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– O no, el militar sospechaba que les seguíamos -dijo otra voz de idéntico acento refiriéndose a Huertas, cuya suspicacia se demostraba ahora, demasiado tarde, fundada y cabal. El corazón de Ferrer resonaba con tal fuerza que temió que los latidos le delataran. Se revolvió con silenciosa lentitud, buscando con la vista cualquier salida. Entonces estalló contra su cara la luz de una linterna.

– ¡Aquí está! -dijo una voz eufórica-. ¡Uno de ellos!

Ferrer cerró los ojos y tragó saliva.

– Luis Ferrer, el periodista -dijo una de las voces, tal vez la del tal Anselmo. Pero eso era ahora secundario: lo importante era que le habían reconocido. Y, según Soas, lo querían vivo. Esa mínima esperanza le permitió renovar el flujo de aire a los pulmones. Sintió una humedad obscena empapándole el pantalón desde los muslos hacia las rodillas. Optó por abrir los ojos. La luz seguía sobre él, cegándole.

– ¿Leónidas? -se atrevió a preguntar a pesar del miedo de saber que el indio era el responsable de muchas muertes: soldados que Ferrer había visto caer en el Desfiladero del Café, hombres quemados vivos en el Paraíso en la Tierra, probablemente, casi seguro, Arias y Bueyes Ferrer.

– ¿Luis Ferrer? -quiso verificar la voz sin responder a su pregunta.

– Soy yo. ¿Puede bajar esa luz? Si eres Leónidas…

– ¡Los otros dos han escapado por la selva! -irrumpió una voz nueva. Era la voz de una mujer.

– Pero tenemos al periodista -explicó Anselmo a la recién llegada, que se plantó frente a Ferrer sin decir nada. Todavía cegado por la luz, escuchó cómo la mujer comenzaba a respirar agitadamente, cada vez más deprisa, como si fuera presa de una repentina crisis nerviosa. Dio dos pasos atrás y se iluminó el rostro con la linterna. Era morena y hermosa, pero el odio rabioso convertía en demoníacos sus rasgos de india pura.

– Nos volvemos a ver -escupió a Ferrer-. ¿Ya no te acuerdas de mí?

Ferrer no supo qué contestar. Los demás indios permanecían inmóviles, atentos.

– ¡Pues yo sí, hijo de puta! -le gritó la india-. ¡Yo no te he olvidado!

Ferrer notó el impacto físico del odio. Iba a responder pero la mujer no le dio tiempo: desenfundó su revólver y disparó a quemarropa contra él. Ferrer nunca supo si fue el terror de la propia muerte o la fuerza del balazo en el pecho lo que lo lanzó por el aire como a un pelele.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -otro tiro a cada sílaba-. ¡Yo sí me acuerdo!

Fue lo último que Ferrer oyó. Cuando se hundió en la nada, la mujer seguía disparando contra él.

Capítulo Ocho

B-A-I-L-A-R-I-N-A

«Querida Marisoclass="underline" si estás leyendo esta carta, yo habré muerto.

»Pero no quería hablarte de mí, sino de Pilar. De lo que pasó realmente.

»¿Te acuerdas del once de junio del setenta y seis, cuando fuimos a Barcelona a ver a los Rolling Stones? Bego estaba ya embarazada, pero fue la que más insistió en hacer el viaje. En el coche (¿recuerdas? Tu viejo Seat 127 amarillo claro) os turnabais las dos conduciendo mientras yo, detrás, desempaquetaba bocadillos, abría cervezas y ponía en el equipo del coche las dos únicas cintas que teníamos, una de Velvet Underground y otra de Mocedades. Me acuerdo como si fuera ahora de las coñas que hicimos con esa combinación tan delirante, igual que me acuerdo de nuestra felicidad de aquel día: al coche parecía empujarlo nuestra euforia, tú dijiste que éramos inmortales y todos pensamos que tenías razón. Tres inmortales, cuatro con la niña que Bego llevaba dentro. Y ya ves, con el paso del tiempo: de aquellos cuatro que no iban a morir nunca sólo quedas tú. Tres a uno a favor de la muerte. Pero si he vuelto de la tumba es porque necesito (es la palabra exacta: el peso del secreto me impide respirar y pensar, a veces hasta caminar) contarte que Pilar no se suicidó, tal y como os he hecho creer a todos. La maté yo, y tienes que saber por qué lo hice: eres la única amiga que tengo. Y la única persona que merece saber la verdad: los otros que merecerían saberla, mis padres y mi mujer, están también muertos. Afortunadamente muertos: me horroriza pensar en su dolor si hubieran conocido lo que vas a saber ahora. Me horroriza y también me obsesiona… el otro día soñé que, en contra de lo que pensamos los ateos, Dios existía, y también la vida después de la muerte, los juicios finales y los castigos eternos. En la pesadilla, yo había muerto y me encontraba en una fila de fallecidos recientes, esperando la asignación de alguna especie de destino. Entonces veía a mis padres y a Bego (en el sueño no salía Pilar; no estaba, no me preguntes por qué, en esa casa de muertos): inquietos y felices por el inminente reencuentro (ellos, por sus buenos actos en la tierra, habían ganado el cielo de la Biblia, que también existía: era limpio, y se flotaba en él con placidez) me esperaban como familiares que acuden al andén a recibir al hijo pródigo. Ignoraban que mi destino era otro, el infierno ganado también a pulso. La idea de tener que explicarles dónde estaba Pilar me empujaba, y me escabullía de la fila de muertos. Comenzaba así un destierro infinito, huyendo durante el resto de la eternidad de los seres que más había amado y respetado en vida, que a su vez (yo lo sabía como se saben las cosas en los sueños: porque sí) iniciaban su propio proceso de angustia: ¿por qué yo los esquivaba?, se preguntaba mi madre con una mirada de tristeza que nunca llegué a verle en vida… Te juro que al despertarme me sentí aliviado de que Dios no exista, aunque la tregua duró poco: enseguida volvió la realidad, enseguida volvió la imagen que permanentemente me taladra la cabeza: Pilar mirándome como aquella última vez, la de sus últimos momentos de vida. También entonces, cuando la vi morir, me habían venido a la cabeza, no sé por qué, Barcelona y la irrupción de los Rolling Stones en escena (¿te acuerdas? ¡cómo rubricó aquel instante nuestra felicidad interna, nuestra euforia, nuestra inmortalidad!) al ritmo de

