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– ¿Mi camisa? ¿Qué idiotez…? -trató de incorporarse; de inmediato, el dolor intenso que ya conocía le laceró otra vez. Tuvo que dejarse caer de nuevo sobre el camastro.

– Sí. Su camisa. Y no le salvó una vez, sino dos. La primera vez, gracias a esto.

Laventier sacó de su bolsillo una pluma estilográfica y se la entregó: era la que Ferrer recogió del lugar donde asesinaron a Casildo Bueyes. Aparecía abollada en el lugar donde había desviado la fuerza del disparo, y la cubrían los restos de una pastosa suciedad roja: sangre de Bueyes. ¿O su propia sangre? ¿Qué intenciones podría haber tenido el destino para unir esos dos flujos?, se preguntó sin encontrar respuesta, lo que carecía ahora de importancia: la pluma de Bueyes no sólo sirvió para lanzarle el mensaje «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ…». También le había salvado la vida.

– ¿Y los demás disparos? ¿También los desvió la camisa? -preguntó con ironía teñida de cierta alegría: la euforia instintiva que despertaba de nuevo en sus venas avasallaba al dolor y se imponía sobre las dramáticas circunstancias que le angustiaban.

– Su agresora siguió disparando, sí. Pero la redujeron a tiempo. Sólo pudo herirle en el brazo con el segundo disparo. El tal Leónidas le quiere a usted vivo.

– ¿Fue él quien le trajo hasta mí?

– No personalmente. Ordenó a dos de sus hombres que me buscaran.

– ¿Por qué a usted?

– Su camisa otra vez, la segunda. En el bolsillo estaba mi tarjeta, ¿recuerda que se la di en el hotel el otro día? Ahí figura mi dirección en Leonito y mi profesión. Usted herido, yo médico… Pensaron que era amigo suyo y que aceptaría venir a salvarle.

Ferrer miró al médico: en unas horas le habían salvado la vida dos personas: el indio que desvió el brazo de la mujer y el propio Laventier; eso sin contar la pluma de Casildo Bueyes. El Destino se empeñaba en mantenerlo vivo, y se preguntó para qué.

– ¿Cuánto llevo inconsciente?

– Dos días.

– Dos días… -repitió despacio, sin conseguir experimentar sensación de impaciencia o apremio alguno; un cansancio insuperable le impedía toda iniciativa; se volvió hacia el francés y le habló con sinceridad-. Debo darle las gracias, señor Laventier. Le debo la vida. Se arriesgó a venir hasta aquí.

– ¡Puro egoísmo! Lo necesito para acabar cierta tarea que dejé a medias el otro día -explicó Laventier gravemente, preguntándose si debía aprovechar la agradecida predisposición de Ferrer para plantearle lo que esperaba de él. Pero no, concluyó, aún era pronto; y al percibir que Ferrer, intrigado por su tono, se disponía a indagar más, eligió cambiar de tema. Adoptó un tono festivo mientras señalaba la venda en torno al brazo del herido-. Por otro lado, en ningún momento ha corrido peligro real de muerte. A lo sumo, habría perdido ese brazo. Y ahora, en cuanto pase el efecto de la anestesia, se encontrará bien del todo. Cuestión de minutos. Cuando vi aparecer a los dos desconocidos, pensé que eran sicarios de mi amigo -dudó y se atrevió a rectificar, muy atento a la reacción que su matización pudiese despertar en Ferrer-, de nuestro amigo Víctor Lars. Pero no… Eran estos indios, que me explicaron el problema y me trajeron hasta aquí. Un viaje incómodo para alguien de mi edad. ¡Y mi peso! -continuaba el francés; resuelto al fin a exponer su asunto, extrajo de la parte inferior del camastro las pertenencias de Ferrer y las depositó sobre el suelo; todas excepto el manuscrito, que con cuidado colocó sobre sus rodillas-. Pero debo reconocer que no hubieron de insistir mucho en que les acompañara: ya le he explicado que yo también tenía gran urgencia de hablar con usted. Sobre nuestro manuscrito, que por lo que he visto ha leído casi en su totalidad. Tengo novedades, ¿sabe? Novedades sobre Víctor Lars.

