– Yo, por supuesto, no entendía por qué el hombre de la pajarita no me había delatado allí mismo. Y tampoco me paré a pensarlo, claro. Abandoné mi escondrijo para escapar, pero me topé con la puerta del despacho cerrada por fuera y descubrí que no había otra salida. Seguía atrapada, así que me armé con lo único que vi a mano, un abrecartas que cogí de la mesa, y me puse a esperar; no sé qué, pero a esperar. Al bastante rato, era ya de noche, me pareció oír algo en la calle… Me asomé a la ventana sin abrirla, apartando las cortinas con mucho cuidado. Frente a la embajada había varios camiones militares y un buen número de soldados formados. Junto a ellos, Larriguera y tu padre, frente a frente, se gritaban; aunque no podía oírlos, veía sus gestos furiosos. Aquello me dio esperanzas, tal vez el hombre de la pajarita no era uno de los cómplices de mi violador. Los invitados habían ido asomando poco a poco, y contemplaban inquietos y muy callados la discusión, que fue subiendo de tono hasta que, de pronto, Larriguera sacó su pistola, apuntó a tu padre muy de cerca, con el brazo extendido y el cañón casi pegado a su cara, y disparó. El fogonazo lo iluminó todo. Grité y me aparté de la ventana horrorizada; traté otra vez de forzar la puerta, que naturalmente continuaba cerrada. Pasado un rato me atreví a mirar de nuevo: en el jardín no se veía ya a nadie, ni militares, ni el cadáver de tu padre, ni nada. Por fin, el agotamiento me fue venciendo y me quedé dormida con el abrecartas bien sujeto, escondida otra vez en el armario. A mitad de la noche, alguien me zarandeó: me lancé sobre él con todas mis fuerzas, con el abrecartas en la mano.
– Era un abrecartas antiguo que apenas tenía filo. Menos mal; si llega a tenerlo, tu madre me habría matado allí mismo.
– ¿Eras tú? ¿Y el disparo en la cara? -urgió Luis.
– Con la ventana cerrada, tu madre no lo oyó. Sólo vio el fogonazo. Pero no era un disparo, sino el flash de una cámara de fotos.
– ¿Una cámara?
– Verás -continuó Aurelio-: yo estaba aterrado, tenía a Larriguera delante, furioso como nunca le había visto antes. Estaba convencido de que escondía a la prisionera y por eso no le daba permiso para soltar a sus perros en el edificio. Me habría disparado de verdad, seguro; pero el fogonazo lo sacó de la locura.
Imagino que valoró la bronca que le iba a caer si mataba al embajador de España, y echó marcha atrás. Aquel fotógrafo me salvó la vida -concluyó Aurelio con gravedad, como si íntimamente estuviese dedicando un agradecimiento a su benefactor; luego, dedicando una mirada cariñosa a Cristina, adoptó un tono irónico-. Aunque de poco hubiera servido si dos horas después no le quito el abrecartas a cierta psicópata… Luchamos hasta que logré arrebatárselo, y luego me pasé toda la noche convenciéndola de que conmigo se encontraba a salvo. Menos mal, porque lo peor estaba por llegar.
– O lo mejor… -añadió Cristina con satisfacción que casi sonrojó de nuevo a Luis. Para sortear el acceso, apremió a sus padres para que le narraran los hechos posteriores.
– Esa hija de puta se va a acordar de mí en cuanto la pille -había amenazado Larriguera durante la visita que realizó a Aurelio a la mañana siguiente; no podía sospechar que Cristina le espiaba acuclillada tras la mirilla del armario-. La muy hijaputa… ¿Dónde habrá podido meterse?
– Ya estará lejos. Después de querer acuchillarme, salió corriendo -había respondido Aurelio, quitándole importancia a la supuesta fuga; y lanzó luego una deliberada socarronería-. Ayer a todo el mundo le dio por intentar liquidarme. Tu guerrillera con un abrecartas, tú a tiros…
– Venga, viejo, eso fue un mal pronto, ya conoces mi carácter -dijo Larriguera apelando de nuevo a la viril camaradería. Aurelio imaginaba que, tras reprenderle por amenazar en público al embajador español, su padre le había ordenado pedir disculpas, y a él le convenía ahora aceptarlas: amigarse con Larriguera podíaser útil para sacar a Cristina del edificio. Con una mueca cómplice, exhibió ante él un rollo de película fotográfica y mintió cínicamente:
– Claro que lo sé. Por eso he recuperado el negativo de la foto familiar que nos sacaron ayer a ti y a mí. Es mejor que no circule por ahí… Toma, agarra.
Aurelio puso en manos de Larriguera un extremo del carrete fotográfico que sacó de su bolsillo y tiró del otro con suavidad. Expuesto a la luz, el negativo fue velándose hasta convertirse en una inofensiva tira ondulada a la que Larriguera prendió fuego con el encendedor.
– Bien pensado, amigo, bien pensado… -susurró satisfecho, depositando sobre un cenicero el amasijo resultante; después caminó hacia la puerta, en posesión de nuevo de su campechana arrogancia-. Ah, y por la hijaputa no te preocupes. Para mí que está todavía dentro de la embajada, en alguna parte.? Mis hombres rodean el edificio. Nadie puede salir ni entrar sin que me entere. Tarde o temprano la pillaré. Te lo jura tu amigo Teté.
– Y, en efecto, «mi amigo Teté» cumplió su promesa. Desde ese mismo momento, un camión militar se situó frente a la puerta de la embajada. Tu madre y yo sentimos terror. Ella porque, al ver a los soldados, entendió que Larriguera conocía su paradero y se proponía iniciar un sádico juego del ratón y el gato; y yo, porque tu madre decidió de inmediato intentar la fuga que, tanto si fracasaba como si no, suponía que no volvería a verla. Y ya estaba enamorado. Así de sencillo, sin remisión: había ocurrido a lo largo de la noche, a pesar de que la situación no era la más óptima. Pero su proximidad física quitaba importancia a todo lo demás. La idea de perderla me resultaba intolerable, y debió de ser esa angustia la que me dio locuacidad para convencerla de esperar hasta que los soldados descuidaran la vigilancia. Lo logré, y cada mañana lo primero que hacíamos era mirar por la ventana, suplicando con todas nuestras fuerzas una cosa.