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– Once. Once veces -dijo sorpresivamente una voz femenina. Luis y Aurelio se volvieron hacia la entrada de la habitación. Cristina Ferrer los miraba desde el quicio de la puerta con expresión inusualmente severa. Debía de llevar un rato escuchando; luego les explicaría que el acto de solidaridad con el pueblo chileno había sido prohibido y por eso había regresado a la clínica-. Las conté muy bien. Siete veces cuando me tenía atada en el camión y otras cuatro después, en el palacio presidencial, mientras una sirvienta me bañaba y me vestía para la fiesta de la tarde.

Luis tardó unos segundos en comprender la magnitud exacta de las palabras de su madre y, cuando lo hubo hecho, permaneció expectante.y callado: sabía que no era él a quien correspondía continuar hablando. Cristina se sentó en la cama junto a su marido y encendió un cigarrillo con naturalidad que contradecía sus prohibiciones previas de introducir tabaco en la habitación del convaleciente; de ese detalle insignificante, y de la gravedad nerviosa con que sus padres le miraron desde la cama en ese instante, dedujo Luis que llevaban años, probablemente los transcurridos desde que alcanzó él la adolescencia, buscando el momento idóneo de revelarle determinadas intimidades de su pasado de pareja, habiendo optado al final por aquel en el que la conversación surgiese de forma espontánea, tal y como acababa de ocurrir ahora.

– Después, dos soldados me llevaron en coche hasta otro edificio y me encerraron en una habitación. Uno se fue mientras el otro se quedaba vigilándome. Pero conseguí huir. -Cristina dio una calada larga al cigarrillo; la premeditada pausa pretendía obviar los detalles de la fuga, y así lo entendió y aceptó Luis, aunque desde entonces no había podido evitar preguntarse en ocasiones si su madre habría tenido que matar al soldado para escapar-. Salí de la habitación, cerré la puerta por fuera, me quité los tacones que me habían obligado a calzarme y busqué una salida. La casa era enorme, un auténtico palacio, y me perdí. Vi de pronto al segundo soldado, seguramente me buscaba ya. Para eludirlo subí unas escaleras, entré en una habitación y cerré la puerta. Enseguida oí ruido, alguien se acercaba, tal vez el soldado me había seguido. Así que me escondí en el único lugar posible: el armario.

Ferrer, evocando en la embajada la narración, se aproximó a la puerta del armario y la acarició, preguntándose si, después de tantos años, la plancha de madera continuaría siendo la misma tras la que se ocultó su madre. La abrió muy despacio, localizó en el interior el único lugar posible donde Cristina pudo haber acurrucado su cuerpo y cedió a la pueril tentación de agacharse y mirar por la mirilla, tal y como había hecho su madre para espiar al recién llegado.

– No era el soldado que me estaba persiguiendo, sino un hombre en mangas de camisa que parecía muy nervioso. Se puso a revolver por la habitación: pensé que no iba a tardar en encontrarme, aunque me tranquilicé cuando comprendí, al verle mirar debajo de los cojines y dentro de los cajones, que tenía que estar buscando un objeto pequeño.

– La famosa pajarita de mi esmoquin. La recepción estaba a punto de empezar y ya te he dicho que no tenía ni idea de dónde la había puesto -aclaró Aurelio. Luis posó un instante la mirada sobre él. Confundido y fascinado, experimentaba a la vez un extraño pudor ante la exposición de la intimidad de sus padres. Volvió de nuevo la vista hacia Cristina.

– Acabó por encontrarla, y se la estaba anudando frente al espejo cuando debí de hacer ruido sin darme cuenta. Entonces se giró hacia el armario. Avanzó cautelosamente, yo lo veía por la mirilla cada vez más próximo, hasta que fue sólo una mancha que taponó del todo la luz de fuera. A oscuras y encerrada, me vi perdida. Tardó unos segundos eternos en decidirse a abrir la puerta. Cuando lo hizo, me apreté todo lo que pude contra el fondo del armario y rogué que no encendiese la luz. Pero no le hizo falta: vi con espanto que, al entornar la puerta, la luz del despacho se colaba y me iluminaba los pies como un foco de teatro. Aunque los retiré a toda prisa, era imposible que no se hubiese fijado en ellos.

Ferrer abandonó su posición tras la mirilla del armario, se puso en pie, dio un paso hasta el otro lado de la puerta, la cerró y la abrió de nuevo, ahora todo lo despacio que pudo, demorándose en la contemplación del rayo de luz de la antigua y señorial lámpara del techo, que se deslizó como había hecho cuatro décadas antes hasta el lugar donde, durante el segundo previo a que Cristina los retirara, vio Aurelio Ferrer unos pies femeninos.

