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No me importó que mis jefes se adjudicasen una paternidad que por derecho me correspondía: mi espíritu científico se hallaba demasiado excitado para atender a tal nimiedad. Cuando los dictadores salieron, me acerqué al Niño durmiente y lo observé en grave y reflexivo silencio. Reconozco que no imaginé, mientras lo cargaba paternalmente en brazos y lo sacaba de allí, el patético final en que, años después, culminaría mi relación con él.

Después de aquel día, el Niño trocó su acobardado mutismo crónico por una ansiedad voraz que le acechaba sin respiro. Los sucesos de la mazmorra bullían dentro de él sin remisión ni posibilidad de retorno. Ocurre así en toda iniciación a la violencia: la ferocidad desatada llama a la ferocidad desatada, como si ésta entrañase un antídoto contra sí misma o fuese el único camino posible hacia la redención, anhelada a pesar de todo en algún recoveco del alma; durante nuestra guerra mundial pude observar este fenómeno en asesinos natos y ejecutores profesionales, pero también en maestros de escuela y pacíficos campesinos, en hombres buenos transformados por aquel torbellino insaciable en perros rabiosos… Igual que el buen Buck, Jeannot: una vez los colmillos han abierto la primera vena de la presa, nada puede separarlos de la carne, cuanto más si, como era el caso, el proceso es promocionado y alentado con mimo… Día a día, papi ilustraba al Niño sobre las esencias de la violencia y el odio, manteniéndolo apartado de todo contacto humano para limitar su mundo a tres elementos: yo, las mazmorras donde los alaridos de nuevos torturados forjaban su vocación de carnicerito y Dios, de quien me decidí a hablarle tan pronto observé que su espíritu y actos precisaban de fundamentos trascendentes para no desmoronarse: un Dios, claro está, hecho a mi imagen y semejanza, basado en el de los cristianos en cuanto a su ingenua división del mundo en Bien y Mal pero circunscribiendo ésta al mundo concreto y limitadísimo del Niño: de un lado, los buenos que representábamos yo, sus tres tíos coroneles y él mismo. Y de otro, los dañinos malos con los que era preciso ser encarnizadamente inmisericorde. El Niño crecía por y para la violencia -por y para mi servicio, por y para ensañarse con las víctimas contra las que lo azuzaba su amo paterno-, y su desvalida mente infantil se envilecía al ritmo con que los escasos adultos que constituíamos el único mundo que conocía aplaudían entusiastas su actuación: a los pocos meses estaba convertido ya en una suerte de mascota del regimiento destacado en las proximidades de la Montaña Profunda, disfrutando de la vida sana del campo: ejercicio, aire puro, hojas de cocaína que para castigar o recompensar sus actos le negaba o le daba a masticar y, por supuesto, ferocidad revitalizada cuando algún indio caía en manos del regimiento y el oficial al mando lo ponía en manos del insaciable torturadorcito. Yo, mientras tanto, observaba y anotaba, pues está claro que mi curiosidad iba mucho más allá de las risas con que la soldadesca celebraba las payasadas sangrientas y a veces inevitablemente pueriles del pequeño. Cuando resultó evidente que en la delicada balanza de su equilibrio pesaba por encima de cualquier otro instinto el de la violencia más pura, decidí llegada la hora de ampliar el experimento. Recluíamos a otros seis niños de otros tantos orígenes oscuros y los pusimos en manos de los celadores que en esos meses había entrenado. Y en manos, también, de sus madres, fuesen progenituras biológicas auténticas o infelices desclasadas a las que se engatusaba con promesas de todo tipo para que adoptasen sin dudarlo el rol de madres adoptivas (destinadas, ya lo imaginas, a morir brutalmente apaleadas, torturadas y violadas ante los ojos de sus respectivos pequeños cuando la iniciación de éstos reclamase el rito de «ferocidad cuanto más gratuita mejor»). Desde Manuelita, han sido muchas -lo siguen siendo: la rueda está viva- las que tan abnegadamente han entregado su calor de madre, y en homenaje a la primera de todas, con la que al fin y al cabo había compartido unos meses de mi vida, di en llamar «mamá-nuelitas» a todas estas comparsas pasadas, presentes y futuras que nos honran con su abnegación.

