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Durante el vuelo de regreso, me sacudieron pensamientos complejos e inclasificables que se volvían más furiosos a medida que el avión me alejaba de España: ¿por qué había salvado a Luis Ferrer? ¿Por qué no permanecí callado, aguardando el fatal desenlace? ¿Qué me impulsó a regalarle mi sangre? Nunca he podido dar respuesta a esas preguntas, aunque me inquietó entonces y durante mucho tiempo que el imparable impulso de generosidad hubiese venido a sumarse a otra circunstancia que ya conoces, el disparo del flash fotográfico. Había salvado al padre en 1947, salvaba al hijo en 1968. ¿Casualidad? ¿O, de nuevo, capricho del azar?

Ferrer hizo un esfuerzo de memoria: tras la convalecencia de aquella intervención, sus padres habían dejado transcurrir unos meses antes de explicarle lo cerca que había estado de la muerte, y sólo pasado ese tiempo supo que debía la vida a la sangre de un amigo de Aurelio que casualmente se hallaba de visita en el hospital; pero nunca hicieron hincapié en la identidad de ese amigo, que permaneció así en el recuerdo como un salvador etéreo, anónimo y desdibujado cuyo misterio había servido al joven Ferrer para relatar con cierto toque épico el relato de su curación. Ahora, más de dos décadas después, aquel rostro adquiría de pronto los rasgos siniestros -pero, además, desconocidos- de Victor Lars.

El motor de la barca comenzó a detenerse. Huertas reducía la marcha mientras dirigía el timón hacia la orilla derecha, en la que se divisaba el pequeño muelle construido en madera.

Ferrer guardó el manuscrito y se unió a sus compañeros en la proa de la barca. El alivio por la proximidad de la tierra firme fue breve: lo rompió enseguida un nítido chasquido metálico que sonó a su espalda, alertándole; volvió los ojos sigilosamente, sin mover la cara: Soas, silencioso como siempre, había amartillado el revólver que llevaba consigo. Ferrer se palpó el bolsillo del pantalón: la pequeña pistola que le habían entregado seguía allí, y comprendió con un escalofrío que no era imposible que tuviera que utilizarla. Apretó sobre ella la mano sudorosa como si fuera un salvoconducto que no lo tranquilizó: el origen de su desasosiego no se encontraba en los indios que podían aguardarles emboscados, sino en la imagen de la transfusión de sangre, especialmente morbosa en su evocación porque, mientras él dormía anestesiado, sus padres observaban la escena y agradecían al destino la llegada de Lars, el benefactor.

Al pararse el motor se hizo un silencio tan denso que Ferrer pudo escuchar con claridad cómo uno de los otros dos hombres tragaba saliva; enseguida comprendió que tal vez había sido él mismo quien produjo ese sonido. La serenidad paradisíaca del entorno, excesiva de puro nítida, casi presagiaba inconcretas amenazas: el tableteo de una ametralladora oculta, la inminencia de un grito guerrero que lanzase a los feroces indios contra la barca… Soas permanecía inmóvil, clavada la mirada en la tupida vegetación de la orilla y con el cuerpo erguido, muy derecho, como si considerase que agacharse era, más que una prudencia, una indignidad inútil caso de que efectivamente empezasen los disparos.

Tras unos segundos que parecieron eternos, Soas saltó a tierra. Huertas y Ferrer, como si temieran quedarse solos a bordo, se apresuraron a imitarle. Nadie les disparó, nadie les asaltó: estaban solos en el pequeño claro de terreno al que se accedía desde el muelle.

Un sendero artificial bordeado de arbolillos que alguna vez merecieron la atención de un jardinero se abría frente a ellos, y una camarera portando un cesto de frutos exóticos, dibujada sobre un cartel oxidado por la misma mano a la que se debía la surfista en biquini de un trecho antes, les invitaba a seguir el consejo del texto oxidado: «Bienvenidos al Hotel Paraíso en la Tierra».

Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Avanzaron por el sendero con cuidado, como si cada pisada pudiese desatar inimaginados peligros.

En el tercer recodo del camino apareció, a lo lejos, la techumbre roja, semioculta por la vegetación, de un edificio bajo: el primer vestigio de la antigua presencia humana. Los tres hombres se consultaron con las miradas y fue de nuevo Soas quien se decidió a dar el primer paso; los otros, también de nuevo, se apresuraron a seguirle.

La casa era un bungalow típicamente turístico, el primero de una urbanización que ocupaba el espacioso llano donde desembocaba el sendero. Más allá se divisaba un edificio principal blanco, de varias plantas, y hacia él se dirigieron avanzando alerta por entre los bungalows desiertos. Ferrer observó que Huertas, cada poco, se volvía repentinamente hacia atrás, como si esperase sorprender a sus inexistentes perseguidores. ¿O eran simplemente sigilosos?

Llegaron hasta el edificio de sucia blancura y se desperdigaron por la explanada frontal tratando de no perderse de vista unos a otros. Soas caminó hacia la piscina. Huertas entró en el edificio. Ferrer se plantó frente a la fachada principal. Recordaba a la del Madre Patria, pero el abandono convertía en inhóspitas y siniestras las construcciones erigidas en otro tiempo para satisfacer en cada detalle a los selectos clientes: innumerables hojas de hierba cubrían la pista de tenis y la lona negra que ocultaba de la vista la piscina, los cristales de puertas y ventanas de la fachada estaban meticulosamente hechos añicos y del rótulo que señalaba el camino del «Gimnasio Sueco» se habían descolgado la «S» mayúscula y una «i». Todo era sucio, todo estaba desgastado: el saldo del paso del ciclón de 1971 sumado a veinte años de soledad rigurosa. Pero además, las paredes estaban renegridas por zonas, como si hubiesen sufrido la acción de un incendio que no parecía antiguo. Tal vez, tras el abandono definitivo, se había propagado el fuego a causa de alguna tormenta u otro fenómeno natural.