– Bien, pero al fin lo vio -atajó Ferrer, que no perdía de vista la impaciencia con que Anselmo, a intervalos cada vez menos espaciados desde su posición de vigía, le pedía con la mirada que se pusieran en marcha-. Vayamos a ese momento…
– Cuando lea el manuscrito en su totalidad…
Ferrer no pudo evitar un gesto de ansiedad. Laventier lo atajó levantando la mano para pedirle paciencia.
– Cuando lea el manuscrito en su totalidad observará que concluye bruscamente; ello no es debido a ninguna nueva argucia de nuestro amigo, sino a una causa mucho más prosaica: su enfermedad había sufrido un severo empeoramiento. Así me lo anunció el caballero que apareció en mi hotel presentándose como el médico privado de Lars. Fue poco antes de entrevistarme con usted en el hotel. Después de que usted y yo nos separáramos, fue él quien me acompañó hasta la mansión de Lars, en las afueras de Leonito.
– ¿Ya no vivía en el Faro número Tres?
– Al parecer, no. Pero en todo caso carece de importancia. Sería una de sus muchas casas en Leonito. Me llevó allí y punto… Cuando entré a la casa, me registraron. Luego el médico me mostró un largo pasillo por el que debía internarme y se fue, dejándome solo tal y como exigía el protocolo previsto por su cliente. La casa, toda ella de mármol blanco, reflejaba la luz solar, y hacía más identificable el punto negro que se recortaba al fondo del pasillo contra el azul del mar de la playa privada: Víctor Lars. Yo, a pesar del registro, había logrado introducir un arma mortal.
Ferrer no pudo evitar mirarle sorprendido.
– Abra la estilográfica y démela -pidió el francés.
Ferrer lo hizo. Laventier la cogió con torpeza, como un niño su primer tenedor o el asesino inexperto la navaja del crimen.
– Éste fue el último favor de Vanel. Le pedí el nombre de un armero de características especiales y me lo dio. Él me preparó esta estilográfica. ¿Ve cómo el plumín no tiene punto? En realidad oculta una aguja hipodérmica conectada al cargador de tinta, que se ha sustituido por un potente veneno. Para expulsarlo, sólo hay que presionar la base del plumín contra la superficie en la que se quiera inyectar. Es un objeto de alta precisión, costó una fortuna. Hace meses que la llevo conmigo, esperando el momento de matar a Victor Lars.
– ¿Usted? ¿Un asesinato?
– Sí. ¡Yo! -respondió Laventier con amargura.
Devolvió la pluma a Ferrer, que la cerró e instintivamente se la guardó en el bolsillo. Reparó, sin darle importancia ni echar marcha atrás, en que era un gesto muy similar al realizado días atrás junto al cadáver de Bueyes.
– Matar a Lars -continuaba el francés- no era sólo una venganza personal, era también la justicia para todos los inocentes sacrificados por su mano. Lo medité durante largo tiempo, en profundidad, y mi conclusión fue clara: la filosofía y la moral exigían su muerte. Las víctimas que ha ido dejando tras de sí exigían su muerte. El sufrimiento de Óscar Fiorino exigía su muerte. Cada uno de los actos que ha cometido exigían su muerte. Y lo que le hizo a Florence exigía su muerte. Sí, sí, sé perfectamente lo que estoy diciendo. Y lo que significa: nada menos que la vida del gran Jean Laventier tirada por la borda. Al final, no sólo reclamaba para mi enemigo la pena de muerte. También me disponía a ejecutarla sin juicio previo. ¡Gran victoria del Mal sobre el Bien! ¿Y sabe qué es lo más terrible? ¡Me gustaba! ¡Me excitaba! ¡Devolvía la actividad a mi mente y la vitalidad a mi cuerpo! No, no, Ferrer, no pase por alto este concepto. ¡Es esencial y trágico! ¡La asunción del mal me insuflaba vitalidad! ¡Juventud! ¿Y qué podían oponer a esa fuerza irresistible ochenta años de estudio, de ética, de ejercicio del bien, de ley y orden, de compromiso con valores teóricamente eternos, irrenunciables… sagrados? ¡Amigo mío! Preparar una conferencia sobre los peligros del fascismo es una tarea pausada, interesante, tal vez incluso útil… ¡Pero citarse con el artesano que ilegalmente va a fabricar para ti un arma mortal es apasionante! ¡Es arrebatador! Me despertaba al alba, con ganas de empezar un nuevo día… ¡Con alas en el corazón! ¿Quién lo resistiría? ¡Algo así como enamorarse a la vejez! Ante tal embrujo, ¿qué importancia tiene cometer un acto