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Las incursiones de rapiña ordenadas por José León Segundo en busca de su El Dorado leonitense eran, además de infructuosas e interminables, cada vez más sanguinarias, porque los indios, por fin furibundos, habían decidido pasar de la defensa al ataque, y sus selectivos golpes de mano resultaban cada vez más eficazmente dañinos. La guerra se estancó. Y fue así, estancada, como forcé que conviniese a mis planes. Hice ver a los coroneles la necesidad de ensañarse con ese foco de rebelión, pero la persecución de los indios de la Montaña Profunda -con la excusa de la búsqueda del tesoro que teóricamente protegían- tenía en realidad por objeto convertirse en el banco de pruebas desde el que consolidar el proyecto Niño de los coroneles y sus ramificaciones.

Las características de la Montaña facilitaron el aislamiento táctico del sector: una vez acotado éste, nadie pudo entrar ni salir del cerco. Invisibles o no -inexistentes o no-, los indios quedaron sitiados, igual que algunos poblados indígenas habitados por lo que algún observador ajeno al conflicto -tú, sin ir más lejos, Jeannot- habría definido como «seres inocentes». Establecí dos cordones militares. Uno, integrado por numerosos reclutas de reemplazo, circundaba el área A: media circunferencia con un radio de diez kilómetros cuyo centro era la Montaña, a cuya espalda el mar ocupaba lo que habría sido la otra media circunferencia; los hombres e incluso muchos oficiales de este contingente creían ser la retaguardia de un comando antiterrorista especial, y nunca sospecharon que, en realidad, eran los vigilantes encargados de ocultar al resto del mundo los sucesos que allí iban a tener lugar. El área B, semicircunferencia con el mismo centro pero un radio inferior en tres kilómetros, era la zona por la que campaban a sus anchas, bajo mi mando directo, mil seleccionados Pumas Negros y un regimiento compuesto por ciento cincuenta niños de entre siete y once años salidos de nuestra escuela, cuyo viejo lema -«Ferocidad Gratuita, cuanto más mejor»- podía reconocerse en la iniciales F.G. cosidas, a modo de charreteras, en las mangas de sus diminutos uniformes.

Si éstos eran los pescadores y los indios el pescado a capturar, los poblados inocentes constituyeron el cebo: hasta entonces, las atrocidades cometidas sobre ellos por los hombres de Canchancha, aunque ciertamente brutales, habían sido esporádicas e incluso casuales, jamás alentadas por el concepto delicado y riguroso del Mal que ahora, cada madrugada, espoleaba a los niños a jugar con la tortura y muerte de los moradores del poblacho de turno, elegido siempre al azar. Los habitantes de las dos o tres docenas de aldeas acotadas en la zona de restricción podían moverse con libertad dentro de ésta, pero no abandonarla: permanentemente vigilados por los Pumas Negros, eran prisioneros sin cadenas ni cerrojos cuyas únicas actividades consistían en tener pánico al siguiente amanecer, en rogar a lo largo de la noche que fuese el pueblo próximo y no el suyo, que fuesen los vecinos de al lado y no ellos y sus hijos, los elegidos por los niños.