Honky Tonk Woman. Durante años hemos discutido respecto a ese detalle: tú asegurabas que yo estaba equivocado, que la primera canción del concierto había sido otra, no recuerdo cuál (aunque claro está que no era esa cuestión la que me asaltó durante la agonía de Pilar). Con la canción que sonaba en escena, fuese cual fuese, se creó un estado de éxtasis colectivo, y yo (imagino que como todos y cada uno de los asistentes) me sentí bendecido (ojo, bendecido en singular) por los dioses del rock, del universo, por los dioses de la vida: ¡qué felicidad! ¡Cuántas cosas, todas buenas, nos esperaban! Recuerdo que alguien me apretó el brazo: eras tú. Sonreías tocada por la misma gracia, y con un gesto me indicaste que mirase hacia delante, donde Bego bailaba con ese estilo suyo que lograba que le hicieran corro, como de hecho ocurrió aquel día en la Plaza Monumental de Barcelona. Me dijiste (no se me ha olvidado nunca, y eso fue exactamente lo que se me vino a la mente en la muerte de Pilar): "con los genes de la madre, tu hija será bailarina, te lo digo yo". Bailarina… A veces, inesperadamente, la palabra se me deletrea sola en la cabeza, y clava entre letra y letra un guión de separación que me hiere como un cuchillo. Ahora mismo, al contártelo, está sucediendo. Lo lógico es que me ocurriera al pensar en mi mujer, pero no: me pasa al pensar en Pilar. Cuando nos dijeron (¡hace ya cinco años!) que Bego tenía cáncer y que no había que desesperar hasta ver la evolución de la quimioterapia pensé cosas de todo tipo, todas terribles, y cuando murió, sólo supe venirme abajo. Nunca fui capaz de asumir esa brutal injusticia. Lo teníamos todo, éramos felices y lo íbamos a ser siempre. ¿Cómo pudo pasar que en aquella consulta (la visita fue de rutina; tan de rutina que después de recoger los análisis íbamos a ir a cenar y a la inauguración del bar de un amigo) el médico se pusiera serio y dijera que había que repetir, sólo por precaución, una prueba? Pero aunque todo se vino abajo, te hice caso: tenía una hija y no era el momento de derrumbarse, por eso seguí adelante, por eso me volqué en Pilar y en sus proyectos… Hoy me sigue atormentando pensar que, de no haber sido así, nunca habría conocido a la gente de aquel grupo de teatro, no se habría embarcado con ellos (ilusionada de nuevo por primera vez desde la muerte de su madre, qué feliz me hizo verla así) en una función que precisaba de una bailarina (ella: su primer paso profesional) y no les habría acompañado a la función contratada a las afueras de Madrid aquel día fatídico. Sin aquella función nunca se habría subido a la furgoneta (¿viajaría en ella eufórica, inmortal como nosotros en el viejo 127?) que se salió de la carretera. Nunca se habría partido la columna vertebral. Cuando me lo dijeron me defendí quitándole importancia, pensé instintivamente que tendría que llevar un collarín durante algún tiempo y que ahí se acabaría el problema, por eso el médico tuvo que repetirme varias veces que la médula espinal se había roto y que Pilar estaba tetrapléjica.