Ferrer trató de hablar, pero hubo antes de quitarse el trapo mojado de la boca: en la carrera, había llegado a apretarlo con fuerza tal que ahora vio las huellas de sus dientes marcadas en él. Con la misma fuerza apretaba aún la culata de la pequeña pistola negra. La devolvió al bolsillo.
– ¿Y los soldados? -preguntó por fin a Soas.
Soas lo miró de frente, sin decir nada, antes de volver la vista hacia la cabeza del tren, en cuya dirección aún corrían, en huida ciega y absurda, los dos únicos soldados que todavía no habían sido abatidos. Los francotiradores seguían disparando, y unos segundos después lograban acertarles: uno tras otro, los desgraciados desaparecieron de la línea de visión de Ferrer, huidizamente reemplazados por efímeras nubéculas de polvo. Ferrer volvió a mirar a Soas, que otra vez tenía clavados sobre él los ojos expresivos y contundentes: los soldados estaban muertos porque habían constituido la distracción que les había permitido a ellos tres alcanzar las rocas. ¿Algo que objetar?
No, hubo de admitir Ferrer a pesar del acoso instintivo de múltiples e indefinidos remordimientos. Nada que objetar.
– ¿Por qué no han usado la ametralladora? -dijo como si el cambio de tema enterrase para siempre a los infelices utilizados como cebo.
– Ni lo sé ni voy a subir a preguntárselo -respondió Soas; estaba tranquilo, dueño por completo de sus actos. Lanzó a Huertas una mirada interrogativa; el capitán, hosco y con la respiración entrecortada, le indicó por gestos que se encontraba bien y reclamó su derecho de permanecer aislado, a solas con sus propias aflicciones. Ferrer se preguntó si le dolía más la errónea muerte del soldado o la cobardía demostrada ante sí mismo y ante ellos, ante el fantasma del padre asesinado en ese mismo lugar tanto tiempo atrás. Cualquiera de las opciones lo convertía en un compañero de viaje rabioso e imprevisible del que recelar.
Hacia el sol, ya en lo alto, subían las llamas que consumían el tren. Aparte del crepitar del fuego, nada alteraba la quietud, otra vez victoriosa. Ferrer tuvo de nuevo la sensación de que los tiradores de las rocas, además de invisibles, eran etéreos o inexistentes, espectrales.
– Tanto si los de ahí arriba nos quieren vivos o muertos -interrumpió Soas el hilo de sus pensamientos-, es el momento de largarse. Como decía nuestro amigo Huertas antes de que interrumpiesen su lección magistral de estrategia -el tono de Soas evidenciaba un desprecio nuevo, irreversible y cruel hacia el capitán, desprecio de militar a militar-, se trata de llegar a la cumbre de la Montaña para que el helicóptero pueda recogernos. Siete horas, si nos ponemos en marcha ya y no hay contratiempos. Pero, naturalmente, los habrá.
Soas hizo una pausa que recabó aún más la atención de Ferrer. Huertas también se aproximó a ellos. Soas lo miró y, dedicándole una sonrisa irónica, trazó con el dedo índice dos líneas paralelas sobre el suelo -el Desfiladero del Café-, una cruz en su centro -el tren, ellos- y otra cruz, más grande, en dirección este: la Montaña.
– Esos cabrones nos saltarán encima cuando menos lo esperemos. Puede que te quieran vivo a ti, Luis, pero esa deferencia tal vez no me incluya a mí. Y a Huertas seguro que no. Así que en vez de ir en línea recta hacia la Montaña, que es lo que esperan, vamos a pasar por aquí.
Trazó otra cruz, al sur de la Montaña, y la unió mediante líneas con las otras dos. Un triángulo quedó dibujado sobre la tierra.
– En vez de ir por la hipotenusa, iremos por los lados.
– Más largo -advirtió Ferrer.
– Pero más seguro.
– ¿Más seguro? -Huertas hablaba por primera vez; su objeción era airada-. Hay que atravesar el río.
– Lo atravesaremos.
– ¿A nado? ¿Entre los caimanes?