La provocación acabó por lograr su propósito: mi ley marcial, que tensaba el aguante de los cebos humanos prohibiéndoles enterrar los cadáveres de sus seres queridos, molestar a las ratas hambrientas que solté en los poblados o -te asombraría el mazazo psicológico, personal y colectivo, que acaba por suponer esta sutileza- emitir, bajo amenaza de muerte, el menor sonido corporal durante las horas de luz solar, enfureció a los guerreros invisibles, que se volvieron de carne y hueso para proteger a los suyos. La ferocidad que desplegaron, de contundencia paralela a la nuestra, favoreció mis planes: la sangre llamó a la sangre, el odio al odio y la guerra a la guerra, pero estos logros, al ser previsibles, fueron sólo secundarios. Mi verdadero éxito radicó en conseguir que, fuera de la línea B, el horror se mantuviese en secreto, fuese desconocido… En una palabra, no existiese. A los oídos de los soldados de la línea A llegaban rumores de inconcretas operaciones antiguerrilleras, y más allá de esa última frontera con la realidad nada, absolutamente nada, ocurría en los alrededores de la Montaña Profunda. Leonito era tan sólo -compruébalo en cualquier libro de historia, remóntate a los comentarios de los turistas de la época o a los análisis del más especializado historiador, busca en tu propia memoria de valedor de los derechos humanos- un país centroamericano hermoso aunque sometido, eso sí, a un régimen dictatorial ni mejor ni peor que cualquier otro del continente. La ocultación estaba tan bien articulada que incluso los representantes de dictaduras amigas invitados a visitar la zona se asombraban por la inimaginada existencia de mi guerra-probeta. Hasta los más torpes de ellos intuían que mis conocimientos y técnicas, aunque todavía en desarrollo, podían resultarles en un futuro cercano útiles en sus cometidos de represión, y tan seguro estaba del hermetismo de mi laboratorio al aire libre que cuando un grupo financiero del país propuso construir en la costa atlántica de Leonito, justo al sur de la Montaña, un complejo dedicado al turismo de lujo -los famosos seis faros gracias a los cuales tú y tus detectives «me habéis descubierto»-, no sólo no me opuse a esa iniciativa que a cualquier otro habría impuesto respeto o cautela, sino que la apoyé con estusiasmo: me divertía la idea de permitir a dos pasos del infierno de mi propiedad un -éste era el nombre del proyecto- «Paraíso en la Tierra», a cuya inauguración contribuí organizando a una distancia prudente del evento, y tan cuidadosamente como si fuese el menú de mi boda, una emboscada en la que cayeron numerosos guerreros indios. La batalla entre los sitiados y las fuerzas regulares adulto-infantiles duró toda la noche -lo mismo que la fiesta- y no escatimó parafernalia artillera: fue mi modesta aportación de fuegos artificiales a la lujosa recepción que transcurría, reposada y ajena, unos kilómetros al sur, en el «Paraíso en la Tierra». Precisamente allí, me presentó el amigo panameño a dos inversores chilenos que parecían muy afligidos por el difícil momento que atravesaba su país: Salvador Allende acababa de ganar las elecciones generales, y nuestros invitados deseaban, además de contrastar mi opinión sobre la circunstancia alarmante de que por primera vez un socialista hubiese ganado limpiamente unas elecciones generales en el continente, proponerme una eventual colaboración futura. La naturaleza abrupta del tema propició la pronta sinceridad de las partes, y me pareció adecuado finalizar la velada en mi casa, donde enseguida se prescindió de los tapujos: el mismo día del triunfo de Allende se había puesto en marcha un engranaje de salvación nacional, todavía clandestino, que contaba no obstante con el beneplácito y apoyo de los principales sistemas financieros del país, además de con la solidaridad del lejano pero comprensivo vecino norteamericano. En cuanto a mí, habían oído hablar de los avances en materia de represión que estaba desarrollando y deseaban saber si estaba interesado en colaborar con la flamante empresa que representaban. Por toda respuesta -aunque controlando la euforia que me conmovía: ¡por fin un proyecto de envergadura!, ¡el primer país para cuya represión global me reclutaba el Azar!-, pedí a los chilenos que me acompañasen al sótano de la mansión. Aunque las luces del amanecer comenzaban a inundar las estancias, el descenso por las escaleras de piedra fue sumergiéndonos en una oscuridad más negra que la propia noche… Desde semanas atrás mantenía recluido al Niño de los coroneles a causa de la crisis depresiva aguda que padecía. Era la primera -y también la más clemente- de las que le atacarían desde entonces. La fiera no dormía ni encontraba reposo, y los fantasmas de sus víctimas, incansables, gritaban dentro de él a pesar de los bálsamos autoexculpatorios con que yo masajeaba su mente en los momentos de lucidez que le otorgaba la locura. Ajeno a todo, distribuía su tiempo entre la languidez obstinada y las convulsiones rabiosas, que descargaba con brutalidad frenética e imprevisible contra las paredes de piedra, contra sí mismo o, más frecuentemente, contra las ocho mascotitas aterradas que integraban la cuadra particular que a estas alturas, y exceptuando mi permanente observación, constituía su única compañía «humana». La mente del Niño era una balanza que, de forma arbitraria, podía inclinarse hacia el autismo irreversible o hacia una tormenta cerebral igualmente sin retorno: ¿los coletazos de la conciencia, que se resistía a morir? Fuese como fuese, seguía resultándome de extraordinaria utilidad para rubricar veladas como la que compartí con aquellos nuevos clientes. Ordené traer a un detenido de la prisión más cercana e invité a los chilenos a presenciar el espectáculo. La orgía de ferocidad del Niño, alentada con una opípara ración de cocaína, fue el telón de fondo de mi exposición magistral sobre la tortura como arma moderna de represión. Cuando concluí, no cabía duda a los chilenos de lo que mis conocimientos podían aportar a su causa, aunque ellos, más que experimentos con seres humanos bestializados, deseaban que instruyese a un selecto grupo de oficiales del ejército chileno, que debían estar preparados para cuando las actuaciones del gobierno de Allende justificasen el inevitable golpe de estado. Uno de mis visitantes, lo recuerdo como si fuera hoy, me miró con miedo o estupor antes de abandonar la sala, y sólo cuando algún tiempo después me concedió su amistad y confianza supe que, más que la brutalidad del Niño, lo que le había impactado vivamente, a pesar de su experiencia profesional forjada en mil inimaginables violencias, era la obscenidad de las mascotitas, cuya cualidad inicialmente humana había reducido mi talento a animalesca sumisión: ya adolescentes, pero aislados desde la infancia en jaulas a ras de suelo, sólo podían desplazarse a cuatro patas o comunicarse mediante los sonidos ininteligibles que naturalmente habían desarrollado entre ellos, y verlos comer, recular ante la amenaza del látigo o aparearse era una poderosa metáfora de lo que mis métodos podían lograr. Aquella noche apenas dormí. Veía el proyecto Niño de los coroneles extendiéndose por toda Iberoamérica y veía a Leonito, sede central del evento, forzada a adecuar sus infraestructuras para abastecer la creciente demanda de los regímenes de inspiración autoritaria. En cuanto a mí, me imaginaba dirigiendo la red, aún no definida, aún por inventar, del sistema represivo de un continente en el que, gracias al status de tercer mundo, las escasas protestas de los defensores de los derechos humanos, si bien encontraban algún eco en los círculos progresistas europeos, llegaban hasta nosotros, dueños satisfechos del poder, como una vocecilla patética que movía a la risa y a la burla. Éramos impunes, éramos amos. Podíamos ser dioses. ¿Cómo no dejarme tentar? Ante mí estaba la posibilidad de retomar la batalla personal que la entrada de los aliados en París me había obligado a abandonar. Ante mí estaba la posibilidad de ganar, en otro momento y lugar del Tiempo, una parte de la guerra que los nazis habían perdido en Europa. Si sabía conciliar las voluntades adecuadas, Chile sería sólo el principio.