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Dios no existe, pero yo sí.

Ferrer terminó de leer y dobló la carta todo lo parsimoniosamente que pudo, callado, deseando que fuese Laventier quien hiciese, y cuanto antes, el primer comentario. Pero los segundos de incómodo silencio se agolpaban uno tras otro y terminó por alzar la vista hacia el francés.

Laventier lo miraba fijamente, pero sus ojos nada veían. Ferrer comprendió de inmediato que estaba muerto. Sin embargo, no hizo nada excepto observar la quietud del cadáver. Trataba de establecer si el francés había fallecido al principio o al final de su lectura. Habría preferido que los últimos instantes de Laventier no se hubiesen visto alterados por las crueles palabras de Lars. Aunque ya nada importaba.

– Señor -Anselmo tocó a Ferrer en el hombro con suavidad, como temeroso de importunar al cadáver de Laventier; había regresado tan sigilosamente como partió-. Debemos irnos. Los soldados están subiendo por el camino…

Ferrer miró hacia abajo y los vio en medio de la oscuridad todavía escrutable: diez o doce hombres desperdigados, avanzando con cautela en vanguardia de un grupo más nutrido, de treinta o cuarenta uniformados. Todavía no los habían visto, pero era cuestión de minutos: el sendero que ya habían encontrado desembocaba en su posición.

Ferrer tomó la valija y la colocó entre los brazos de Laventier. Luego, suavemente, cerró los párpados forzándose a creer que la visión última de las pupilas muertas había sido el Sena, la apacible mañana de 1932, anclada ya sin retorno en la eternidad del olvido, en que llegó a París un niño ilusionado por llegar a ser el más grande médico de todos los tiempos.

El primer disparo hizo saltar una esquirla de piedra a dos metros escasos de ellos. Anselmo disparó dos ráfagas con el rifle de asalto, una a la derecha y otra hacia la izquierda, y reptó velozmente por el suelo en busca de una nueva posición de tiro.

– ¡Señor! -gritó-. ¡Hay que irse!

Lanzó dos granadas al azar contra las posiciones de los soldados y se arrastró hacia Ferrer. Las explosiones se produjeron cuando estaba ya junto a él.

– Señor -repitió en voz baja, suplicante-. Tiene que irse…

– ¿Y tú?

– Me quedaré para detenerlos, señor. Para que usted tenga tiempo de salir.

A Ferrer le desbordó la responsabilidad inesperada: ese hombre al que no conocía iba a morir por él.

– Vayase -repitió Anselmo mientras vaciaba su mochila de munición y la iba distribuyendo por los bolsillos. Ferrer, instintivamente, se ciñó a la espalda el zurrón que le había dado Leónidas. Antes de regresar a suposición de tiro, Anselmo se acercó a Ferrer y le apretó el brazo-. Y cuéntelo. Cuente lo que nos hicieron acá. Cuente lo que le hicieron a la Montaña.

Ferrer lo miró atónito: no le exigía una promesa, ni siquiera una palabra de compromiso. Simplemente, confiaba en que contaría la verdad. Y por eso iba a morir. Nunca nadie le había enfrentado de forma tan contundente a su deber. Supo que nunca podría olvidar a Anselmo, y supo que ahora, pasase lo que pasase, tendría que cumplir el juramento mudo que se hizo en ese instante: sí, contaría todo lo que estaba viendo y todo lo que estaba pasando. Contaría la verdad.

Corrió hacia la salida tras dirigir una última mirada al difunto Laventier: deseó sinceramente que los soldados respetasen su cadáver y, mientras salía hacia el exterior, le tranquilizó pensar que no había razón alguna para temer lo contrario.

Las instrucciones de los indios habían sido claras, no podía perderse: tomando el sendero que se abría a unos cincuenta pasos a la derecha, vería el claro donde comenzaban las posesiones de La Leyenda de la Montaña, en las cuales, una vez a salvo, le tocaría mentir a Soas para hacerle creer que había escapado de los indios o ni siquiera había llegado a estar en su poder. Detrás de él, el fragor de los disparos entre Anselmo y los soldados llegaba hasta sus oídos: cada vez más alejado pero frenético y desesperado. Avanzó.