– En ese instante, entró en el despacho el soldado. Y lo que pasó a partir de ahí fue confuso. Tu padre cerró la puerta de golpe. Vi por la mirilla cómo se acercaba hasta un sillón y se dejaba caer en él, como si estuviese mareado. El soldado, con el respeto típico hacia alguien importante y también con mucha precipitación,comenzó a explicar mi fuga, una «peligrosa guerrillera» dijo que era. Pero tu padre no parecía hacerle caso. Miraba cada poco hacia el armario, hasta que de pronto se puso en pie con decisión, le pasó al soldado una mano por el hombro, muy amigable, y fue con él hacia la salida. Antes de salir y cerrar la puerta echó una última mirada hacia mi escondite. El muy cobarde, pensé yo, ni siquiera se atreve a delatarme dando la cara.

– Lógico. En su situación, ¿cómo iba a imaginar las cosas que pasaban por mi cabeza? Por supuesto, vi que había un cuerpo agazapado en cuanto abrí la puerta del armario, porque el rayo de luz, al deslizarse por el piso, captó instintivamente mi atención, y me llevó hasta los pies del suelo. Como ella ha dicho, igual que un foco de teatro. Pensé varias cosas, todo en décimas de segundo: primero me sobresalté, porque la zona de sombra comenzaba enseguida y los pies iluminados quedaban aislados, como si no perteneciesen a ningún cuerpo, como si los hubiesen cortado de un hachazo y dejado ahí; luego pensé que podía ser una broma de Larriguera, le gustaba hacer ese tipo de cosas. Pero todo eso era lo de menos. Lo verdaderamente importante era el vértigo que me asaltó. Justo entonces entró el soldado, y cerré la puerta de golpe para que no descubriera a la mujer. Me sentía asustado por lo rápido que latía mi corazón, tanto que tuve que sentarme. Cuando el soldado me contó lo de la fugitiva comprendí quién era la mujer del armario. Trataba de analizar lo que me había ocurrido, lo que me seguía ocurriendo: reviví cada segundo desde que había abierto la puerta, cada detalle, cada milímetro del recorrido del rayo de luz…

– ¿Y? -se impacientó Luis.

– A la vista de aquellos pies de piel dorada… Ya sé que te va a sonar a gilipollez. -Aurelio, que tal vez nunca había confesado esos sentimientos precisos o que, aunque lo hubiera hecho, los encontraba pueriles e incluso cómicos, indignos de la seriedad supuesta a un adulto, buscó apoyo en su mujer, que le tendió una serena sonrisa plena de complicidad; Luis la captó: evidenciaba tan antigua y profunda compenetración entre sus padres que sintió un asomo de vergüenza, casi sonrojo por su entrometida presencia; pero supo también que lo que Aurelio se disponía a contarle sólo podía ser cierto-. El caso es que me atravesó el cuerpo una corriente de sexualidad: así, como una descarga eléctrica. No una erección, ni una excitación de tipo fetichista, tío, no; no te lo tomes a broma que va en serio… Justo lo que he dicho, una corriente de sexualidad. Por todo el cuerpo, como cuando un día de calor saltas a una piscina y la impresión del frescor te revitaliza. Duró una décima de segundo, porque ya he dicho que tuve que cerrar la puerta, pero fue suficiente. No podía creerlo: ¡había notado una chispa de deseo sexual! ¡De nuevo! Tan claramente como noté que se iba el día de la miliciana de Sevilla. Entonces, unos pies femeninos, todo lo que aquellos pies implicaban, me habían traumatizado, bloqueado sexualmente, puede decirse que eran el símbolo de mi impotencia, de aquello que existía para los demás pero a mí me estaba vetado para siempre. Y ahora, de pronto, así, de forma tan inesperada… No quería hacerme falsas ilusiones y mientras el soldado seguía a lo suyo, hablando sin parar, me esforcé por recordar los pies de Sevilla en todo su horror. Pero fue inútil, maravillosamente inúticlass="underline" por mucho que me empeñara, seguía fascinado por estos otros pies, los nuevos, los mágicos, a los que el rayo de luzme había guiado como si fuera cosa del destino. Tal vez, si el soldado hubiera tardado un segundo más en entrar, yo habría tenido tiempo de examinar con detenimiento el objeto de mi adoración, y entonces, como pasa con todo en esta vida, me hubiese desengañado. Pero como el flash había sido eso, un flash, me quedé fascinado y ansioso de volver a abrir la puerta del armario. Tenía que ver de nuevo a la desconocida a cualquier precio. Por supuesto, no hice el menor análisis racional del asunto, ni falta que me hacía: era como un niño, la primera vez que siente atracción por el cuerpo de las mujeres. Agradecí la información al soldado y salí con él, tan contento que recuerdo que, en efecto, le palmeé la espalda. Y cerré la puerta por fuera. No quería que «la peligrosa guerrillera» volase. Imagínate: si llego a volver y veo que la mujer del armario ha desaparecido, habría pensado en una alucinación. Me habría vuelto loco, lo mismo me hago asesino en serie -bromeó Aurelio; Luis percibió que su padre comenzaba a relajarse. A Cristina le pasaba igual. Instintivamente, él también se relajó.