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– Nos siguen -se defendió Huertas, obcecado aún en hallar algún sonido en medio del silencio.

– Espero que puedas volver a encenderlo -dijo Soas, todavía más pausado. Ferrer miró a su alrededor: la barca, tras perder la inercia, se había detenido; junto a una de las orillas del canal flotaban, semisumergidos y también quietos, tres largos troncos que una mirada minuciosa revelaba vivos y cubiertos de escamas, expectantes.

Huertas se agachó para poner en marcha la barca. Pulsó el contacto y el motor se encendió a la primera; el capitán dedicó a Soas una mirada retadora de victoria y se concentró de nuevo en la navegación, enfadado como un niño caprichoso o tonto.

– Ha perdido los nervios -dijo Soas en voz baja-. Me preocupa.

– Han muerto todos sus hombres y… -respondió Ferrer.

– Eso se la suda. Lo que le jode es haberse cagado de miedo: Huertas, el capitán de hierro, como le llamaban en la academia, convertido en un flan chino. Y tú y yo, testigos.

– Sin contar con que él ha matado a uno.

– ¿A un qué?

– A uno de sus soldados. Al saltar del tren. Junto a mí, lo he visto.

Soas miró a Huertas, meditando con gesto grave la inesperada información.

– No le importaría que nos pasara algo antes de llegar a la Montaña -masculló.

A Ferrer le pareció repentinamente absurdo, casi cómico, que el honor y orgullo heridos de Huertas viniesen a complicar más su situación; imaginó al capitán asesinándolos en un descuido para evitar que revelasen el secreto de su ignominia, enterrando sus cuerpos en tumbas cavadas con la única ayuda de sus manos y viviendo el resto de su vida angustiado por la posibilidad de que alguien encontrase los cadáveres, y no pudo evitar que se le escapase un breve acceso de risa histérica. Soas le miró desconcertado, pero sonrió para que su dominio de la situación no quedase mermado y preguntó cordialmente:

– ¿Qué hacías exactamente antes de venir para acá? ¿Te gusta vivir en Madrid?

Ahora fue Ferrer el desconcertado; las preguntas de Soas tenían el tono de una afable conversación de bar, pero era la tercera vez que intentaba, mediante diferentes subterfugios igualmente ingenuos, llevar a ese terreno su diálogo: Madrid y la actividad de Ferrer antes de volar a Leonito. ¿Por qué? Ferrer iba a responder cuando vio a la rubia en biquini que practicaba surf sobre una inverosímil ola estática situada en un recodo del canal. Tardó un par de segundos en comprender que se trataba de un viejo cartelón oxidado. La rubia sonreía y señalaba con el pulgar hacia el texto situado sobre su cabeza: «Urbanización hotelera Paraíso en la Tierra, a dos km. Bienvenidos».

– ¿Hemos llegado? -preguntó Ferrer, excitado por la aparente proximidad de la civilización.

– Al menos, no nos hemos perdido -Soas se puso en pie; también parecía satisfecho-. Este viejo grupo de hoteles está a pocos kilómetros de la Montaña. Vamos bien. Ya os lo dije: nadie espera que vengamos por el camino más largo.

– ¿Dejamos la barca?

– No. Según recuerdo de los planos, será mejor continuar hasta el muelle del hotel. Me consta que sigue en uso porque los ingenieros lo han usado. Desembarcamos y seguimos a pie desde allí. Pero nos estamos acercando -dijo mientras se dirigía hacia la proa para informar a Huertas.

«Nos estamos acercando», se repitió Ferrer ante el cartelón. La herrumbre y las inclemencias climáticas habían desdibujado las letras y convertido a la llamativa figura femenina en una suerte de espectro cuya sonrisa de felicidad, caprichosamente preservada por el paso del tiempo, evocaba un aire burlón y a la vez tenebroso, el augurio insistente de estancias que Ferrer sabía infernales: los Faros Uno y Dos, donde según la leyenda habían habitado los Hombres Perro cuya existencia insistía Soas en minimizar. Y el Faro número Tres: según confesión propia, la guarida de Victor Lars en los últimos años. Tal vez también el lugar donde el Niño de los coroneles había vivido la siniestra infancia con la que Ferrer trató otra vez de establecer el paralelismo de su propia existencia regalada y feliz, ajena al hecho de que su hermano gemelo, lejos de fallecer por causas naturales, había sufrido una pesadilla perpetua de final todavía ignorado. Le urgió otra vez la prisa.

Once de mayo del sesenta y ocho, vuelo 4299 procedente de París.

En comparación con el intolerable bullicio revolucionario de París, la ciudad de Madrid, dormida, mediocre, vencida, tercermundista y gris por la prolongada sumisión al feísmo genético de Franco, resultaba relajante. Paseando por sus calles o acomodado en la terraza de la suite del Ritz, medité durante las primeras horas de mi estancia que España podía haber sido también un destino seguro tras la derrota, aunque es probable que la sociedad pacata, burócrata y ratonil diseñada a su medida por el dictador y su lúgubre esposa no hubiera propiciado oportunidades para mi personalidad vanguardista.

