– Lo siento, pero no…
– ¡«Helado de menta y canela»! ¡Es obvio! ¿Comprende, Ferrer? Al susurrarle esas palabras, al «introducirle el código», sus verdugos le hacían saber también que, aunque ahora le permitiesen salir a la calle, estarían siempre sobre él, permanentemente, vigilándole el resto de su vida, listos para castigarle de nuevo. En la mente de Fiorino, las palabras «helado de menta y canela» suponían la inminencia del regreso al centro de detención. El retorno al infierno. Por eso se tiró al metro sin dudarlo. No soportó la idea de que sus verdugos comenzasen a torturarle de nuevo. El terror seguía siendo obsesivo, era el eje principal de su vida. ¡Y habían pasado veinte años! Supone… Supone…
– La demostración de que la técnica de Víctor Lars funciona -dijo Ferrer con voz queda.
Laventier suspiró, desolado.
– Sí, exacto. Ni más ni menos.
Los dos callaron un segundo denso. Laventier continuó:
– En el resto del álbum se mostraban los años posteriores de Fiorino: tras un tiempo sumido en la depresión volvía al trabajo teatral; vienen fotos de una obra que escribió y dirigió en el ochenta y tantos, vienen imágenes de su exilio en París, de sus nuevas amistades, de su nueva vida en suma. De lo que él creía que era su nueva vida. Porque en realidad, no había mucha diferencia con un ratón de laboratorio en su jaula, con un toro castrado, física y además mentalmente castrado. Lars lo compara con una gran herida sangrante y siempre abierta sobre la que el Código Secreto ejerce,en el momento deseado por el manipulador, la función de pimienta recién molida. Lo decía en la foto que cerraba el álbum, la última del «asunto Fiorino»: «Sujeto adecuadamente reeducado».
– ¿La última foto? ¿Qué se veía en ella?
Laventier inspiró profundamente.
– A mí, mirando con espanto el cadáver de Fiorino sobre la vía del metro de París. Con ese impacto visual Lars me demostraba que vigilaba mis pasos desde que envió su primera carta. Y si sabía eso, es obvio que sabía también dónde me encontraba en Leonito. ¡Como si las visitas del mensajero con los álbumes -soltó una risita- no hubieran sido suficientes para dejarlo claro!
– Bien, Lars le vigilaba, sabía que estaba ya aquí, controlaba cada uno de sus pasos… Supongo que, llegados a este punto, se pondría por fin en contacto con usted.
– No, todavía no. Pero con la siguiente carta, la que continúa la historia donde he insistido en interrumpírsela a usted, compareció con un nuevo regalo.
– ¿Otro muerto? -preguntó Ferrer sin ironía.
– No -respondió Laventier igualmente serio-. Esta vez se trataba de un objeto inocuo; al menos, en apariencia.
Sirviéndose de la linterna, buscó en el suelo, junto a la cama, y extrajo una antigua valija de médico, muy ajada, que Ferrer veía por primera vez. Laventier la colocó sobre sus rodillas.
– Me la regaló mi padre cuando viajé a París para estudiar Medicina -dijo acariciándola cariñosamente; trataba de sonreír pero un desánimo vital debilitaba las comisuras de sus labios-. Es para las visitas a domicilio. Un recuerdo muy especial, siempre lo he tenido apunto a lo largo de todas estas décadas. ¿Sabe que sólo la he utilizado dos veces en mi vida? Una ahora, curándole a usted. Y la otra hace cincuenta años, cuando salvé en mi consulta parisina a Jean Moulin. El principio del Médico de la Resistencia… y el fin de Jean Laventier… Ya nunca volveré a utilizarla -Ferrer vio cómo la mente de Laventier amenazaba con anclarse, meditabunda, en negros presagios, y resolvió evitarlo:
– Me hablaba del objeto inocuo de Lars -dijo con la mayor frialdad que pudo.
– Ah, sí. Disculpe…
Laventier abrió la valija, rebuscó en su interior y sacó de él un saquito de terciopelo granate. Tras cerrar la valija con cuidado, volvió a depositarla en el suelo.