Ferrer echó mano al bolsillo y, cuidando de no llamar la atención de Soas y Huertas, que se ocupaban en dirigir la navegación de la barquita por el canal bordeado de vegetación, extrajo la arrugada polaroid que contenía el misterioso «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ». Pero esta vez no pensó en Casildo Bueyes, sino en la propietaria de la cámara, en la ilusión que, desde la llegada de Ferrer al hotel, le había expresado Lili por la nueva vida «al norte del país» que iba a iniciar con su todavía desconocido novio «rico, viudo y con un bebito». La posibilidad de que aguardase a la mulata un destino de «mamá-nuelita» relacionó otra vez a Lars con el hotel Madre Patria, y de una forma menos inocua que la percibida a través de los recuerdos del viejo camarero Raúclass="underline" por la mente de Ferrer cruzó la revelación súbitamente nítida de que era el ominoso francés, y no el supuesto sector virulento de los indios, quien estaba detrás del asesinato de Casildo Bueyes. Imposible, argüyó de inmediato su razón: Lars estaba moribundo e incapacitado según todos los testimonios, incluido el suyo propio, expresado en el manuscrito. Sin embargo, Ferrer apuntó la idea en el cuaderno de notas para su posterior consideración: Lars mata a Casildo Bueyes. Apenas lo hizo, la cautela -Soas y su demostrada sagacidad se encontraban a un paso- le empujó a emborronar de tinta el texto y reescribirlo de nuevo -esta vez crípticamente: L mata a CB~ mientras analizaba la conclusión que, según esa premisa, arrojaba la lógica:

relación Lars/muerte de Bueyes

ergo

relación Lars/¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! (fuese cual fuese su significado)

ergo

relación Lars/Montaña Profunda. O, más precisamente,

relación Lars/palabras últimas de Casildo Bueyes: «lo que ya ha sucedido en la Montaña Profunda».

Pero ¿y el consejero Arias? ¿Cabía excluir la puntillosa puesta en escena de su muerte del proceso deductivo? No, sin duda eran dos, y no uno, los asesinados, pensó mientras añadía, también en clave, el nombre del ejecutivo al cuaderno: L mata a CB+A.

Sin embargo, tal propuesta se sostenía a duras penas: la idea de un Lars todopoderoso y omnipresente en el pasado de Leonito resultaba verosímil, pero no así su relación -la relación de un hombre acabado, físicamente agonizante- con el país que disfrutaba de una flamante democracia tras haber expulsado a los coroneles que en otra época le dieron cobijo. ¿Dónde está VL?, escribió en el cuaderno antes de encauzar el hilo de sus pensamientos hacia el hecho verdaderamente crucial para él, hacia el hecho estremecedor que era incapaz de analizar aún porque afectaba a unos sentimientos, los suyos propios, que no habían comenzado a reaccionar, expectantes ante una narración desmesurada y acaso absurda pero superada, en el otro platillo de la balanza, por una circunstancia nimia para el resto del mundo excepto para éclass="underline" el Niño de los coroneles era su hermano. Y según Victor Lars no había muerto de fiebres en 1958.

Según Victor Lars seguía vivo.

Los seis nuevos reclutillas pronto comenzaron a dar quebraderos de cabeza a sus respectivos tutores, y hube de admitir que el objetivo perseguido, lograr la precisa mezcla viva de mastín de presa, ingenio mecánico sin sentimientos y soldado analfabeto, se presentaba complicado. No era posible anticipar en qué momento del proceso podía quebrarse el delicado equilibrio: tras los bautismos de sangre que les tocaron en suerte cuatro de los seis niños, por ejemplo, se derrumbaron irreversiblemente y hubo que librarse de ellos. El quinto resultó ser un caso extremo de idiocia o insensibilidad insólita: mientras los verdugos violaban y torturaban a la «mamá-nuelita» de turno, los miraba con indiferencia tan férrea e insolente que logró -todo drama esconde algún destello de comicidad involuntaria- hacerles abandonar la orgía, desconcertados y ofendidos en su profesionalidad. El sexto, sin embargo, sí tuvo una reacción positiva al choque, pero llegado el momento de su venganza comenzó a llorar, aterrorizado ante los recuerdos evocados por el cuerpo encadenado contra el que le azuzábamos, y se sumió en una crisis depresiva de la que no se recuperó. Los resultados se mostraban, pues, decepcionantes, y flaqueaba la voluntad de los confundidos tutores, militares que, aunque seleccionados entre los demás por sus dotes para el asunto, no acababan de comprender la sutil esencia de su misión. Pero mi Niño me alentaba a seguir: crecía con la euforia de la locura, y muy pronto su confianza hacia mi persona y su ciega obediencia pudieron ser calificados sin miedo de fanatismo irracional. Progresivamente amoldado a la violencia que constituía el único horizonte de su evolución hacia la adolescencia, era una maquinita de hacer daño atenta siempre al chasquido de mis dedos. No preguntaba, no tenía juicio ni moral, y su mente, sabiamente alterada por estimulantes químicos y enconamientos diversos del odio hacia enemigos inconcretos que yo le presentaba como reales, próximos y siempre acechantes, no concebía otro juego ni satisfacción que el del furor al que ya no podía sustraerse: era la prueba viviente de que el éxito del proyecto era posible. Por él había que seguir trabajando.