– No, a nado no. En motora.
La salida de Soas, expuesta con risueña seguridad, desconcertó a sus compañeros.
– ¿En motora?
Soas volvió al mapa sobre el suelo; partió de la primera de las cruces, el lugar donde se hallaban ellos, y fue recorriendo con el dedo la línea que la unía con la tercera cruz, la situada al sur.
– Exacto, en lancha motora. A un par de horas de aquí está el río. Para los indios, y para cualquiera en su sano juicio, es impensable remontarlo a nado. Pero lo que ni ellos ni casi nadie sabe es que tenemos previsto habilitar una parte del río como atracción de La Leyenda de la Montaña. Por el momento, la idea está aparcada, pero los técnicos que estuvieron realizando el primer informe vivieron allí durante un par de semanas, estudiando las posibilidades sobre la marcha. Utilizaban una lancha, y puede que siga allí.
– Sólo puede, ¿eh? -preguntó Huertas, aparentemente feliz de encontrar objeciones que interponer a la actitud positiva de Soas.
– Sólo puede -admitió Soas; el otro respingó.
– Y caso de que siga allí… -se interesó Ferrer.
– Caso de que siga allí, navegaremos hasta la costa, hasta el pequeño puerto que hay aquí -señaló la tercera cruz sobre el suelo- y luego subiremos hasta la Montaña. Es más largo, pero no se imaginarán que tomemos este camino.
– ¿Hay un puerto?
– En desuso hace años. Esto era una zona turística arrasada por un ciclón.
– Los Faros Uno y Dos… -masculló Ferrer.
– ¿Cómo dices? -preguntó Soas. Ferrer le miró a los ojos.
– El lugar donde hace años aparecieron los famosos Hombres Perro.
– Justo -sonrió Soas mientras se ponía en pie, sugiriendo que había llegado el momento de ponerse en marcha-. No me dirás que les tienes miedo…
– Miedo no -afirmó Ferrer-. Pero curiosidad sí, mucha. Te lo aseguro.
– Quién sabe, a lo mejor se han reproducido. Tal vez ahora sean una gran manada y le coman los bigotes a nuestro heroico Huertas.
El capitán fingió no haber escuchado. Se puso en pie y comenzó a caminar hacia el río. Soas y Ferrer fueron tras él. Arriba, sobre el cielo azul, comenzaban a concretarse sin prisa los aleteos majestuosos de los primeros buitres.
Capítulo Siete
La escena pertenece a la novela de Jack London The Call of the Wild: Buck, el noble perro perteneciente a una familia adinerada y bondadosa, acaba de ser raptado por una banda de maleantes. Uno de sus captores, encerrado a solas con él, lo domestica a golpes y le muestra la existencia del dolor, el miedo y el odio -sobre todo el odio- hasta ahora inimaginables; una fórmula que me pareció óptima para educar a mi hijo postizo, aunque naturalmente no sería yo quien me lastimase las manos apaleándole.
Hacerme con el cariño del pequeño no fue difícil, pues los niños, obscenos en su permanente ansiedad de agasajos materiales, acaban siempre por rendirse ante quien les obsequia con generosidad, y yo lo hice sin límite y añadiendo además irresistibles dosis de ternura y cariño falsos. Esta impostura paternal me resultaba en parte sacrificada y en parte gratificante: sacrificada porque el rigor de mi experimento exigía dedicar tiempo al pequeño -que afortunadamente era taciturno y sensible en vez de hiperactivo, juguetón o mimoso-, y gratificante porque resultaba divertido ver cómo su cerebrito se abría al mundo a través de mis ojos.
El orfanato pronto fue un recuerdo del pasado, y sólo el amor hacia el hermano perdido, que se percibía auténticamente anclado en el fondo del corazón, oscurecía en forma de melancolías intermitentes la flamante felicidad del pequeño. Instalado en mi exclusiva mansión -o, si lo prefieres, rigurosamente aislado de cualquier otra influencia-, enseguida lo fue absorbiendo su nueva y regalada vida, y la llegada de Manuelita a la finca contribuyó de forma decisiva a ello.