ilegítimo, ilegal, teóricamente monstruoso? ¿Suponía Lars que todos esos sentimientos iban a aflorar en mí durante su persecución? ¿Tan maligna era su sabiduría? Avancé hacia el punto negro… Victor estaba sentado, de espaldas, sobre la butaca de mimbre. Parecía inmóvil, pero a medida que me acercaba pude distinguir que algo se movía a la altura de su regazo. Cuando estuve a un par de metros vi que se trataba de una primorosa criatura infantil que le hacía la manicura arrodillada a sus pies. Lars parecía confortablemente indiferente, tal vez dormitaba. Parado ante él, constaté que era, casi, el mismo hombre guapo de ojos claros, con el pelo abundante de su juventud ahora blanco inmaculado. No aparentaba más de sesenta años, veinte menos de los que en verdad tenía: hasta en eso constituía su persona un monumento a la injusticia. Me miró sin reconocerme, limitándose a sonreírme con candidez que parecía excesiva. Decidí esperar a que fuera él quien hablase, pero no lo hizo. ¿Otro de sus trucos? ¿Trataba de ponerme nervioso? Me aproximé y le apoyé el plumín sobre el cuello. No se inmutó. Tanteé sobre la piel hasta hallar los latidos de la yugular: eran mínimos, remotos…¡ relajados! Justo lo contrario de los míos, que bombeaban sangre imparable, sangre atemorizada por la indiferencia de mi enemigo. ¿Qué pretendía? ¿Qué esperaba para pedir ayuda? El ángel que le arreglaba las uñas me miraba con ojos carentes de criterio, ojos indiferentes, ojos de esclavo bien entrenado. Lars también me miraba: la mirada de un hombre bueno, señor Ferrer, ¿puede creerlo? Alguien definitivamente a salvo de su propia conciencia. La constatación incuestionable de tal hecho me noqueó, desarboló mis intenciones homicidas o justicieras: ¿cómo iba a matar a quien no se defendía? ¿A sangre fría? ¡Impensable! A pesar de la supuesta resolución de mis propósitos, mi mano no accionaba el dispositivo del veneno. Mi renuncia suponía la inmediata victoria de Lars, que como si lo hubiese entendido así no dejaba de sonreír. Irritado por su beatífica superioridad, pensé en todo lo que sabía de él para darme fuerzas, pero fue inúticlass="underline" no podía matarlo ni podría nunca… Al comprenderlo, tragué saliva: a pesar de las décadas transcurridas y a pesar de mis, según todo el mundo, grandiosos logros en el campo de los derechos humanos, seguía siendo el mismo pusilánime que una noche maldita expulsó de su lado a los luchadores de la libertad acosados por los nazis ¡Seguía siendo Laventier el Cobarde! Ya que no hallaba el valor en las causas universales, lo busqué en las privadas: me forcé a visualizar el esqueleto de mi amada Florence, su violación y su muerte, pero la mano, cada vez más temblorosa, seguía negándose a matar. Me derrumbé y hasta puede que sollozara, pues el pequeño asexuado detuvo un momento su tarea para mirarme con indiferencia despectiva. Luego siguió acariciando los dedos de su amo, que no amagó exteriorización de sentimiento alguno. En ese momento apareció el médico. Coherente con su aura de extrema sedosidad, me dibujó con precisión el cuadro clínico del convaleciente: durante los últimos días, Lars había empeorado de repente, y su estado había desembocado la víspera en un derrame cerebral que explicaba su actual mutismo ausente. Debo reconocerlo, tan asumida tenía la superioridad de mi enemigo que no me había detenido a considerar una verdad inamovible: su cuerpo, como el de todos, es un juguete en manos del paso del tiempo. Un derrame cerebral benigno del que se recuperaba satisfactoriamente, pues tal -«satisfactoria»- era la definición idónea para el estadio en el que a partir de ahora viviría el invicto canalla: un cerebro adormecido -un cerebro sin conciencia alguna del mal causado, un cerebro inmune a los reproches y remordimientos, un pasado limpio… la pureza de un hombre bueno- en un cuerpo con salud razonablemente buena: la corona de laurel que culminaba el monumento de insultos al Ser Humano. El paciente, calculaba el médico, viviría sin problemas otros diez o quince años. Diez o quince años que serían de alguna manera envidiables, explicó misteriosamente a la vez que me entregaba un sobre lacrado: el testamento de Lars. Está aquí, lo he traído conmigo… Déme la valija.