Un día regresé al orfanato. Necesitaba la dirección en Madrid del gemelito del Niño y, merced al lógico deseo de intercambiar noticias con la flamante pareja de padres españoles, conseguí que Panizo me la facilitara. El buen bobo nunca ha sabido que me regaló, además, una ocurrencia genial de puro simple: reunidos alrededor de una mesa alargada, comían siete u ocho huérfanos pelones; sus miradas -desde que esto comenzó, escruto invariablemente las miradas de los niños-, huidizas en unos casos y altaneras en otros, se veían en cambio rasadas por cierta introspección airada. Eran los asocíales del centro, los automarginados por sus tendencias virulentas o sus timideces enfermizas, y se encontraban así reunidos porque, según había observado Panizo a lo largo de sus años de experiencia, de esas forzadas convivencias de personalidades difíciles surgían a veces la solidaridad, la camaradería y otras benéficas manifestaciones.
Un rato después crucé la verja de salida meditando al respecto de la educación colectiva, que enseguida comencé a aplicar con éxito: salvo los casos imposibles que la propia selección natural depuraba, los logros comenzaron a asomar, primero esporádicos, pronto esperanzadores y por último satisfactorios. Apoyándose unos en otros, los pequeños educados en grupo fortalecían su ferocidad y se animaban mutuamente a profundizar en el conocimiento de sus virtudes. Las partidas de Niños se asentaron: inicialmente, dos en las cercanías de la Montaña Profunda donde, eufóricos por la cocaína consumida en camaradería y orgullosos del arma de fuego que se les había confiado, servían de barata carne de cañón en las misiones contra los indios invisibles; y cuatro más en los sótanos de las cárceles y comisarías de la policía política, en las que las sesiones de tortura aplicadas por grupitos infantiles alimentados de odio, crueles en sus invenciones dolorosas y carentes de otra noción sobre el bien y el mal que la suministrada por mis adiestradores, acababan siempre por destruir las defensas de los detenidos más duros, superados en su resistencia por esa representación terrenal de un infierno oficiado por niños-demonio. Pronto dispusimos de un centro de educación donde lográbamos cristalizar -aunque todavía en proporción ínfima respecto al número de candidatos- a nuestros hombrecitos. En este proceso fue crucial la ayuda del primero y original Niño. Al ser un poco mayor, once años en este año 1964 en el que ya nos encontrábamos, podía extraer de él conclusiones que aplicar a la educación de los que venían detrás, aunque era preciso ser muy cuidadoso en un punto: el Niño, a diferencia de los otros, había crecido solo y solo continuaba. Además, atravesaba por entonces su primera crisis depresiva. La transcripción de algunas anotaciones de mi diario de la época te resultará más esclarecedora que cualquier otra explicación.
Noviembre 1964. Anomalías en respuesta emocional, mutismo. ¿Nos acercamos a una depresión? Tal vez es la soledad lo que le afecta… Los otros niños conviven en grupo, pero él no. En cualquier caso, es tarde para remediarlo. Imposible buscarle ahora compañía de su edad y características: dicha compañía no existe. Está solo en el mundo (literal y metafísicamente), pero aunque no lo estuviera hay que perseverar en su aislamiento, que debe continuar siendo hermético e irreversible: es precisamente ese grado extremado de soledad el que más reacciones dignas de estudio puede generar, y aportar así mejores datos sobre las posibilidades de preprogramación de la mente humana. Faceta positiva del balance: la ferocidad sigue siendo su válvula de escape, le atrae como un imán, y la cocaína funciona positivamente, si bien es necesario aumentar las dosis. A veces lo veo quieto y meditabundo, callado como el perro fiel que es, y me pregunto qué pasará por su cabeza. Posiblemente nada; nada que no sea el torbellino interior que le consume. En el sector aislado de la casa que le he habilitado como vivienda-mazmorra parece un oso enjaulado. Y sufre pesadillas ocasionales: ayer, en sueños, llamó desesperadamente a su hermano. Pensé que se trataba de un recuerdo extirpado, pero al parecer me equivocaba.
1965, abril. Con la primavera se anima.Mayor grado de estabilidad coincidente con una mayor época de acción: de un tiempo a esta parte, los indios de la Montaña están particularmente revueltos, enardecidos por los asaltos indiscriminados que ordena Canchancha, al que enfurece que no aparezca su famoso tesoro. La acción sienta bien al Niño: demuestra ferocidad intacta con dos presos que se le han entregado. Y atención, comienzan a evidenciarse síntomas de despertar sexual.
1966,junio. Estrenado sexualmente a los trece años con una prisionera que le he dado.Resultados óptimos, desvirgamiento fluido.
Y, como cabía esperar, nada de ternura o suavidad, es agresivo y brutal. Tras el acto ha sufrido una crisis convulsiva similar a la que siguió a la muerte de su primera víctima.
Impido intervención de los celadores, observo coletazos de salvajismo: hipercapacidad sexual, toma más veces a la prisionera, siempre violentamente, duro y bestial. En uno de los éxtasis, desfogándose, la golpea y la mata.
Fuera de sí, ¿locura sin retorno? Llego a temerlo seriamente. Pero atención, al rato se excita de nuevo y monta a la muerta: violencia
otra vez, éxtasis y ningún remordimiento. Dejamos a su disposición el cadáver. Durante dos días, nuevos actos sexuales sin síntomas de rechazo, sólo animalidad e indiferencia.
Esto es importante: demuestra que he alterado sus instintos naturales, que los he deformado. Un psicópata artificial de obediencia ciega. Bien.
Julio 1966. Follador desbocado a sus trece años e incansable, obsceno, en las vejaciones obsesivas a sus víctimas, imaginativo. Nuevas fuerzas, eclosiona. El Niño ha despertado otra vez. Y le arrastra la perversidad más idealmente malsana: con verdadero interés doy satisfacción a su iniciativa de encerrar -en jaulas de algo menos de un metro de altura a las que él mismo da el visto bueno: sadismo creativo- a cuatro niños de ocho años que han resultado inútiles para el experimento principaclass="underline" el Niño observa -su mirada es sucia, morbosa, degenerada- entre curioso y fascinado su reducción a la animalidad, que parece divertirle. ¿Ha encontrado mascotitas? Atreviéndome a creerlo así, me procuro otras cuatro niñas de ocho años y las encierro en jaulas iguales, aunque instaladas en estancias separadas que impiden el conocimiento mutuo: veremos, en el futuro, qué da de sí esta aberración.