– ¡Qué hijo de la gran puta!
La cólera por la sucia refererencia a Bego puso a Ferrer en pie como un resorte, sin atender al dolor de la herida. El brusco movimiento le provocó un mareo que también despreció.-¡Pero qué hijo de la gran puta! -repitió a gritos, dando grandes zancadas a un lado y a otro.
– No se lo tome como algo personal, ya que no lo es -le aconsejó Laventier, conciliador-. Y ahora, si no le importa, sigamos. Debe de quedar poco hasta la llegada del amanecer. Tenemos el tiempo justo.
– ¿El tiempo justo para qué? -protestó Ferrer.
Laventier volvió a levantar la vista. Dudó un segundo; parecía buscar las palabras precisas de la respuesta.
– Para que vea usted con sus propios ojos lo mismo que vio Víctor Lars aquel día de mil novecientos setenta y cinco. Lo mismo que vi yo ayer: el tesoro de la Montaña Profunda. Pero aún falta un rato para el amanecer. Por favor, confíe en mí y escuche el resto -rogó el francés; y regresó a la lectura sin dar a Ferrer otra explicación.
Pero en 1987 la situación sí era grave. Entiéndeme, no es que mi futuro me preocupase -mi dinero estaba en Suiza y mi corazón en ninguna parte-, pero el intangible barniz aciago de la nueva disposición del tablero me resultaba irritante: la revolución popular de Leonito se intuía imparable a pesar de mis órdenes de tirar a matar contra las furiosas masas reivindicativas, parecía inmune a la desatada brutalidad de los Pumas Negros y sus grupúsculos paramilitares, y olía a la misma victoria que ya me había alarmado, no hacía tanto tiempo, en Irán y Nicaragua. Los coroneles, empeñados cada uno de los tres en atesorar más cajas de oro que los otros y alborotados ante la perspectiva del exilio, entrecruzaban entre sí órdenes contradictorias que sólo aumentaban la tensión y el desasosiego. Una de las pocas decisiones en las que, sin duda por casualidad, estuvieron de acuerdo fue en evacuar las tropas que mantenían la presión sobre los indios de la Montaña: podían resultar necesarias, dijeron, para proteger el palacio presidencial. Además, recibí instrucciones para clausurar, aunque fuera por prudencia y hasta que cambiaran los vientos, los centros ubicados en el «Paraíso en la Tierra». Sentí el desprecio como nunca antes. ¡Clausurarlos, ahora que había logrado implantar en el mundo entero un revolucionario concepto de las técnicas represivas! ¡Clausurarlos, ahora que mis métodos se expandían ya por Asia y por el mercado salvaje e ingente de África! ¿Así se me agradecía la incalculable ayuda prestada durante décadas al sostenimiento de los coroneles en el poder, al sostenimiento de tantos orangutanes de uniforme en los respectivos tronos diseminados por todo el continente, por todo el mundo?, pensé la noche previa a la culminación del desalojo cuando, cegado por la ira, visité por última vez las instalaciones. Dormitando con sus propios demonios en el fondo del sector del gimnasio que ocupaba en soledad tras la muerte de los Hombres Perro, el Niño de los coroneles era una metáfora precisa del momento: calma triste que no conseguía eclipsar el rabioso vértigo latente. Y ningún futuro: la sutil, la prieta esencia de odio sádico que había logrado crear a partir de un huérfano inservible era la demostración viviente de que se podía lograr cualquier cosa, cualquier esclavo, cualquier monstruo sumiso desde la arcilla de un ser humano. Siempre fiel a mi lema de no dejar cabos sueltos a la espalda, apoyé el revólver en su sien percibiendo el poso de intolerable renuncia a mí mismo en la ejecución de ese ser al que el encierro y la locura habían vuelto irreversiblemente repugnante y hediondo, pero que era gloriosamente mío. Matarlo era mi fracaso, es bien cierto. Pero aun así me disponía a apretar el gatillo… Fue sin duda esa irreconciliable pugna la que me inspiró, aunque la idea debía de llevar bullendo en mi mente desde que
Teté, consciente de mi inteligencia superior, me había suplicado que hallase la fórmula mágica que los liberase, a él y a sus socios, del engorroso exilio, que se les antojaba insoportable a pesar de que iba a transcurrir en algún paraíso dorado todavía por definir. La genialidad me visitaba de pronto y allí, en el escenario donde estuvo a punto de representarse mi fracaso asumido, cuando me disponía a disparar contra la creación de mi vida. Rememoré sin convocarla mi noche con los Hombres Perro, reviví mi caída y el repentino impacto de luz del interior de la gruta negra, recordé que había decidido reservar el conocimiento del tesoro de la Montaña Profunda como un golpe de efecto que las circunstancias recomendarían cuándo y cómo utilizar… Pues bien, el momento había llegado. Lo obvio, o lo tópico, sería añadir que alumbré el plan febrilmente y a lo largo de toda la noche; pero no: me llevó sólo una hora; así de sedosa, así de lúcida y genial reinaba mi mente. La osadía de la maquinación, sencillamente, carecía de precedentes en la historia de la humanidad, y la maestría del golpe, caso de resolverse a mi satisfacción, me garantizaba de improviso, sin que yo me hubiese planteado su búsqueda, aquello por lo que todo hombre que sea de verdad íntegro debe luchar: una vejez excitante, que yo tenía al alcance de la mano. Guardé el revólver y regresé a la capital tras encerrar de nuevo al Niño, que se había mantenido aletargado durante todo el proceso en que su vida peligró. ¡Cuántas veces, tras los acontecimientos de los últimos tiempos, me he censurado agriamente no haberlo matado entonces! ¡Qué fácil habría sido evitar así el desastre que el maldito acabaría por desencadenar!