Luisito Ferrer vivía en una zona selecta de Madrid: un jardín con piscina rodeaba la casa de dos plantas de su padres, el diplomático retirado Aurelio Ferrer, que, asómbrate de las casualidades que nos depara la vida, era nada menos que el embajador al que veintiún años atrás salvé de la furia de Teté disparando el flash de una cámara de fotos. La exhibición de este dato, que averigüé cuando desde mi oficina en Leonito recababa información sobre el papá adoptivo del gemelito español, podía haberme abierto sus puertas con facilidad, pero una cautela instintiva me recomendó no recurrir a él. A cambio, propicié un encuentro aparentemente casual que nos llevó a entablar conversación: cuando descubrió, con sincera alegría, que yo residía en Leonito, insistió para que pasara una velada en su hogar.

Aurelio Ferrer era un hombre culto, refinado y ciertamente agradable, pero hube de ponerme en guardia ante la instintiva animadversión que su esposa, una india leonitense de peligrosa inteligencia natural, abrigó hacia mí a pesar del despliegue de encanto del que hice gala durante aquella reunión en la que no comparecería el adolescente Luis porque se hallaba ingresado en el hospital para la exploración rutinaria de algún dolor abdominal. Durante la velada mi curiosidad científica no dejó de preguntarse qué ocurriría si encerrase en la misma celda a los dos hermanos, cómo reaccionarían las personalidades ya formadas de ambos ante el impacto emocional de verse ante otro yo físicamente idéntico pero de carácter por completo opuesto. ¿Abandonaría mi enloquecido Niño la torre de soledad en la que se había encerrado ante la presencia del hermano gemelo que, me constaba por determinadas manifestaciones de sus ocasionales crisis de melancolía, seguía pesando en su recuerdo y su corazón? Y por otro lado, ¿qué reacciones provocaría la visita al infierno en las maneras del ejemplar muchacho madrileño que en las fotografías familiares que pululaban por el salón de los Ferrer evidenciaba un asombroso parecido físico con su doble del otro lado del océano? Sopesé, mientras alababa el postre, las posibilidades reales de ese instructivo secuestro, y si finalmente preferí descartarlo fue porque su ejecución exigía un sacrificio de tiempo y esfuerzo que no podía dedicarle. No obstante, me resistía a abandonar Madrid sin haber visto al menos una vez a la versión angelical de mi monstruo, y por eso al día siguiente, apenas amaneció, me dirigí a la clínica y haciéndome pasar por un amigo pregunté por el joven Ferrer.

En la habitación individual, a la que accedí oculto tras mi sonrisa más bondadosa y mundana, acontecía un inesperado revuelo de médicos y enfermeras: el aparentemente inocuo dolor de Luisito era en realidad una traidora apendicitis que por haber sido desatendida durante días amenazaba ahora, de pronto, con degenerar en peritonitis de consecuencias impredecibles, trataba de explicarme un ayudante médico cuando llegaron, congestionados, Aurelio y su mujer. Sus rostros podrían haber ilustrado un catálogo de expresiones paternas de miedo, desolación y amorosa preocupación: aquellos seres amaban brutalmente a su hijo. Si moría, podían morir con él… Morir de pena, de dolor. De amor. Decidido a contemplar la resolución del espectáculo, oculté mi excitación tras la máscara de una desolación solidaria y me dispuse a observar. Fatal error… Todavía hoy me arrepiento, todavía hoy recuerdo neblinosamente los detalles de lo que ocurrió… Todavía hoy ignoro por qué actué como actué. Apenas media hora después de la llegada de Aurelio al hospital, y como si se tratara de un cronometrado encadenamiento de sucesos ensayados, entró el doctor lanzando frases precisas como bombas: la situación se había agravado. Era preciso realizar a Luisito una transfusión de AB negativo en cuestión de minutos. Las existencias del hospital estaban agotadas. La sangre solicitada a otros centros podía llegar tarde… Aurelio asimiló la información tratando de mantenerse firme y no lo consiguió; su esposa se dejó caer sobre una silla, golpeada por algo invisible que le absorbió el color de la tez. En cuanto a mí, qué fácil hubiera sido sentarme también y aguardar compungido el desenlace. Era evidente y diáfano que ésa, y no otra, tenía que haber sido mi actuación: ¿por qué entonces me desabotoné el puño de la camisa para revelar que mi sangre pertenecía al precioso AB negativo? ¿Por qué ofrecí la vena? Nunca lo he sabido. Tumbado en la camilla instantes después, miraba transitar la sangre desde mi brazo hacia el del enfermo insconsciente, oía sin escucharlas las palabras de amistad eterna de Aurelio y percibía cómo mi corazón amenazaba con explotar a cada latido, desbocado por excitaciones inconcretas que era incapaz de definir… De todas las sensaciones de aquella mañana, hay una que permanece particularmente imborrable: la mirada de la madre del enfermo. Sé irracionalmente que lo intuía todo sobre mi persona, que estaba viendo con nitidez de inexplicable proyección cinematográfica la esencia de mi biografía y acaso de mis actos, que podía radiografiar los verdaderos sentimientos que guardaba hacia su hijito. Los ojos de la enconada indiecita ardían durante la transfusión, evidenciándolo, y luego, cuando ésta concluyó, emitieron una silenciosa advertencia que, mareado por el desgaste físico, capté y acaté, apresurándome a abandonar el hospital -podemos decir que huí de él- en dirección al aeropuerto.