Febrero 1967. Sexo álgido como siempre, pero novedad reseñable. Logro el objetivo de profundizar en la alteración instintiva que me propuse hace meses: por primera vez, el Niño se satisface sexualmente con una víctima masculina. Consecuencia natural de la depravación incitada, que por otra parte el aislamiento le impide contrastar. Además, la reacción en la víctima ha sido un éxito: violado por el niño que a la vez le martiriza con saña, experimenta un derrumbe emocional efectivo. Balance doblemente productivo: resultados notables en aplicación represiva y resultados notables en aplicación formativa, al revelarme la importancia de cuidar la respuesta sexual de los Niños. Imprescindible enriquecerla. Sacar al monstruo que se esconde tras sus caritas de falsa inocencia.
Como ves, por estas fechas -principios ya de 1968- mi talento se encontraba álgido, y a ensanchar sus miras contribuyó la llegada a Leonito, en simple viaje de placer, de un amigo de los viejos coroneles fallecidos, un ex militar de nacionalidad panameña que asesoraba sobre cuestiones de seguridad a distintos regímenes de América Central y del Sur. Quedó profundamente impresionado por el Niño, y de inmediato se ofreció a buscarle una rentabilidad entre sus clientes. ¿Por qué no? Intuí sintonía mental con la inteligencia del panameño, que poseía una exquisita educación europea, y la perspectiva de ampliar mi propio ámbito de poder resultaba tentadora. A fin de reflexionar sobre ello alejado de toda influencia, decidí tomarme unas vacaciones al otro lado del mundo y, aunque tenía noticias de que se vivían en París momentos de tensión, embarqué ilusionado en el avión que, veinticuatro años después, me llevaba de nuevo a nuestra querida ciudad.
No soy supersticioso, pero reconozco que hallé nefastos presagios en el hecho de que mi aterrizaje se produjese a primera hora de la mañana de un once de mayo memorable, el de aquel año 1968, y fuesen mi comité de bienvenida el inicio de la revuelta estudiantil que daría la vuelta al mundo y la imagen patética de unos cuerpos de seguridad impotentes y confundidos. ¡Mi París, tomado por jovenzuelos mal vestidos! Irritado, regresé al aeropuerto para verificar que la contrariedad se obstinaba en acuciarme: el primer avión hacia Leonito despegaba casi cuarenta y ocho horas después. Era preciso calmarse, y me senté frente al panel de salidas inmediatas, abierto a cualquier opción sugerida por el bailoteo de letras y números. Tuvo que ser mi viejo amigo el azar quien manipuló los dígitos para que el siguiente vuelo, con número que por alguna razón siempre he recordado, 4299, tuviese por destino Madrid. Sí, ¿por qué no? Había llegado el momento de saber más del gemelo de mi Niño.
«¿Qué hacías tú en Mayo del sesenta y ocho?» A lo largo de su vida, Ferrer había formulado esa pregunta en multitud de ocasiones, más o menos las mismas que la había respondido; era, durante determinada época y en determinados ambientes, un socorrido y casi siempre frivolo inicio de conversación que propiciaba respuestas tópicas o improvisadas según los intereses concretos de los conversadores. Sin embargo, esta vez Ferrer se esforzó en serio por afinar la respuesta: ¿dónde estaba él el 11 de mayo de 1968, cuando el vuelo 4299 procedente de París aterrizó en el aeropuerto madrileño con Víctor Lars a bordo?
– CB+A -dijo Roberto Soas, de pronto junto a él. ¿Cuándo se había acercado? Ferrer lo miró sin comprender a qué se refería. Soas señaló hacia el cuaderno de notas abierto a su lado y continuó con su tono socarrón:
– ¿Tanto te preocupa? CB+A -deletreó otra vez sonriente, relajado como si se encontraran a bordo de un yate de recreo y no en una barquita cuyo motor, amenazando con detenerse definitivamente en cada estertor, podía dejarlos abandonados a su suerte en el paraje perdido donde se encontraban. Ferrer logró reprimir el gesto instintivo, que hubiera sido delator, de cerrar el cuaderno de golpe, y se volvió esgrimiendo a su vez una sonrisa de disimulo.
