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A.- detenerme y ponerme ante la justicia.

B.- matarme (sí, hombre bueno, no escondas la cabeza ni te ruborices: matarme. A-se-si-nar-me).

Que la opción fuese A o B dependía únicamente del grado de irritabilidad que hubiesen inyectado a tu mente algunos de mis actos. De la misma forma, que la opción fuese A o B no afectaba al hecho de que, una vez cumplida la que de las dos se tratase, habrías puesto en conocimiento de la opinión pública mis cartas, mi biografía y mi plan de apropiación de la Montaña, regreso de los coroneles incluido. En suma, lo que yo pretendía. Sí, «regreso de los coroneles incluido», no te dejes abrumar por este pequeño matiz en apariencia desconcertante o hasta contradictorio, que paso ahora a explicarte: verás, en los últimos tiempos mi vida evoluciona vertiginosamente hacia la oscuridad.La global visión pesimista que tal circunstancia implica no estaba reflejada en mis primeras cartas -cuando, por lejana, la amenaza de la nada parecía nimia o inverosímil- pero sí pesaba, y de forma determinante, en las últimas. Mientras las escribía -o, lo que es lo mismo, mientras el tiempo de mi vida pasaba y se agotaba- fui comprendiendo que toda fidelidad que no estuviese dedicada a mí mismo era ingenua y absurda, irresponsablemente insana. Incluida, claro está, la fidelidad hacia los coroneles, de los cuales he decidido -como de ti – servirme. Mi punto de vista es el siguiente: mientras mi mente esté en condiciones, serviré con entusiasmo -pues hacerlo me satisface y divierte- al plan de conseguir la Montaña y el país entero. ¡Ojalá -y hablo con el corazón en la mano- pueda verlo llegar a buen puerto! Ese simple hecho -verlo culminar- entrañaría, además de un enorme y gratificante éxito, la prueba de que sigo vivo. Pero sería ingenuo descartar que mi mente también puede morir antes de ese desenlace feliz. Y para el caso de que sea así cuento, amigo mío, contigo: que tú, además de denunciar mi actos «reprobables», saques también a la luz todo lo referido al sofisticado asalto al poder en Leonito no hará sino aumentar mi gloria postuma. Alcanzado ese objetivo, lo que ocurra o deje de ocurrir con los coroneles, con Leonito o con el universo entero carecerá para mí de importancia.Aclarado esto, volvamos a tus dos opciones, A o B. Ya comprenderás que no voy a permitirte llevar a cabo la primera. No me veo detenido y puesto a disposición de la justicia, y esas ridiculas leyecitas -¡qué tontos sois los buenos!- sobre la inmunidad por criterios humanitarios de los criminales octogenarios, aunque favorables en este caso, resultan incompatibles con mi concepto del bienestar, pues de entrada no descartan incomodidades como la comparecencia ante los jueces o el confinamiento domiciliario. Será por tanto inútil que hayas maquinado cualquier complot para ponerme ante la justicia: desde aquí te advierto que mi guardia personal abortará -y la elección del verbo es plenamente premeditada y descriptiva-cualquier intento en este sentido. En cuanto a la opción B, tampoco me preocupa, aunque su peculiar idiosincrasia reclama un comentario aparte. Sí, reconozco que la idea que la alienta me regocija: Jean Laventier, el Médico de la Resistencia, el legendario humanista que rechazó el premio Nobel, maquinando, en su mezquina soledad, el asesinato de un adversario, antiguo amigo suyo, que no comparte su ideología. ¿Pero no eras tú el que llamabas a eso, demonizándolo, Fascismo? Sí, decididamente me gusta la opción B. Me gusta cómo evidencia el pie de barro de tus grandiosas convicciones, cómo te convierte en una contradicción viviente, cómo te confunde y cómo, probablemente,te hace preguntarte si no habría sido más sensato alinearte conmigo en el club donde, al no permitirse la entrada de hombres buenos, todo es más hermoso y mejor, transcurre con más serena cadencia. Me gusta la opción B por todo eso. Y además porque sé que nunca la llevarás a cabo. Simplísima deducción basada, sin posibilidad de error, en el conocimiento de tu cobardía, aunque la resolución de tu dilema puede, en este caso, resolverse de dos maneras que dependerán también del progreso de mi estado de salud. La opción B es sencilla: si mi mente sigue controlando adecuadamente sus actos, no dejaré que nadie me mate, y menos tú. No le dediquemos, pues, más tiempo. Pero la opción B2 me sugiere un juego sofisticado y apasionante al que -careciendo de importancia que aceptes o no, pues igualmente estarás dentro de él- te invito a jugar. Imaginémoslo juntos… Se dan sobre el tablero las dos condiciones siguientes: tú estás firmemente decidido a matarme y a hacerlo además, como mandan las reglas de las venganzas iracundas, por tu propia mano. Y yo, tras sufrir mi ataque cerebral, he quedado reducido al estado semivegetativo pronosticado por el médico. Parece lógico pensar que, para prevenir tal indefensión, hubiera dado órdenes a mis esbirros de acentuar la vigilancia de mi seguridad. Y sin embargo, amigo mío, haré justo lo contrario: despediré a mi guardia y, una vez esguarnecido,ordenaré al médico que se presente ante ti para anunciarte que en un plazo de cuarenta y ocho horas te llevará a mi presencia. Ese plazo temporal tendrá la función de permitir que te maceres en tu propio jugo de duda, contradicción y afán revanchista. También te dará tiempo para afilar el arma que hayas elegido para festejar nuestro reencuentro. Quiero hacer un pequeño homenaje a tu inteligencia, y presupongo por tanto que te habrás procurado una alternativa sofisticada que superará con éxito el registro somero al que, cuando entres en mi casa, te someterán… Y estarás por fin ante mí. Disculparás que no me ponga en pie para estrecharte la mano y abrazarte después de tantos años, pero me lo impedirá mi lamentable estado. Tampoco, me temo, podré reconocerte. Ya estaré más allá de esas terrenas miserias… Tú, probablemente desconcertado por mi indiferencia y acalorado por la excitación criminal, sacarás el arma con cautela innecesaria -habré dado órdenes precisas de que nos dejen solos- y la volverás contra mí: ¿se tratará, me pregunto una vez descartado el empleo de tus débiles manos desnudas, de un arma de fuego? ¿Tal vez una daga oculta en el bastón del que mis espías -y yo mismo en una ocasión en que te observé- te han visto servirte para tus desplazamientos por Leonito? ¿Algún complejo sistema de envenenamiento? Es igual… Lo esencial es que estarás ante mí, listo para-permitámonos la licencia de esta frase hecha- apretar el gatillo. Y entonces se producirá: o no te conozco a ti en particular y al ser humano en general o flaquearás, dudarás, te derrumbarás por la constatación de tu propia cobardía, guardarás el arma y saldrás de la casa, me atrevo a afirmar que impaciente por huir del escenario de tu fracaso irreversible: ni siquiera vales para matar a un muerto.

