Rellenó y vació el vasito de nuevo; el licor liberaba su locuacidad, y a Ferrer le extrañó: no encajaba con la fría efectividad de Soas la indefensión ante los efectos del alcohol. Tampoco la tendencia al ensimismamiento amargo en cuya melancolía parecía a punto de empezar a deslizarse.
– Hostia, si… ¿Sabes lo que habíamos estado haciendo dos horas antes de que nos diesen el diagnóstico? ¡Follar! ¡Follar de puta madre, como siempre! Y en la clínica fui yo el que se puso blanco y se desmayó. ¿Qué te parece? ¡Follando dos horas antes…! -repitió amargamente, con el deseo de autoflagelarse en apariencia todavía vivo- Y al rato… Fue la última vez que hicimos el amor, claro. Bueno, no. La penúltima… La última fue en nuestra casa de la playa, en Costa Rica, frente al Pacífico. Una especie de despedida que ella me quiso regalar. Cuando empezó a no estar bien lo dejé todo y nos fuimos allí hasta que murió. En los últimos tiempos sólo pensaba en acabar cuanto antes. Y acabó. Después de hacer el amor esa última vez salió en la barca, de noche, y se tiró al mar.
Ferrer hizo una pausa respetuosa y luego, sin saber por qué, se sinceró también:
– Mi mujer y yo íbamos a salir de viaje cuando lo supimos -dijo; sólo un instante antes, cuando Soas había derivado la conversación de Pilar hacia su propia tragedia, se había sentido agradecido por no tener que hablar de su hija ante ese hombre inteligente, respetable y ligeramente inquietante; ahora, sin embargo, la intimidad del otro le animaba a exponer la suya propia-. Es curioso, hace años que no hablaba de esto… Cuando nos dijeron lo de su enfermedad estábamos preparando el viaje…
Ahora fue Soas el que no hizo comentario alguno; se limitó a rellenar las copas. Los dos hombres bebieron a la vez.
– El primero solos desde que nació Pilar. La íbamos a dejar con sus abuelos… Hace ya cinco años que mi mujer murió… Cinco.
– ¿Y lo soportaste?
– Se soporta todo.
– Yo no -afirmó Soas.
– Tú también, ya lo verás…
– No, yo no -subrayó, de pronto, Soas. Y luego, transitando igual de repentino hacia la melancolía:
– Yo no, te lo aseguro.
Las últimas palabras sorprendieron e impresionaron a Ferrer. Sintió que era otro hombre quien las había pronunciado: uno profundamente sincero. Un hombre todavía enamorado. ¿Quién era el verdadero Roberto Soas? ¿El ejecutivo invicto que había conocido hasta ahora o el amante perpetuo de la esposa suicida?
Sin darle tiempo para más reflexiones, Soas, acaso súbitamente consciente de la rendija abierta por culpa del descuido en el hermetismo de su intimidad, se apresuró a replegarse tras su dura eficacia habitual. Brilló de nuevo su fría inteligencia -y a la vez supo Ferrer que toda la conversación, con la posible excepción del infinitesimal destello sentimental, había estado encaminada a propiciar ese instante- cuando dijo:
– ¿Te has dado cuenta de una cosa, Luis? ¿Una cosa que nos une?
Ferrer negó con la cabeza sin dejar de mirarle; ansioso por escuchar el resto, no apartó la vista de él para interesarse por el ruido que se produjo en el pasillo. Tampoco Soas se volvió. Miró a Ferrer muy al fondo de los ojos mientras pronunciaba despacio sus palabras:
– Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo.
Alguien entró en la habitación, pero lo que aceleró el corazón de Ferrer no fue eso, sino que supo lo que Soas iba a decir un segundo antes de que efectivamente lo dijera:
– Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú.
Ferrer se quedó helado. Ambos mantuvieron los ojos fijos en el otro hasta que Soas levantó la vista y habló por encima de la espalda de Ferrer, de nuevo campechano.
– Hombre, regresa el heroico Huertas -dijo en tono jocoso, como si pretendiese ahora restar importancia a la tormenta que había desencadenado en la mente de Ferrer-. ¿Qué tal las Cruzadas, capitán?
