o junto a su oreja. Soas tiró de él hacia las rocas, en dirección a la cola del tren. La carrera desesperada lo aproximaba a la salvación con lentitud asombrosa, y los pulmones le apretaban el pecho y la garganta y le impedían respirar. Su cuerpo quería detenerse y descansar, pero el miedo le llevaba en volandas a pesar del colapso físico: enseguida fue incapaz de sostener la cabeza alta, y sólo pudo ver sus propios pies, corriendo desenfocados por la trepidación de la carrera. «La ametralladora», se estremeció. «En cuanto usen la ametralladora se acabó.» Pero no se decidían a usarla, y las rocas se acercaban milímetro a milímetro. Los disparos, todavía aislados, parecían alejarse o, cuando menos, comenzar a espaciarse entre sí cuando sintió el impacto en la cabeza: brutal como si un gigante lo hubiese golpeado con una pala. Se tocó la cara y retiró la mano, pegajosa del rojo de su propia sangre; un desmayo cálido le invadió los músculos, y percibió cómo sus pensamientos y recuerdos evacuaban a toda prisa la mente: el último, el más firmemente aferrado a él, el de Pilar mirándole antes de cerrar los ojos para siempre. La losa de culpa se iba también, arrastrada por el torrente. Desde la felicidad de ese descanso, hasta entonces negado, se disponía a dar la bienvenida a la muerte cuando la negrura comenzó a volver sobre sus pasos, disolviéndose: Pilar volvió a mirarle, y esa mirada fue la señal para que regresasen los recuerdos y los pensamientos. Para que regresase la culpa. También la consciencia desmayada y las capacidades sensitivas: abrió los ojos y vio y tocó la pared de piedra contra la que había chocado. A su lado, Soas recuperaba la respiración, de pie y apoyadas las manos sobre los muslos. Lo habían logrado, se encontraban en la base de la roca, a salvo de los disparos.
Ferrer se tocó otra vez la cara: ilesa excepto por una brecha en el pómulo que sangraba benignamente. La euforia de saberse entero le inundó las visceras y la piel. Miró a su alrededor. Huertas, arrodillado junto a la roca unos metros más allá, trataba también de recuperar la respiración. Su guerrera estaba manchada de la sangre de otro y había perdido la pistola: la funda abierta y vacía simbolizaba toda su humillación de militar íntimamente derrotado por la única e infinitesimal acción auténtica de su vida profesionaclass="underline" haber matado, llevado por el pánico, a uno de sus propios hombres.