Se puso en pie; Huertas, que permanecía de guardia junto al ventanal, se giró alarmado. Ferrer argumentó por gestos una urgencia física para tranquilizar la inquietud del capitán y, antes de salir, cogió una de las linternas. Huertas volvió a su obstinada vigilancia. Soas, sobre la gran cama matrimonial, dormía aparentemente ajeno a todo peligro.
Ferrer utilizó la linterna para iluminar el camino del vestíbulo; al cruzarlo camino de la salida, no pudo evitar lanzar una mirada hacia la rotonda donde los cadáveres, ocultos por la disposición del mobiliario pero evocados en cada sombra espectral de la noche, comenzarían de un momento a otro a pudrirse.
Una vez afuera, se dirigió con paso resuelto hacia la piscina cubierta por la lona oscura. Avanzó hasta el borde, inspiró y comenzó a girar sobre sí mismo. La luna llena, pletórica de luminosidad, le permitía ver en la oscuridad: una panorámica de árboles, espacio abierto, la silueta desdibujada de alguna construcción y más árboles. Y de pronto, cercano y macizo, amenazador, el edificio aislado, de un solo piso, cuadrado como un cubo que le había parecido ver a la llegada. Sobre su puerta de entrada, un cartelón ajado: «G mnasio ueco».
El hogar del Niño de los coroneles.
Tragó saliva y avanzó hasta la entrada.
Tres escalones descendían hacia una puerta metálica que dudó en empujar: no estaba seguro de si prefería hallarla abierta o infranqueablemente cerrada. La presión de la mano provocó un chirrido; la puerta cedió unos centímetros: estaba abierta. Dudó y volvió a empujar: esta vez la plancha se deslizó en silencio hasta dejar franco el acceso a la oscuridad, que se mantenía silenciosa y relajada como si fuera su hora de descanso. Ferrer sentía el miedo dentro de él, y trató de controlarlo racionalmente: habían pasado veinte años y era obvio que los vestigios de su hermano y de su estela de horrores habrían desaparecido tiempo atrás. Pero, ¿era obvio?
Encendió la linterna. La columna de luz le mostró el espacio amplio que en tiempos habría sido la recepción del gimnasio y un pasillo que se abría hacia el fondo. Lo enfiló, iluminando el manuscrito como si fuese un mapa.
Y dos, a la derecha, la vivienda del Niño y sus animales humanos.
El pasillo finalizaba en dos puertas: una estaba descerrajada como si un gigante la hubiese pateado; la otra, intacta aunque despintada y con óxido en los goznes, se encontraba abierta y le invitaba a entrar. Por no dejar a su espalda espacios sin explorar o por el deseo inconsciente de retrasar la entrada al segundo sector, se introdujo por el hueco de la puerta rota de su derecha y avanzó precedido por el cilindro de luz… Paredes descascarilladas, suciedad, humedades interminables: todo adquiría un tinte siniestro tras saber por Lars qué clase de conocimientos se habían impartido en aquella academia maléfica.
No avanzó más en esa dirección. Volvió sobre sus pasos y traspasó la puerta de la izquierda; encontró lo mismo que en el primer lugar: nada. O todo: oscuridad, desasosiego, olores húmedos del abandono a los que su imaginación otorgó perversos orígenes. En tal tesitura de sensibilidad, no fue raro que el sonido levísimo le helase la sangre: algo o alguien se había movido a su espalda. Surgiendo repentinamente de su memoria, le escalofrió el recuerdo de su hermano, saltando sorpresivamente sobre él una lejana tarde de lluvia en que los dos niños jugaban al escondite.
