Cruzó la puerta del lujoso hotel sin dedicar un instante de su atención a las instalaciones; casi hostil a la actividad de clientes y empleados, atravesó el vestíbulo hasta el mostrador, cumplimentó la inscripción sin escuchar la bienvenida del recepcionista, entró aprisa al ascensor, subió a la habitación y se asomó a la terraza, aliviado por el refugio que le ofrecía el silencio nocturno. La oscuridad arrancaba destellos de quietud a la superficie de la piscina desierta, en la que le apeteció de pronto zambullirse vestido, flotar al capricho del agua inmóvil, esperar que lo que hubiese de ocurrir ocurriese.
Fue concentrado en esa paz anómala cuando, súbitamente, se sintió con fuerzas para escribir ahora la confesión de la muerte de Pilar. Se lo debía a la memoria de su hija -también a la de la madre y abuelos de la niña, que fallecieron antes que ella e ignoraban su atroz final- y se lo debía a sí mismo: así, si algo le ocurría durante su estancia en Leonito, se sabría cuál había sido la auténtica causa de su sufrimiento en los últimos tiempos. Marisol era la única destinataria posible de esa carta y, además, merecía serlo.
Se sentó ante el ventanal de la habitación, preparó un sobre en el que anotó con mayúsculas «PARA SER ABIERTO EN CASO DE MI MUERTE» y comenzó a confesarse ante el espíritu de la única amiga que le quedaba en el mundo. Las palabras parecían surgir del bolígrafo sin necesidad de que su voluntad las empujase.
«Querida Marisoclass="underline" si estás leyendo esta carta, yo habré muerto.
Pero no quería hablarte de mí, sino de Pilar. De lo que pasó realmente.¿Te acuerdas del once de junio del setenta y seis, cuando fuimos a Barcelona a ver a los Rolling Stones?».
Capítulo Dos
Al abrir la puerta del antiguo despacho de su padre en la embajada española de Leonito, sintió un silencio de iglesia vacía en el estómago.
Durante unos segundos permaneció estático, rindiendo su mente a la ausencia de sonidos, y comenzó luego a girar sobre sí mismo con la lentitud de una cámara de cine empeñada en registrar parsimoniosamente los detalles más nimios del decorado. De pronto, al llegar a la tercera pared, su mirada se topó con la de un jovencísimo Aurelio Ferrer.
La pintura debía de medir dos metros por uno y pico, y su autor había renunciado a la servil pomposidad con que los artistas suelen impregnar los retratos oficiales para mostrar a Aurelio como realmente era, y sin duda como había insistido él mismo en posar: sus ojos azules seduciendo al pintor/espectador con la complicidad de su sonrisa más sincera, las manos introducidas en los bolsillos del holgado pantalón, la americana abierta y el cuello de la camisa desabotonado: Aurelio Ferrer a sus anchas; Aurelio Ferrer, feliz y seguro de sí, dispuesto a comerse el mundo. El ángulo inferior derecho de la pintura revelaba la fecha de la obra: 1947. Precisamente, el año en que tuvieron lugar los hechos de El Enigma del Calcetín Morado que Ferrer había venido a rememorar.
– Era un retrato horroroso, pero me lo hicieron como regalo de bienvenida y no iba a decir que no -le había explicado Aurelio, incorporándose sobre los almohadones de la cama de la habitación privada del sanatorio madrileño donde convalecía tras una exitosa operación de apendicitis tardía; los primeros síntomas se habían manifestado de repente la noche del 11 de septiembre de 1973, horas después de conocerse el golpe de estado contra Allende, lo que había permitido a Aurelio bromear sobre la implicación de Pinochet en el complot contra su apéndice-. ¿Te acuerdas del cuadro, Cristina? ¿De lo espantoso que era?
Cristina Ferrer, mientras se arreglaba frente al espejo de la habitación -se disponía a abandonar la clínica; esa noche correspondía a Luis quedarse junto al convaleciente-, advirtió a su hijo sobre la jovialidad de Aurelio.
– Malo, malo, Luis; que no te pase nada esta noche. Cuando tu padre habla del primer día en «su» embajada es que toca sesión de nostalgia -ironizó mientras los besaba a ambos y se dirigía hacia la salida de la habitación-. Mañana me dices si he tenido razón o no.
Ferrer recordaba haber despedido a su madre con malhumorada desgana que le había costado disimular: esa noche tenía previsto disfrutar con Bego -llevaban sólo unos meses de novios, y vivían aún la pasión sexual de los primeros momentos- de las posibilidades eróticas del jardín y la piscina de la casa, aprovechando precisamente que sus padres, uno como paciente y la otra como acompañante, iban a dormir en la clínica; por eso había resultado tan frustrante que Cristina no quisiese eludir la asistencia al improvisado acto de solidaridad con Allende y el pueblo chileno convocado por los amigos sudamericanos residentes en Madrid. Aquella lejana noche, en la que Ferrer había culpado a Pinochet de arrebatarle las habilidades subacuáticas de Bego, derivaría sin embargo en una larga sesión de confidencias que Aurelio había iniciado con unas palabras en apariencia nimias.
– Cosas como lo de ponerme mal el esmoquin a poco de empezar la recepción de turno me pasaban sólo a mí; aquel día de mil novecientos cuarenta y siete, había perdido la pajarita, así que tuve que volver al despacho a por ella. Estaba buscándola cuando escuché un ruido extraño que venía del armario… Y ahí empezó todo.
