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Inició el camino hacia la escalera central que conducía hacia las habitaciones. Ferrer le siguió tras echar una última mirada a los cinco cadáveres. Mejor olvidarse de enterrarlos, pensó; de proponerlo siquiera.

En la planta superior el abandono seguía siendo la seña de identidad más significativa, aunque ciertos detalles, como nuevos puntos de luz funcionando, evidenciaban que los verdugos habían utilizado las habitaciones mientras disfrutaban de su Japonesa.

Del desvencijado mueble bar de una de las habitaciones, Soas sacó una botella de licor, la destapó y olisqueó el contenido.

– Agua potable -bromeó; Ferrer se preguntó si realmente esperaba tranquilizarlo con su artificioso optimismo, si sería consciente de que, en realidad, sólo estaba logrando colmar su paciencia -. Coño, mira: la suite Monaco. Me la pido.

El cartel pintado a mano coronaba pomposamente una puerta doble por la que accedieron a la suite, un decorado de lujo en el que nadie había pasado una escoba en lustros. Soas salió a la terraza con la botella en la mano.

– Cojonudo, vistas a la piscina -olisqueó de nuevo la botella, ahora varias veces seguidas, como si necesitara convencerse de que el licor estaba en buenas condiciones.

– Vale ya. No me trates como a un niño -dijo Ferrer por todo comentario.

Soas adoptó una expresión desconcertada.

– He entendido nuestra situación perfectamente -continuó Ferrer-. No hace falta que finjas tanta serenidad, ¿de acuerdo? No somos niños. Ya sé que dentro de una hora podemos estar muertos o peor, jugando a esa… -señaló inconcretamente hacia el lugar donde reposaban los cinco cadáveres.

Soas asintió mientras, con el faldón de la camisa, limpiaba dos vasitos de licor que Ferrer no le había visto coger del mueble bar. Igual de sigiloso que con el revólver, pensó. Soas trató de disculparse a su manera.

– Era una forma de hablar. Mira -tomó a Ferrer del brazo y lo acercó hasta la barandilla de la terraza-, desde aquí vemos la piscina y también el camino de llegada. Esta noche habrá luna llena, o sea que podremos vigilar sin ser vistos, por turnos. Si los indios aparecen, nos largaremos por la puerta de atrás.

– ¿Otra forma de hablar? Lo de largarnos por la puerta de atrás…

– Si quieres llamarlo así… Y por cierto, ya sé -hizo hincapié en el verbo- que no somos niños.

Esta vez fue Ferrer quien asintió. Soas sostuvo los dos vasitos en la palma de una mano mientras con la otra los llenaba de licor. Ofreció uno a Ferrer, que lo aceptó y dio un sorbo mientras se acercaba a una vieja tumbona extendida en la terraza. Se dejó caer en ella; apenas relajó los músculos, el agotamiento doloroso de las últimas horas se adueñó de él como una piel de cemento. Tuvo la sensación de que si intentaba ponerse en pie el cuerpo no le respondería. Junto a la puerta de cristales rotos, Soas bebía y consultaba su reloj.

– Van a cumplirse veinticuatro horas desde que estamos perdidos e incomunicados. El ataque al tren fue al amanecer. Me pregunto qué habrá pasado en este tiempo. Llevo dándole vueltas a tu teoría de las dos facciones indias, y me tiene jodido. Hasta ahora tenía que vérmelas con un solo grupo, ¿sabes? Impredecible, salvaje y armado, de acuerdo. Pero sólo uno. Tu teoría da un giro a todo el asunto. Mira el caso de Arias, por ejemplo… No es la primera muerte violenta desde que empezaron las obras, pero sí el primer asesinato con esa premeditación y ese sadismo. Por no hablar de los soldados muertos, los del tren y los de aquí abajo. Me pregunto cómo habrá caído la noticia en la capital, qué pensará el gobierno. Y el ejército.

– ¿El ejército?

Soas se acercó a Ferrer y rellenó su vaso.

– El ejército está hasta los cojones de Leónidas y de su puta madre. Algunos jefes propusieron hacer una limpieza en profundidad.

– Quieres decir una matanza.

