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Manuelita era una joven limpiadora del palacio presidencial a la que pedí que aceptase ser la tata de mi hijo adoptado, pues como ya habrás adivinado no entraba en mis planes atender las tareas domésticas. Ilusionada y agradecida por esta oportunidad, correspondió haciéndose con el amor del niño, en cuya mente acabó por asentarse la idea de que por fin tenía algo muy cercano a la madre hasta ahora negada; a la madre y al padre, pues yo me divertía en parecer un catálogo viviente de virtudes paternales: le contaba cuentos de final feliz, lo arropaba cada noche con un beso en la frente y, durante las deliciosas veladas campestres en las que, fascinados o conmovidos, estudiábamos la fauna y la flora de los alrededores de la casa, le descubría los secretos del mundo -aunque falseándolos para probar los límites de su credulidad: «este mar que ves desde la playa es una llanura que no tiene fin», «la Tierra es plana»… «Existen el Bien y el Mal, hijo mío, y los delimita una línea confortablemente nítida»-, ejerciendo estas y otras bondades con despliegue tan seductor que incluso observé regocijado cómo la sensible Manuelita, lectora en sus ratos libres de noveluchas románticas en las que jovencitas de mente limpia y fortuna escasa lograban acceder al amor de príncipes solitarios o millonarios melancólicos, llegaba a enamorarse secretamente de mí, lo que a la postre me inspiró para redondear aún más la postalita de familiar perfección que convenía a mi plan: equidistante entre el tartamudeo y el rubor, le declaré un día mi amor y celebré el «sí» de su mirada, desorbitada por una felicidad más grande que el universo, abriendo a la virgencita la puerta de mi alcoba para rubricar la entrada al paraíso del trío -papá, mamá, hijito- que compusimos durante unos meses, hasta que la nueva vida feliz del huerfanito fue una realidad asentada y decidí que había por tanto llegado el momento de apalear a Buck.

Aquel lunes que sería trágico me reclamaron desde el palacio presidencial falsos asuntos urgentes, y el coche oficial me recogió al amanecer en la entrada de la finca. Como un padre y esposo modelo, besé la frente del niño dormido y abracé a la somnolienta Manuelita, que me acompañó hasta el automóvil para entregarme, solícita, una porción del emplasto de frutas que con sus propias manos había fraguado para mi almuerzo. Cuando partimos, me alivió saber que no soportaría más a la figura paulatinamente empequeñecida por la distancia que, plúmbea hasta el final en su pegajoso cariño, se despedía desde el zaguán agitando la mano en alto. El hogar quedaba en paz.

En la primera vuelta del camino recogimos a los tres Pumas Negros que con tanto entusiasmo se habían presentado voluntarios para la misión de asaltar mi residencia con una consigna explícita: que la ferocidad resultase lo más gratuita posible.

Cuando, al caer aquella noche, regresé a casa, fingí espanto ante la carnicería practicada sobre el cuerpo infinitamente vejado de la difunta Manuelita, y abracé, paternal y consolador, al infantil amasijo de nervios rotos y retinas espeluznadas que se obstinaba en permanecer oculto bajo la cama, tiritando por el contacto de la sangre que le había salpicado. Hube de lucir todo mi amor de padre para lograr que se relajara, se abandonara a las lágrimas, acabara por relatarme entre hipidos todos los detalles, que insistí en sonsacarle no porque los ignorase -enmascarado como los Pumas, había asistido a la orgía, aunque permanecí todo el tiempo en pasivo silencio, concentrado en observar las reacciones que en el espíritu del niño iban marcando las atrocidades perpetradas sobre el ángel maternal que el cielo le había regalado en la persona de Manuelita-, sino porque supe así, y por boca del propio interesado, qué matices del horror le habían traumatizado más indeleblemente. Su recuperación física fue lenta y requirió de toda mi paternal paciencia, y cuando la terapia de fármacos logró imponerse sobre las pesadillas nocturnas y el insomnio, pasé a la fase de conceder a la mente infantil el consuelo de una explicación racional de los hechos. Mi trabajo en pro de la paz y el bienestar del país, le dije gravemente una mañana de algún tiempo después, provocaba la ira de algunos hombres malos a los que sólo satisfacía la comisión de crímenes terribles como el de nuestra querida Manuelita. El niño escuchaba atónito, tan tercamente mudo como se había mostrado desde el día de autos, y llegué a pensar que mi deseo de sembrar en él el odio y el afán de venganza se resolvería de forma negativa.

