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Y Dios me ayudó en el empeño; o, si te molesta mi altísima pretensión, digamos al menos el cielo; el cielo con una de sus furias benefactoras: el ciclón que en 1971 asoló las costas de Leonito se llevó consigo el glamour del complejo hotelero «Paraíso en la Tierra», pero no sus instalaciones y edificios. Por tan inesperado golpe de suerte, encontré un lugar donde «abrir mis locales al público», que fueron inaugurados por veintitrés oficiales jóvenes chilenos: el «Paraíso en la Tierra» se convirtió así en la primera academia clandestina de torturadores del mundo; también en la más lujosa, gracias a la remodelación practicada en sus amplios salones, sus soleadas suites, sus completos gimnasios y sus cuidadas piscinas y pistas de tenis, donde los matriculados llegados de todas las esquinas del continente -pronto se unieron a los chilenos uniformados argentinos, uruguayos o brasileños- podían promover amistades y relajar la tensión de los cursillos. A pocos kilómetros se encontraba, además, la guerra de la Montaña, territorio plagado de cobayas humanas gratuitas -a las que no defendían organizaciones humanitarias, periodistas ni otros molestos testigos- con las que poner en práctica lo aprendido en las clases teóricas. La demanda fue tal que me obligó -servidumbres del éxito- a plegarme a ciertas exigencias de los clientes; hube, por ejemplo, de relegar momentáneamente la formación de nuevos niños: los alumnos adultos, militares arrogantes e incapacitados para la sutileza, sentían menoscabado su honor por la convivencia con «los pequeños» o intuían que podía no ser todo lo exigiblemente riguroso el aprendizaje impartido en una academia que atendía también la educación infantil. La estupidez humana, amigo mío, es el mayor obstáculo al que nos enfrentamos. El Gran Problema. Pero como digo, me avine a resolverlo: interrumpí la captación sistematizada de nuevos niños -hoy esta actividad, al menos en lo que a mí se refiere, sólo se realiza esporádicamente, casi me atrevería a decir que por encargo, como la reserva a días vista de un plato de preparación laboriosa en un selecto restaurante- y dejé que las inclemencias de la guerra fueran diezmando primero y exterminando al fin a los que constituían la última centuria operativa. Naturalmente, estas medidas no afectaron al Niño de los coroneles -ni, pues estaba encaprichado con ellos, a sus cuadrupeditos-. Además de que me hubiera opuesto a cualquier intento de depuración de mi creación más lograda, el Niño me resultaba de gran utilidad: todos los nuevos alumnos que llegaban al centro recibían, a modo de iniciática bienvenida sangrienta que sin embargo no excluía los matices de la novatada viril entre camaradas, el regalo de una visita a la mazmorra-vivienda del monstruo, en cuyas manos se ponía para la ocasión algún infeliz trasladado desde las cárceles políticas nacionales de los correspondientes nuevos matriculados. El Niño, bufón y monstruo, podía mover a la burla inicial, pero destapaba enseguida las esencias del horror. Demostraba a los recién llegados que -y éste era el título de la charla introductoria que les daba yo cuando el eco de los alaridos del compatriota destrozado resonaba aún en sus oídos- es posible inocular el infierno en el cuerpo del torturado. «… Y hacer que ese infierno se revuelva y se retuerza dentro de él. Para aprender cómo estáis aquí escuchándome…» Creo que aún podría repetir entero aquel primer discurso, aventurarme incluso a desbrozar los que en las semanas siguientes, y siempre con demostraciones prácticas de apoyo, constituían el curso completo. Te he enviado una copia completa de mis textos en correo aparte: no quiero interrumpir ahora mi narración, pero necesito también que conozcas la esencia de mi obra, cuya primera convalidación empírica tuvo lugar en Chile a partir de septiembre de 1973.

A partir de entonces, el éxito fue desencadenando una afluencia de alumnos tal que decidí abandonar mi mansión de los alrededores de la capital y trasladarme a vivir al campus: el Tercer Faro del que ya tienes referencia fue acomodado para mi exclusivo disfrute. Inicialmente, el Niño y sus mascotitas se vinieron a vivir conmigo, pero el trasiego permanente de estudiantes ansiosos por ver en persona a estos monstruos que pronto llegaron a ser legendarios entre los corrillos de las aulas acabó por resultarme incómodo, y los trasladé al «Paraíso en la Tierra», al edificio contiguo a la piscina que antaño había sido el gimnasio, y que ahora dividí en dos sectores: uno, en el ala izquierda, la sala de aprendizaje, desde la que los torturados podían oír, en los escasos momentos en que no les ensordecían sus propios gritos, las alegres zambullidas de sus verdugos en la piscina de la superficie, situada sobre ellos para matizar su angustia con esta perversa proximidad del paraíso.

Y dos, a la derecha, la vivienda del Niño y sus animales humanos.

Ferrer interrumpió la lectura y levantó la vista muy despacio… La noche comenzaba a cerrarse a su alrededor, pero no era la oscuridad el origen del escalofrío que había sentido en la piel, sino el recuerdo del cartel de letras caídas que había visto al llegar: «G mnasio ueco».