No se atrevió a volverse, pero afiló el oído hasta detectar la respiración. Podía ser humana: ¿el penúltimo estertor de un agonizante o la respiración contenida de quien, de un momento a otro, iba a atacarle? Tal vez habría permanecido así, quieto y rivalizando con el otro en el intento de hacer inaudible su aliento, pero se sabía delatado por el haz de luz que había esgrimido, y eso le decidió a volverse despacio, iluminando la sala en busca del que acechaba en la oscuridad. ¿Por qué no había saltado aún sobre él? ¿Era un fantasma del pasado, carente de corporeidad física sobre la que sustentarse? No, al menos tenía ojos: la linterna los iluminó a unos metros de Ferrer. Dos ojos a ras de suelo, quietos, clavados sobre él. Un animal, pensó aterrado: una gran serpiente, alguno de los cocodrilos que flotaban, siniestros, en el canal; calmoso para no excitar al reptil, cambió la linterna de mano y deslizó la derecha hacia el bolsillo del pantalón, en busca de la pistola. Tal vez era un animal muerto, pensaba cuando, de repente, los ojos parpadearon con parsimonia inquietante y avanzaron hacia él. El escalofrío del miedo urgió a Ferrer a olvidar la cautela: lanzó la mano hacia el bolsillo y la cerró, aferrándola a la nada. Sólo entonces recordó que había entregado el arma a Huertas. Ahora se encontraba desarmado frente al peligro que daba la razón al paranoico capitán: los indios les habían seguido. Estaban allí. Frente a él, tal vez también a su alrededor, sonriendo en silencio. Los ojos reptaron unos centímetros más en su dirección, y entonces observó, arropando la mirada obstinada en no apartarse de él, los rasgos extrañamente ennegrecidos, como tiznados por alguna clase de camuflaje, de un ser humano. La terrorífica mirada fija fue lo que, paradójicamente, le dio valor para acercarse: cualquier cosa mejor que la sospecha, más verosímil a cada instante, de hallarse frente a quién sabe qué espíritu del pasado de ese lugar maldito.
El espectro, tirado en el suelo, estaba desnudo, tenía la piel del cuerpo negra como la de la cara y agonizaba: la parsimonia de su parpadeo se debía a la proximidad de la muerte o a la losa de semiinconsciencia provocada por el dolor: arrodillado junto a él, Ferrer comprobó que salpicaban su cuerpo quemaduras rosadas y frescas. Era un hombre joven, como los cinco cadáveres de la rotonda del vestíbulo. Como ellos, llevaba al cuello una chapa identificativa del ejército de Leonito y, como ellos, había sido sometido al tormento del fuego: el fantasma no venía del pasado, sino del presente más cercano y atroz. Era la sexta víctima de La Japonesa.
Ferrer extendió una mano hacia él y dijo absurdamente:
– Tranquilo. Soy yo. Soy amigo.
El soldado no alteró la alucinación de su mirada: el dolor de las quemaduras lo situaba más allá de cualquier posibilidad de tener amigos o de poder simplemente evocar ese concepto. Más allá de la capacidad de alterar la alucinación de su mirada. Ferrer imaginó que tras el juego macabro habría burlado a sus perseguidores, refugiándose en el viejo gimnasio en vez de internarse en la selva. Dependiendo de cuándo hubiera ocurrido eso volverían los indios a su guarida, pero el soldado no podía dar esa información ni ninguna otra: cuando Ferrer lo agarró para incorporarlo, el soldado emitió un suspiro infinito y dejó de respirar. Por fin había logrado abandonar el lugar espeluznante en que para él se había convertido la vida.
Ferrer lo devolvió con cuidado al suelo y se puso en pie: Soas y Huertas tenían que conocer su macabro hallazgo cuanto antes.
Avanzaba hacia la salida para informarles cuando vio, a través de uno de los ventanucos del semisótano, el haz de una linterna rasgando la oscuridad del exterior: ¿el capitán, impaciente, venía en su busca? Vio entonces un segundo haz, y la cautela le instó a apagar su propia linterna. Aguardó en la oscuridad quieto y callado, empapado en el sudor frío de una intuición.
Las siluetas adivinadas tras los haces penetraron en la sala: eran tres. Ferrer trató de no respirar y lo consiguió con ayuda del pánico. El líquido pegajoso que se deslizaba desde su frente le velaba la visión. Los recién llegados se encontraban en la sala contigua, a unos pocos metros de él, separados tan sólo por la plancha de la puerta.
– Deben de estar durmiendo en el edificio principal, Anselmo -susurró una voz de acento leonitense. Ferrer comprendió que hablaba de él y de sus compañeros.