Aurelio, con gesto grave, se incorporó un poco más en la cama de la clínica. Luis comprendió que tras las referencias a la pajarita del esmoquin y al armario latía el deseo de su padre de contarle algo más, algo importante… Algo que tal vez tenía que ver con el esperado desenlace del calcetín morado.
– La recepción de aquel día era muy importante. Además de los jerifaltes y militares de Leonito con sus señoras, contábamos con la presencia inhabitual de un numeroso grupo de políticos, militares y financieros españoles. Bueno, a lo mejor no era tan numeroso, pero a mí me lo parecía: era mi primera recepción como embajador y estaba especialmente nervioso. Mi padre me había conseguido el puesto movilizando a sus amigos; entre ellos, a Queipo de Llano… Si se mira bien, tiene gracia: podría decirse que por culpa de Queipo comenzó la historia del calcetín morado en julio del treinta y seis, y por culpa de él terminó el uno de mayo del cuarenta y siete, en aquella famosa recepción.
Aurelio Ferrer hizo una nueva pausa y extrajo un paquete de tabaco y un encendedor que escondía bajo la almohada; prendió un cigarrillo después del gesto inhabitual, revelador de su ánimo de ampliar el margen de intimidad, de ofrecerle el paquete a su hijo, y prolongó ceremoniosamente la inhalación y expulsión del humo. Luego, preguntó inesperadamente a Luis:
– ¿Recuerdas que el hoy presidente de Leonito, Teté Larriguera Hill, estuvo una vez a punto de matarme?
Luis respondió con el silencio, no hacía falta otra respuesta: ambos sabían que nunca habría podido olvidar al militar en uniforme de campaña que ocultaba el cigarro mientras fingía ante las cámaras de televisión interesarse por los damnificados del terremoto; desde aquel día, Luis había escrutado, memorizado y analizado obsesivamente cada dato que encontraba sobre Larriguera Hill, el hombre que quiso matar a su padre por causas insospechadas y por ello fascinantes que ahora, en la clínica, parecían por primera vez a punto de desvelarse.
– El uno de mayo de mil novecientos cuarenta y siete Triunviro era todavía un crío, debía de tener diecisiete años -continuó Aurelio-. Pero ya era un hijo de puta de marca mayor. Yo llevaba en Leonito algunos meses, y habíamos coincidido en varias ocasiones. Era nueve años mayor que él, pero a pesar de la diferencia de edad debió de pensar que me caía bien, porque me contaba sus historias, o sea, sus salvajadas, y le gustaba que le llamara Teté, cosa que por entonces permitía a muy pocos. En realidad, pienso en él durante aquella época y lo veo como un crío feroz y malcriado, uno más de los muchos que hay. La diferencia era que éste tenía un poder ilimitado: todos los hombres de Leonito, desde el último campesino hasta el oficial más apreciado por cualquiera de los tres coroneles, temían sus caprichos y sabían que, de una forma u otra, eran sus esclavos. En cuanto a las mujeres, y de eso soy testigo porque más de una vez alardeó en mi presencia, se enorgullecía de haberse acostado con todas; con todas las que merecían la pena, aclaraba enseguida. «Mis yeguas», las llamaba. Sus hombres recorrían cada poco el país en busca de nuevas «yeguas», y ninguna casa estaba a salvo de sus redadas, sobre todo las más humildes. Como, lógicamente, había quienes ocultaban a sus hijas, se inventó una ley según la cual todo recién nacido debía ser inscrito en una especie de nuevo censo. Decía que así, pasados los años, tendría una lista de fichas, firmadas por los respectivos padres, con los nombres de todas las tías que debían encontrarse en cada hogar, esperando a que él fuera a decidir si le apetecían o no; con ese truco, no habría escondite que valiese. Por cada inscripción se regalaba a cada ciudadano no sé qué cantidad, imagino que cuatro perras, y fueron muchos los que picaron sin imaginarse que sentenciaban a sus hijas a una violación a veinte años vista… En fin, un niño sanguinario, sin escrúpulos y con poder. Que no te encuentres nunca uno así. Pero yo era el embajador y tenía que aguantarlo. Y lo aguanté… Hasta aquel primero de mayo. El día había comenzado agitado: a primera hora de la mañana, durante una visita oficial del padre de Teté, el coronel Tomás Larriguera Sáez, a la provincia de Guanoblanco, se había producido un atentado contra él y su séquito, en el que viajaban también dos militares españoles, dos comandantes que venían con la delegación española. El mismo Teté, presente en el lugar del atentado, vino a verme un par de horas después a mi despacho y me lo contó. Teóricamente se trataba de informarme de que los dos españoles estaban a salvo, pero en realidad había sido enviado por su padre en calidad de «íntimo amigo mío» para que en la fiesta de por la tarde yo quitara hierro al asunto. Querían que los españoles minimizaran el atentado y continuaran dispuestos a apoyar económicamente a Leonito, me dijo. Por cierto, el famoso apoyo era un chanchullo de cuatro listos para vender saldos de nuestra guerra al ejército de Leonito, tú me contarás de qué iba España a ayudar económicamente a nadie en el cuarenta y siete. Y por la misma, de qué iban a asustarse dos militares de Franco por ver matar a un campesino. En fin, cuando le prometí, a ver qué remedio me quedaba, que haría todo lo posible, me contó los detalles del atentado. Todavía estoy viéndole en mi despacho, con barro y sangre en el uniforme descolocado, como si pretendiera así dar más dramatismo a la historia. Cuando le vi entrar, pensé que la sangre era suya. Por supuesto, me equivocaba.