Pero todo cambió la mañana en que, tras anunciarle que los asesinos de Manuelita habían sido capturados, lo llevé a la mazmorra del palacio presidencial en la que nos aguardaban, colgados de las paredes, cuatro presos desnudos cuyos rostros habían sido cubiertos con caretas como las que llevábamos los Pumas y yo el día de autos. Imaginaba que ante los supuestos asesinos de Manuelita el niño se mostraría, a lo sumo, temeroso o llorón. Sin embargo, supe por la tensión repentina que lo sacudió que el burdo disfraz de los reos había hecho diana en su corazón y sus recuerdos.

Alentado por esta insospechada reacción, reviví para su mente los detalles de la escabechina sin escatimar matices macabros ni alegóricas referencias a una Manuelita llorosa y sufriente que anhelaría, atrozmente anclada en el limbo, cualquier venganza liberadora. Sin embargo, el niño no reaccionaba. ¿Debía rendirme y admitir que los sentimientos infantiles son a pesar de todo virtuosos, humanos… buenos? ¿O es que requerían de un esfuerzo mayor para ser erradicados? Me demoraba en el análisis de la cuestión cuando ocurrió… La mirada del pequeño quedó fija sobre uno de los reos -en concreto, en el detalle aparentemente nimio de su glande sin piel, desnudo a causa de alguna antigua operación sanitaria o por un improbable pero posible ascendente judío-, y comprendí de golpe la causa de esa atracción: el día fatídico, el Puma Negro que se ensañaba con los alicates en la entrepierna de Manuelita lució durante toda la sesión el tieso glande rojo de su pene erecto, y se evidenciaba ahora que había sido esa imagen la más memorable del horror. Los ojos del niño, frenéticos de pronto, recorrieron la mazmorra hasta posarse sobre el tablero del ayudante del verdugo, donde reposaban los instrumentos de tortura. Siguiendo el preciso dictado de su memoria, eligió unos alicates -mi suposición había sido correcta-con los que, por fin vengativo, imparable y brutal, se dio a masacrar los genitales del prisionero, al que desamordacé a toda prisa con el objeto de que sus aullidos inundaran para siempre la mente que ya nunca más sería infantil. Siempre hay un momento en que un padre puede decidir el destino de su hijo y, si a mí se me puede llamar padre, éste fue el mío. Sin pérdida de tiempo, aproveché el calor de la sangre para incitarle a concluir la labor. El pavor de los otros tres presos ante la idea de ser torturados por un niño extraviado en una locura orgiástica alentada por papá -y, allá en el cielo, por el espíritu vengado y al fin liberado del limbo de Manuelita- resultaba apocalíptico y victorioso. Era maligno. Y apocalíptico, victorioso y maligno lo supieron ver Teté y sus dos socios, a los que convoqué con urgencia para que presenciaran el final de la reveladora escena y dedujeran la jugosa conclusión que implicaba: era posible crear sanguinarios verduguitos. Allí mismo aceptaron los complacidos triunviros mi propuesta para formar un escuadrón infantil de la muerte que tendría una aplicación inmediata: actuar de vanguardia contra los indios de la Montaña Profunda, cuya capacidad de esfumarse en los momentos de peligro desmoralizaba a los soldados del ejército y alentaba entre ellos leyendas de invencibilidad que dioses desconocidos habrían otorgado a los defensores del tesoro imaginario que León Segundo Canchancha se había obcecado en encontrar. Teté, paródicamente solemne, mojó los dedos en la sangre de uno de los reos, ungió con ella la frente del niño, que dormía vencido por su propia explosión de violencia, y lo bautizó con el nombre que desde entonces pasó a denominar el proyecto: acababa de nacer El Niño de los coroneles.