– ¿Preocuparme? ¿El qué? -esmerándose para que su gesto resultara inocente, Ferrer cerró el manuscrito de Laventier y lo dejó a un lado, oculto a la mirada de Soas; no podía evitar que su mente estuviera en otro sitio y lugar: 1960, una mazmorra siniestra, su hermano arrancando con tenazas los genitales de un hombre encadenado. Y mientras, ¿qué hacía él? ¿Festejar, vestido de marinero, la Primera Comunión?
– Casildo Bueyes -aclaró Soas señalando en el cuaderno la frase con la que Ferrer había intentado, precisamente, ocultar el nombre del periodista asesinado-. Son sus iniciales, ¿no? Lo que ya no pillo es el significado completo. L mata a CB+A… ¿Quién es L? Misterio…
– Son notas de una cosa de Madrid -mintió Ferrer; pero desvió la mirada un instante, apenas una décima de segundo, y al volver a posarla sobre Soas captó que el otro le había descubierto. Soas asintió con parsimoniosa socarronería; si pretendía transmitir sensación de dominio sobre la circunstancia que atravesaban, Ferrer hubo de reconocer que lo conseguía.
– De todas formas, aunque insistas en lo contrario, Casildo Bueyes te preocupa, te lo digo yo… La A es lo que se me escapa… A… A… -bromeaba, fingiendo una sesuda concentración. Hasta que, de pronto, se produjo el chispazo de inteligencia. Ferrer vio, literalmente, cómo la mente de Soas efectuaba la conexión; incluso se habría atrevido a precisar los términos exactos de ésta: ‹¿CB es Casildo Bueyes y A es Arias… ¡Ferrer asocia la muerte de ambos!». Las miradas de los dos hombres, conscientes por igual de lo que pensaba el otro, se midieron durante un segundo en el que Ferrer buscó algo que decir sin encontrarlo.
La tos crónica del motor vino en su auxilio. Carraspeó de forma anómala y se detuvo. Ferrer y Soas miraron a Huertas, que había apagado el contacto sin motivo aparente y se ponía en pie mientras la inercia del impulso deslizaba la barca unos metros más sobre la serena superficie de agua del canal. Vuelto hacia ellos, Huertas los miró fijamente y extendió los brazos como un director a punto de marcar la entrada de la orquesta. Sus ojos, tensos y alarmados, saltaban alternativamente de Soas a Ferrer mientras, muy despacio, llevaba el dedo índice hasta los labios para reclamar silencio; obstinado en atrapar algún sonido en la quietud del aire, ni siquiera respiraba. Acaso influido por la expresión demente del capitán, Ferrer creyó durante una décima de segundo que escuchaba a su espalda un sonido lejano: ¿el motor de otra barca, que alguien preocupado por no ser descubierto se había apresurado a detener? La percepción, infinitesimal, no pudo ser verificada, y un segundo después la contundencia del silencio convertía en ridiculas la prevención de Huertas y su postura de brazos congelados en el aire, con la sucia guerrera desabrochada, la cartuchera vacía y el pañuelo atado en cuatro nudos sobre la cabeza a modo de protección solar. Era el segundo acceso de manía persecutoria del capitán; el primero ya se había manifestado intermitentemente a lo largo de la caminata desde el Desfiladero del Café hasta el lugar donde habían hallado la barca: convencido de que los indios los perseguían, incluso había ido sembrando el camino de trampas contra sus fantasmales perseguidores. Esas demoras ya le habían costado una discusión con Soas, y ahora, en la barca, parecía avecinarse otra.
– Parar el motor ha sido una locura -susurró Soas; su tono suave, al carecer de matices, resultaba particularmente amenazador.