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De nuevo buscó a Laventier con la mirada. El francés, mientras él contemplaba extasiado la gran cueva, se había adentrado en ésta unos pasos, hasta ocupar un pequeño alto desde el que ahora reclamaba su presencia.

– Desde aquí -dijo-. Desde aquí lo verá mejor.

Ferrer avanzó hasta encontrarse situado en una especie de plataforma natural desde la que podía observar la gran sima, todavía negra, que se abría a sus pies. Aguardó. El hecho de que Laventier estuviese sustituyendo las gafas que llevaba puestas por otras, graduadas presumiblemente para ver de lejos, le sugirió que debía prepararse para alguna clase de espectáculo y, todavía desconcertado, abarcó con la vista la inmensa gruta de piedra. Entonces escuchó el rumor lejano, pero persistente y enérgico, de una corriente de agua que parecía torrencial, tal vez una gran cascada… Escrutó en su busca las ya dubitativas tinieblas, y tras algunos instantes descubrió el río: efectivamente caudaloso, discurría veinte o treinta metros por debajo de él, bordeando el terreno rocoso que parecía iniciarse desde su orilla hacia un horizonte que sólo pudo precisar cuando la luz de origen inexplicado comenzó a invadirlo todo y le reveló que se hallaba sobre un valle inverosímilmente verde cuya luminosidad se volvía por segundos más y más eufórica.

… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.

Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural

… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.

Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural que se extendía ante él emanaba la seductora irrealidad de un decorado cinematográfico cuyas trampas de cartón sólo se pudiesen descubrir mirando hacia arriba: la bóveda de piedra negra que los cubría como una gran quesera negaba con su hermetismo la entrada teórica del sol, que sin embargo se colaba prodigiosamente, alumbrando de vida y color cada resquicio del imposible valle subterráneo que Ferrer tenía ante sus ojos.

Pasados unos segundos, comenzó a sentir un calorcilio tibio que le acariciaba a hurtadillas en la nuca, y sus músculos, alarmados, se tensaron. A sus pies se movió algo que no tardó en reconocer como su propia sombra: por la posición de su lánguido alargamiento, sólo podía entenderse lo imposible: que el sol se encontraba a su espalda. Notaba los latidos del corazón en las sienes, y un calor intenso le ardía en el puño derecho, que instintivamente había crispado a la defensiva.

Iba a girarse para identificar la fuente solar cuando algo le rozó el hombro. Se volvió. Laventier le ofrecía el manuscrito abierto, invitándole a leer por el punto que le señalaba con el dedo. Ferrer comprendió que la respuesta a sus preguntas sobre el insólito fenómeno solar estaba ahí, sobre el papel, y no a su espalda.

¡Diamantes, Jeannot!

Diamantes imposibles, diamantes inexistentes, diamantes inverosímiles… ¡Pero diamantes reales! Ya sé que no eres joyero ni gemólogo, y mis propios conocimientos sobre la materia no van más allá de los imprescindibles para atinar en las operaciones, casi nunca convencionales, que a lo largo de mi vida he supervisado. Gracias a esa experiencia supe que lo que había visto en la Montaña Profunda era un hecho acientífico. Y sin embargo, ahí estaba: un prodigioso capricho de la naturaleza, un engendro genético, si me permites el incorrecto pero didáctico símil. Algo que no podía ser… pero era. Un microclima subterráneo que se encontraría herméticamente cerrado de no ser por los centenares y puede que miles de chimeneas que atraviesan la corteza de piedra y conectan su espacio interior con la superficie. La mayoría de estas chimeneas, estrechísimas, no permiten el tránsito de seres humanos por su interior. Sin embargo, existen unas pocas bocas más anchas gracias a las cuales han podido los indios escabullirse durante tanto tiempo de toda persecución: estas entradas secretas les permitían replegarse tras sus incursiones. Explicado así el secreto de su invisibilidad, quedaba sólo el de la supervivencia. ¿Cómo -se han preguntado a lo largo de los siglos quienes por una u otra razón han acosado a los indios- sobrevivían en una zona de por sí yerma y hostil donde además, en los últimos tiempos, había el ejército sembrando de fuego y sal cada resquicio de tierra donde pudiese llegar a enraizar un cultivo? Gracias a las lluvias tropicales, podían obtener agua en abundancia. Pero, ¿y comida? ¿Tendría razón la tradición que les otorgaba la mágica capacidad de masticar y digerir piedras? ¿Cuál era la causa del aparente prodigio? Tu amigo Víctor lo ha resuelto para ti, introduciendo la respuesta en la bolsita granate que te he enviado. Deten la lectura y mira en su interior con el detenimiento y cariño que el objeto se merece.

– Hágalo -ordenó Laventier, que leía a la vez que Ferrer por encima de su hombro.

Ferrer no comprendió.

– Su mano derecha… -indicó entonces el francés.

Ferrer la abrió. En la palma estaba el diamante enviado por Víctor Lars. Impresionado por el espectáculo del amanecer bajo la bóveda de piedra, Ferrer había apretado con tanta fuerza involuntaria la tosca joya que sus aristas se habían grabado en la piel y su sudor había diluido en algunos puntos la sangre seca, mezclándose con ella. Levantó la joya hasta la altura de los ojos para examinarla.

– Esta piedra -dijo Laventier- llevaba en la Montaña Profunda un tiempo inmemorial. Desde que Lars la arrancó de la pared han transcurrido diecisiete ridículos años. Es la esquirla a la que se agarró en su caída, tras la persecución de los Hombres Perro, el objeto cortante que se desprendió por su peso. Un trozo de pared de la Montaña Profunda, uno de los diamantes que salpican sus paredes. Es uno, sólo uno de los millones de diamantes que cada mañana… Pero siga las instrucciones de Lars… Obsérvelo con detenimiento… Vuélvase y obsérvelo…

Laventier, suavemente, le hizo girarse, ahora sí, hacia la fuente de calor que le cosquilleaba en la espalda. Ferrer levantó la vista: le cegó la luz solar, y alzó el diamante hacia ella.

– Uno de los millones de diamantes -continuó La-ventier- que cada amanecer, desde las paredes de cada una de las centenares, ¿lo oye bien?, centenares de chimeneas naturales que comunican con el exterior, refleja sobre el diamante siguiente la luz que el anterior ha reflejado sobre él. Un conductor natural masivo de luz solar bajo tierra. Literalmente, un sol subterráneo.

Ferrer vio cómo el sol arrancaba destellos a la piedra que sostenía en la mano. Se giró: el gran valle amanecía a sus pies, y la acción de la luz parecía dar nuevos bríos al torrente del río a cuya orilla se levantaba lo que ahora, con la iluminación consolidada, se revelaba como un poblado de chozas de madera y barro rojizo. La Montaña Profunda y las infinitas leyendas que había generado: ninguna tan grandiosa como la realidad.

– Viven aquí -murmuró Ferrer, admirado, a pesar de que ninguna señal de vida o actividad se vislumbraba en el pueblo.

– Siempre -subrayó Laventier-. Siempre han vivido aquí.

A pesar de que había presenciado con anterioridad el fenómeno natural, seguía embrujado por él.

– Pero que yo sepa -objetó Ferrer-, los diamantes en bruto no transmiten la luz…

Laventier, por toda respuesta, le sugirió con un gesto que continuase leyendo. Ferrer lo hizo dubitativo, como si temiese que al bajar la vista el prodigioso espectáculo comenzara a desvanecerse. No había asimilado aún que tal cosa no podía ocurrir: en la Montaña Profunda, simplemente, acababa de comenzar el nuevo día.