Huertas hizo caso omiso de la ironía de Soas.
– He encontrado linternas. Nos vendrán bien -dijo depositando sobre la mesa una roñosa bolsa de viaje con la cara de Mickey Mouse estampada en el lateral.
Soas se levantó para examinar las linternas. Ferrer se quedó en la tumbona, sosteniendo en el aire el vasito de licor ya vacío. Lo paralizaba el miedo por las palabras de Soas. Desde la muerte de Pilar nadie había puesto en duda su versión del suicidio. ¿Qué pretendía Soas con su morboso juego? Tal vez nada, pero Ferrer no pudo evitar que le ardiese en el estómago un cosquilleo de fuego que ni la amenaza de los indios había logrado desatar. Se puso en pie para aliviar el ardor pero no lo consiguió. Siguió latiendo dentro de él cuando, artificialmente simpático como antes, Soas adjudicó a Huertas la primera guardia y se fue a dormir.
– Hasta mañana… -dijo sin asomo de miedo al tumbarse en la cama boca arriba y con las manos bajo la nuca, sonriendo. Ferrer se preguntó si le divertía el estado de ansiedad que había logrado provocarle.
Huertas se instaló junto a la ventana desde la que se dominaba la entrada a la explanada, con el arma en la mano, y Ferrer, que se sabía incapaz de dormir pero no quería mostrar su nerviosismo al militar, tomó una de las linternas y se acomodó en el desvencijado tresillo del otro extremo de la suite. Agradeció ahora haber llevado consigo la hoja del informe de Marisol referida a Soas… Roberto Soas Menchén: hijo de militar nacido en Barcelona en 1940, alumno de la Academia General del Aire de San Javier, Murcia, en 1958, licenciado en Economía y Derecho por la Universidad Nacional de Educación a Distancia en el 1978, carrera ascendente de méritos, ascensos y destinos relacionados de forma cada vez más estrecha con los servicios de prensa y relaciones externas del Ejército del Aire, relacionado en los últimos diez años con diversos proyectos empresariales privados, el último de los cuales era el Consorcio La Leyenda de la Montaña… Datos sobre los que Ferrer pasó apresuradamente los ojos hasta llegar a lo que le interesaba: en 1980 Soas se casó con María de la Concepción Álvarez Vidal, economista diez años más joven que él. Desde entonces trabajaron juntos en todos los proyectos laborales que Soas abordó. Eran, según las notas de Marisol, «auténtica uña y carne rica, guapa y feliz: lo que a todos nos gustaría, Luis. Juntos, según dicen, se atrevían con todo y podían con todo. La muerte de Álvarez Vidal, acaecida en Costa Rica en agosto de 1991, enloqueció a Soas. Álvarez no soportó el cáncer galopante que la consumía y acabó con sus días arrojándose al mar en la casa familiar. Soas hubo de ser internado, víctima de una fuerte depresión que casi acaba con él. Sufría alucinaciones, y una vez estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la habitación. Veía una luz blanca y cegadora, desde la que le llamaba su mujer. La alucinación se repitió seis veces y, ya recuperado y con el alta en la mano, seguía afirmando que la vio. E insistía: era su mujer llamándole. Bueno, cosas más raras se han visto. Otra cosa, que puede servirte: Soas empezó a trabajar en La Leyenda de la Montaña para salir del pozo depresivo en el que se hallaba, llegó a Leonito en octubre de ese mismo año, el 91». Ferrer se reconoció impresionado: luz blanca, luz cegadora… El gélido Soas amaba profundamente a su esposa muerta, como él mismo había podido comprobar durante un breve instante que, ahora lo sabía, había sido sincero. Y tal vez la había matado. A solas, a escondidas. «Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo… Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú». La simpatía que sentía por el militar español y su solidaridad con el drama que había vivido no aliviaban la incertidumbre por sus enigmáticas palabras, que necesariamente ocultaban alguna intención precisa y, por lo que sabía de Soas, meditada en profundidad. ¿Qué intención?, se preguntó mientras regresaba al manuscrito.
Al regreso de Madrid, me encontré con que aquel verano de 1968 se había recrudecido la guerra en la Montaña Profunda.