Al poco, se hizo el silencio. No podría asegurar si habían transcurrido unos segundos o una hora desde que salió de la Montaña Profunda.

Y, en primera instancia, tampoco supo si se trataba de una alucinación cuando en el camino frente a él vio al capitán Rodrigo Huertas, sonriente y ufano en su impecable uniforme nuevo. Venía al frente de un grupo de soldados fuertemente armados.

– Luis Ferrer… Viajero infatigable y compañero de aventuras -exclamó el militar entre la socarronería y la euforia impostada; por un instante, pareció que iba a lanzarse a abrazarle como un buen camarada, pero la mirada de Ferrer, macerada por los dramáticos sucesos de las últimas horas, le disuadió, y Huertas volvió a ser el de siempre. Aunque, a la vez, parecía otro hombre. Ferrer pensó que el acobardado paranoico del Desfiladero del Café se habría esfumado al regresar a la civilización, reencarnándose en este gallito con ropa de camuflaje sobre la que aún se apreciaba la raya del planchado; un Huertas feliz porque Roberto Soas, una vez ambos a salvo, seguramente le habría concedido una segunda oportunidad.

– ¿Dónde está Soas? -preguntó.

El capitán ni siquiera pareció haberle oído.

– Vaya, miren a quién tenemos aquí -dijo repentinamente severo, mirando por encima del hombro de Ferrer y obligándole a volverse. Por el camino que acababa de recorrer avanzaba un todoterreno descubierto que maniobró hasta detenerse en una explanada lateral.

Cuatro soldados obligaron a apearse a Anselmo, empujándolo con las culatas. Traía las manos atadas con alambres apretados con alicates, y las muñecas le sangraban abundantemente. Se movía con torpeza por la brutal paliza que en los pocos minutos transcurridos desde su captura habían tenido los soldados tiempo de propinarle, pero para no comprometer a Ferrer evitó mirarle. Descendieron dos soldados más, bromeando a propósito de la valija de Laventier, que uno de ellos traía abierta y volteada hacia abajo. Otro soldado, más allá, registraba con rictus decepcionado la camisa y el pantalón que hasta hace un rato había llevado el francés. Por la carretera se escuchaba el rumor de nuevos camiones aproximándose. Los guardianes de Anselmo ordenaron al indio pararse en un claro y se apartaron de él; el último de ellos le colocó en la boca un objeto metálico del que extrajo algo parecido a una anilla antes de alejarse también, un poco más precipitadamente. La explosión de la granada desintegró a Anselmo, convirtiéndolo en un pantalón vaquero lleno de carne que se sostuvo unos instantes en pie antes de desmadejarse hacia el suelo. Ferrer sintió la rabia dentro de sí. También el miedo: los soldados se comportaban como gélidos asesinos de objetivos claros. Leónidas le había contado la verdad.

Miró a Huertas, horrorizado. El capitán le sostuvo la mirada sin dejar de sonreír y se encogió de hombros.

– ¡Cómo pitó, qué bárbaro! -dijo con un teatral gesto de sorpresa.

– ¿Dónde está Soas? -volvió a preguntar Ferrer, esta vez gritando.

– ¿Te vas a chivar de que hicimos volar a tu amigo?

– Quiero verle. Y supongo que él a mí también.

– En eso acertaste. ¡Soldado! ¡Lleven al civil al campamento! -gritó; y luego, para subrayar que la animadversión hacia él por haber presenciado sus debilidades en la soledad del Paraíso en la Tierra continuaba viva:

– ¡Pero antes me lo registran, no vaya a ir armado!

Y se fue, dándole la espalda.

Un soldado arrancó groseramente el zurrón de la espalda de Ferrer y la registró. No encontró indicios de sospecha en el manuscrito ni en la manta que envolvía el pergamino con la extravagante declaración de guerra. Y mucho menos, siendo Ferrer periodista, en la estilográfica de Laventier: sin proponérselo, había burlado la seguridad militar. Al subir al todoterreno, llevaba consigo un arma mortal.