– Quiero decir una manera de quitar de en medio el problema, llámalo como quieras. Y ahora la volverán a proponer. Hay planes para hacerlo. Bien elaborados desde hace tiempo, me consta… Aunque toda la preparación se ha llevado muy en secreto, no conviene una guerra a la imagen de la democracia, y menos contra los indígenas. Pero hay demasiado en juego. ¿Tú no harías lo mismo?

– ¿Yo? ¿Empezar una guerra? ¡Estás loco!

– Venga, Luis, que te estoy preguntando tu opinión, como profesional y observador neutral. Hasta esta mañana, había lo que podríamos llamar desacuerdos entre el consorcio hotelero y los indios de la Montaña, y desde esta mañana…

– ¿Desacuerdos? -Ferrer encontró fuerzas para esbozar una sonrisa irónica-. ¿No te parece un término demasiado suave?

– Vale. Desacuerdos serios, si prefieres. Pero desde esta mañana podemos considerar que, técnicamente, hay guerra abierta. Está claro. Y eso, sin contar lo de esos cinco desgraciados, que echa más fuego al asunto.

Ferrer sintió otra vez la tentación de hacer partícipe a Soas del nuevo punto de vista que la narración de Lars arrojaba sobre el asalto al tren. Pero otra vez eligió callarse.

– Como periodista -insistía Soas-, y por mucho que tus simpatías estén con los indios, que sé que lo están, tienes que reconocer que han precipitado las cosas. Posiblemente hacia un punto sin retorno.

– Sí, no creo que esto puede resolverse por las buenas…

– No, yo tampoco… Aunque si llego a tiempo a la Montaña, tal vez pueda forzar una nueva negociación y evitar el desastre. Evitar la guerra. Lo deseo tanto como tú, te lo aseguro… -con la botella en la mano y la mirada perdida más allá de la piscina, Soas parecía reflexionar, hondamente sincero; de pronto, retomó la conversación en un incongruente tono cordial, casi alegre, y procedió a rellenar los vasos-. Por cierto, antes no me contestaste.

Ferrer lo miró sin comprender.

– Lo de Madrid -sonrió Soas-. Cuando veníamos en el barco me ibas a contar qué tal por allí.

Madrid otra vez. Ferrer se puso en guardia; ese interés iba hacia algún lugar que, según intuía, no iba a gustarle nada.

– ¿Madrid? -aparentó extrañeza para ganar tiempo.

– Madrid, tu vida anterior a este viaje… Todo eso, ya sabes.

Soas, aparentemente indeciso, tanteaba la aproximación al tema que le interesaba; Ferrer lo observaba, preguntándose cuándo se iba a decidir. De pronto, le vio vaciar su vasito de un trago, carraspear y mirarle a los ojos. Ahora, se dijo Ferrer; e instintivamente, como si desplegara así una especie de coraza, llevó su propio vaso a los labios.

– Con tanto lío, sólo hemos hablado de mí y de la Montaña… Quería que supieras que estoy al corriente de lo de tu hija.

Ferrer mantuvo el vaso sobre los labios, alargando el momento todo lo posible y reteniendo el licor en la boca. Soas quería hablar de Pilar. Tragó saliva y la garganta arrastró también, de golpe, todo el licor. Sintió el fuego bajándole hasta el estómago, y supo que había enrojecido. Soas hizo lo peor que podía haber hecho para acabar de perturbarle: fingir que no se había percatado de su embarazo.

– A veces -siguió como si tal cosa, mientras se acercaba para rellenar el vaso de Ferrer- nos volcamos en los asuntos de trabajo, y sin darnos cuenta olvidamos a los compañeros que tenemos cerca cada día. No, no tengas miedo, que no me voy a poner lacrimógeno. Es sólo que hemos pasado cosas muy intensas juntos y, no sé… -dudó, llenó de licor su vaso y lo vació de un trago; pareció encontrar fuerzas para resolver su discurso-. En fin: quería que sepas que sé lo de tu hija. Lo siento, lo siento de verdad. Y sé de lo que hablo, te lo aseguro.

Ferrer no sabía qué decir y agradeció que Soas continuase.

– Perdí a mi mujer. Igual que te pasó a ti también, hace tiempo… La mía murió hace menos de un año, no sé si estabas al corriente.

– Estaba en las notas que me prepararon en el periódico.

– De cáncer, como la tuya. Y también de golpe, de la noche a la mañana. Dos hijoputadas juntas.