En la puerta, mi querido pobre amigo, el médico que te ha llevado hasta mí te entregará esta carta tras hacerte partícipe del cuadro clínico que para entonces padeceré: mens insana in corpore sano. ¡Injusta química, obsceno Azar…! Rabia Infinita sobre la que no quiero extenderme ahora. Leerás estas palabras y, a pesar de su nítido cinismo -o tal vez a causa de él-, improvisarás algún airado operativo de caza y captura contra mí. Será de nuevo inúticlass="underline" debes saber que tan pronto hayas abandonado la casa en la que nos hemos encontrado, seré inmediatamente desplazado por aire al lugar de mi último exilio, una hermosa isla desconocida por los mapas donde el cuerpo de Victor Lars vivirá sin la mente de Victor Lars. Despojado de los placeres de la inteligencia, languideceré como se describe en cierta biblia pagana: «atendido con primor por músicos incansables, danzarinas hermosas y ángeles de sexo joven y dispuesto». Tal vez mi cruel condición de vegetal humano me impida disfrutar de tales exquisiteces, pero opino que es mi deber intentarlo, y previsoramente he dotado a esa mi última morada de todos aquellos siervos bien entrenados que mi capricho, por ahora impredecible, pueda en su momento reclamar. Aparte de tu labor -por la que se inscribirán con letras grandes las palabras Victor Lars en el Libro Negro de los Hombres-, este paradisíaco lugar será lo más parecido a la inmortalidad que hombre alguno haya disfrutado.