– Esto es lo que Lars me envió -dijo luego, depositando en la palma de la mano de Ferrer el saquito de terciopelo. Era más pesado de lo que parecía a primera vista. Ferrer deshizo la cinta que cerraba la boca y extrajo del interior una joya del tamaño de una nuez. Aunque no era un experto, le pareció un diamante; más exactamente, una esquirla de diamante, pues se trataba de un fragmento de piedra preciosa sin forma que parecía arrancada groseramente de un cuerpo mayor. Brillaba a la luz de la linterna, y sobre su superficie resaltaban una manchas oscuras.
– Parecen manchas de sangre… -aventuró Ferrer.
– Lo son -asintió Laventier-. Sangre de Victor Lars.
Ferrer sintió una repugnancia instintiva.
– Extraño obsequio -dijo procurando no exteriorizarla-. ¿Qué significa?
– Lars, en su carta, acaba de referirse a un plan para hacerse con el tesoro de la Montaña Profunda, ¿recuerda? Pues bien -Laventier se puso trabajosamente en pie-, ha llegado el momento de que lo vea usted con sus propios ojos. Es la hora.
Dicho esto, apagó la linterna.
Entonces pudo Ferrer observar el anómalo fenómeno: la oscuridad había dejado de ser absoluta. Esforzando la vista, podía distinguir con cierta precisión la silueta, los rasgos y hasta la mirada de Laventier, que constataba entre complacido e impaciente su sorprendida reacción. Una leve claridad temblaba en el aire de la gruta. Luz natural, pensó Ferrer; concretamente, la luz que se despliega en los primeros instantes del amanecer. Algo así había dicho Lars… Tomó el manuscrito de manos de Laventier y lo abrió; ahora, el trazo de tinta resaltaba sin dificultad sobre el papel blanco: el asomo de visibilidad no era una ilusión sino una evidencia que se asentaba por segundos.
…literalmente, estaba amaneciendo en mi pozo sin fondo…
Confundido, Ferrer se volvió hacia Laventier. El francés, sin decir nada, le invitó a seguirlo tras recuperar el manuscrito. Sin que Ferrer se hubiera percatado, había vuelto a rescatar del suelo la vieja valija, y ahora, portándola mientras caminaba torpemente apoyado en el bastón, ofrecía la extraña, por inadecuada al entorno, estampa de un bondadoso médico de provincias camino de su ronda de visitas, cualquier soleado domingo por la mañana. «Soleado», se dijo Ferrer mirando atónito a un lado y a otro… «Soleado» era la palabra adecuada.
En la entrada de la gruta, aguardaba sentado en el suelo un guerrero indio armado con una bolsa de granadas, dos pistolas encajadas en la cintura y un fusil de asalto que Ferrer, a pesar de su inexperiencia, reconoció porque aparecía en todos los reportajes de conflictos bélicos, fuese cual fuese su localización sobre el planeta. Apenas los vio se puso en pie de un salto y se quedó ante ellos. Su rostro tenía algo de amenazador, pero la ausencia absoluta de miedo en el rostro de Laventier tranquilizó a Ferrer.
– Éste es Anselmo -dijo el francés-. Es el hombre que vino a buscarme al hotel y mi guardaespaldas dentro de la Montaña, podríamos decir. Ahora también es el suyo.
– ¿Anselmo? -miró Ferrer al indio-. ¿Tú impediste que María…?
Anselmo afirmó con un golpe seco de cabeza. Ferrer se limitó a asentir; el hierático rostro del indio le disuadió de pronunciar cualquier fórmula de agradecimiento.
– Anselmo -dijo Laventier-, quiero que Ferrer vea lo que pude ver yo ayer y anteayer.
El indio, sin decir nada, empezó a caminar un paso por delante de ellos, volviéndose cada poco por si el anciano francés pudiese necesitar su ayuda para desplazarse.
Accedieron así a un pasillo de piedra natural por el que avanzaron durante unos minutos sin hablar, mudo de perplejidad Ferrer y respetando el francés su fascinación, que sabía idéntica a la que él mismo había experimentado en el anterior amanecer. Tomaron dos curvas a la izquierda, una a la derecha y otra más a la izquierda. La claridad continuaba asentándose a su alrededor cuando desembocaron en otra gruta de dimensiones gigantescas.