– Lo sabía -masculló Ferrer. Una alegría absurda le invadía el pecho: la conexión entre Lars y Leónidas, sobre la que él llevaba elucubrando desde la emboscada del Desfiladero del Café, salía por fin a la luz.
Miró a Laventier.
– ¡Lo sabía! -repitió.
El francés, sentado a la sombra sobre una piedra plana, se revolvió al captar su excitación.
– ¿Ha reaparecido ya el Niño de los coroneles? -preguntó señalando el manuscrito. Parecía ser la única cuestión de su interés.
– ¿El Niño…? -Ferrer, por un momento, había olvidado a su hermano, al que de forma inconsciente imaginaba enfermo o moribundo, definitivamente apartado de la historia que en las últimas páginas había adquirido otros derroteros.
En ese instante se produjo una explosión lejana. Ferrer sintió un temblor leve de tierra que habría catalogado como producto de su imaginación de no ser por la celeridad felina con que Anselmo, con el rostro repentinamente ensombrecido por la alarma, se levantó y agudizó el oído.
– Ya ha empezado -dijo.
– ¿Empezado? ¿El qué?
Anselmo sacó unos prismáticos de la mochila que llevaba a la espalda y escrutó la lejanía. Ferrer se acercó a él.
– Disparos -murmuró el indio sin apartar la vista del frente.
– ¿Disparos? -Ferrer se esforzó inútilmente por captarlos.
– El ruido del río impide oírlos. Pero mire allá -Anselmo le entregó los prismáticos señalando con el dedo un punto lejano del valle-. Detrás de la segunda cascada.
Ferrer tardó unos segundos en localizar el lugar. Todo le parecía vegetación y rocas en calma, hasta que atisbo algunos chisporroteos de color anaranjado, intermitentes y frenéticos; pegadas a ellos, las figuritas humanas que apretaban los gatillos: el verde oliva de los uniformes se confundía con los indisciplinados atuendos de los indios, y vista desde la distancia, se diría que la lucha era cuerpo a cuerpo. En el caos de la refriega, Ferrer localizó de pronto la cabellera negra de María: la mujer destacaba como la más ardorosa combatiente.
– Se diría que ella es la que.manda -Ferrer se volvió hacia Anselmo-. Dime una cosa… ¿Dónde está Leónidas? ¿Es que ha muerto? ¿O…?
– Que le conteste él -respondió Anselmo dirigiendo los ojos hacia la espalda de Ferrer.
Se volvió, imaginando por un instante que iba a enfrentarse a una gallarda silueta situada sobre un alto y recortada mitológicamente contra la luz solar, pero ante él había un hombre pequeño y muy delgado, casi enclenque, de más de cincuenta años y rasgos que parecerían subdesarrollados de no ser por la intensidad de una mirada entrecerrada en la que sólo cabían la desesperanza y el dolor.
– Anselmo -dijo Leónidas sin dejar de clavar los ojos sobre los de Ferrer-. Lleva al francés a la salida.
Anselmo asintió y comenzó a tirar con suave firmeza del brazo de su protegido, que se zafó para enfrentarse cara a cara, sin asomo de temor, a Leónidas.
– Un momento, señor. No he venido hasta su montaña para irme sin más. Si usted tiene que hablar con Ferrer, sepa que yo también. ¡Luis! -se volvió hacia él con expresión apremiante-. ¡Termine de leer el manuscrito! Sólo le quedan una páginas. ¡Léalo!
– De acuerdo -susurró Ferrer.
Su promesa le recordó a otra, casi idéntica, que había realizado al francés en el vestíbulo del hotel donde se conocieron, una eternidad de tres días atrás. Antes de que entrara en su vida Víctor Lars. Aparentemente más tranquilo, Laventier aceptó ahora seguir a Anselmo.
Cuando se quedaron solos, Ferrer se volvió hacia el hombre por el que había recorrido medio mundo. No supo por dónde empezar. El otro le ayudó.
– ¿Conoces a Juan Carlos I? -preguntó.
– ¿El rey?
– El rey de España, sí. ¿Lo conoces?
Ferrer, en una multitudinaria recepción, había estrechado una vez la mano del monarca. Pero supuso que Leónidas se refería a una relación más estrecha.
– No -contestó-. No lo conozco.
– Hmmm -asintió Leónidas; y añadió enseguida, con la misma tranquilidad-: Mejor para ti. Si hubieras dicho lo contrario, tal vez te habría matado.
Ferrer no hizo comentario alguno. Leónidas lo miró durante otro segundo interminable, como para tratar de detectar el miedo en el fondo de sus ojos, y continuó:
– Roberto Soas, cuando todavía no sabíamos que era un hombre mentiroso, dijo que me llevaría a España para hablar con el rey.
– ¿Conociste en persona a Roberto? Él me dijo que no.
– Es un hombre mentiroso, acabo de decírtelo. Después de aquello cambió de opinión. Dijo que sería el rey quien vendría a Leonito para conocerme y tratar de la Montaña. Preparó una gran recepción, invitó a mi pueblo, a las mujeres y a los niños. Nos engañó a todos. Pero yo soy el único culpable. Tenía una razón personal para negociar y llevé a mi pueblo al desastre. ¡Lo traicioné! ¡Lo traicioné por una razón personal!
Leónidas no se regodeaba en la rabia, la tristeza ni la melancolía; sin duda, esos sentimientos ya habían atormentado hasta el infinito su corazón. Ahora se limitaba a exponer los hechos. Ferrer se mantuvo expectante.
– Fuimos todos a conocer al rey de España. Aseguré a mi pueblo que no había nada que temer. Creyeron, igual que yo, que el rey querría saber por qué luchábamos contra los que quieren profanar la Montaña con sus hoteles. Creyeron que el rey de España nos escucharía, pero…
– Puedo garantizarte -le interrumpió Ferrer- que el rey de España, como cualquier otro jefe de Estado, no viaja a una zona conflictiva con tanta facilidad, y mucho menos para visitar las obras de un hotel de lujo. Obras que casi ni siquiera habían empezado, además. El rey, a la fecha de hoy, ni siquiera habrá oído hablar de vosotros, te lo aseguro. Eso lo sé yo, lo sabe Soas…
– Y ahora lo sé yo también. Pero entonces le creí… Y resultó ser una emboscada. Aparecieron soldados por todas partes, ametrallando a los míos, a las mujeres y a los niños. A traición… Una matanza. Hace dos meses.
– Pero había ya un gobierno democrático -objetó Ferrer; esta desconocida versión de los hechos le pillaba por sorpresa-. No parece muy verosímil que…
– ¡Dispararon a las mujeres y a los niños! ¡Con ametralladoras y morteros! Y a los supervivientes nos persiguieron con helicópteros, dos helicópteros que disparaban desde el aire a los heridos -aseguró contundente el indio, retando a Ferrer para que osase no creerle-. Y eso no es todo: había militares españoles.
– ¿Entre los atacantes?
– Oficiales con graduación. Vinieron de España para dirigir el ataque. Unos manejando los helicópteros y otros mandando a los soldados leonitenses.