Ferrer estaba confuso: antes de que le hirieran, la situación en la Montaña era, según Roberto Soas y como también él mismo había podido analizar, una bomba a punto de explotar, especialmente tras los últimos ataques de los indios. ¿Estaba el ejército listo para intervenir? ¿Había intervenido ya? Y Soas, ¿logró huir de la ratonera del hotel? Muchas cuestiones cuya respuesta deseaba conocer, y sin embargo fue otra la pregunta que lanzó:

– Y la mujer… ¿Por qué me disparó?

Laventier hizo una nueva pausa. Su expresión se volvió sombría.

– Es obvio, ¿no le parece? -dijo por fin-. Disparó contra usted porque le reconoció.

– ¿Reconocerme? ¡Nunca nos hemos visto! -rechazó Ferrer con seguridad, pero la mirada de Laventier, fija sobre él, logró hacerle dudar. También sentir miedo.

– Usted a ella no -sentenció el francés misteriosamente-. Pero ella a usted sí. Por cierto, se llama María.

– ¿Usted cómo lo sabe?

El francés agitó el manuscrito en el aire significativamente.

– Aquí lo dice. Mientras estaba inconsciente me he permitido indagar sobre el punto al que había llegado en su lectura. Dígame, ¿puede leer por sí mismo?

– Estoy un poco mareado, pero…

– En ese caso, descanse. Leeré yo en voz alta.

Ferrer, aunque intrigado por la actitud de Laventier, se dejó caer sobre el camastro dispuesto a escuchar. María le disparó por una única razón posible: lo había confundido con el Niño de los coroneles. Ferrer se preguntó qué le habría hecho el monstruo creado por Victor Lars para que lo odiase de tal modo.

En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía adiposos sus movimientos y rasposa su respiración. El minotauro languidecía en su peculiar laberinto, y ni siquiera sus animalizadas mascotas humanas le divertían ya.

Fue entonces cuando pasó, al regreso de uno de mis viajes a Santiago. Era, como he dicho, la primavera de 1975. Mi magnífico humor por los resultados obtenidos en la neutralización de elementos subversivos (resultados de los que obtenía doble rentabilidad, pues los exhibía orgulloso ante los amigos argentinos a los que ya asesoraba de cara a su inminente asalto al poder) se vio empañado por la noticia que, apenas descendí del coche, me espetó mi edecán: el Niño había sufrido la víspera una crisis terrible. Inicialmente no me preocupé, pues tales ataques -durante los cuales se diría que los gritos de dolor del Niño estuviesen originados en su espíritu, a la postre aún humano, o en su conciencia, que enfrentada en los flashes de clarividencia al destino en el que ya se sumía su vida pedía socorro a quién sabe qué imposible redentor – ocurrían con cierta frecuencia. Pero aquella vez la locura alcanzó límites insólitos, exteriorizándose en epiléptica ansiedad destructiva que tuvo graves consecuencias: fuera de sí, el Niño -en lo que, según algunos testigos, no fue afán premeditado, sino simple rabia desatada- destrozó las cerraduras y liberó a sus mascotitas, que, aunque aterradas al principio, se animaron pronto a seguirle en su huida hacia el exterior. La fuga fue posible porque los guardianes tenían la orden estricta, bajo amenaza de muerte, de proteger y cuidar a cualquier precio la valiosísima vida de mi creación, que gracias a ese reglamento pudo franquear la salida seguido de sus acólitos y perderse en la noche. Afortunadamente, fue recuperado poco después en una operación que no entrañó problemas -mi Niño dormía en el suelo la modorra de la misma euforia alcohólica que horas antes le había animado a la insurrección-, aunque no sería este saldo el más importante arrojado por la frustrada huida.