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El campamento donde se había instalado el regimiento se encontraba a diez minutos de recorrido que la inexperiencia del soldado conductor y las irregularidades de la zona convirtieron en ajetreado. Cuando traspasaron la barrera de entrada, el cabo de guardia volvió a pasar por alto la pluma, aunque Ferrer notó cómo se despertaba su codicia ante el hermoso objeto: miró a su propietario como si lo fotografiara mentalmente por si más tarde se encontraba con su cadáver y podía desvalijarlo.

El coche maniobró hasta una estructura de madera de quince o veinte metros de altura sobre la que se asentaba, ideada para seguir la evolución de las obras, una casamata con grandes cristaleras; la atalaya era, según le informó el chófer con la única frase pronunciada en todo el recorrido, la oficina del «señor Soas», al que, siguiendo las instrucciones recibidas, corrió a informar de su llegada.

Ferrer, tras preguntar a un oficial, subió por la escalera hasta el último piso de la torre y exploró la plataforma circular que rodeaba la casamata, avanzando con precaución por la estrechísima superficie de madera a la que sólo separaba del abismo una frágil barandilla metálica. Divisaba las instalaciones que había observado desde el aire al llegar a Leonito y la gran explanada de piedra bajo la que se ocultaba el hogar de los indios… Hacía rato que no se escuchaban disparos, y la tranquilidad más absoluta reinaba en medio de oscuros presagios… ¿Cuándo se produciría la gran explosión de la Montaña? La conciencia de que podía ocurrir en cualquier instante mantenía los músculos de Ferrer involuntariamente tensos.

Tras concluir el recorrido, empujó con suavidad la puerta de la casamata. Estaba abierta, y entró y cerró tras de sí.

El interior le recordó a una habitación de hotel espaciosa y desangelada, con elementos decorativos baratos o simplemente funcionales: había una cama, una amplia mesa de trabajo y otra de despacho. A la espera de Soas, decidió continuar con el manuscrito. Apenas lo palpó, resonó en su cabeza el enigmático adiós de Laventier: «Lea las últimas palabras de Lars y decida si este viejo moribundo se ha excedido al considerarle a usted un hombre bueno».

Ahora no estaba en juego la megalomanía del Canchancha buscador de oro, sino la mía propia: era imperioso, esta vez sí, acabar con los indios de la Montaña. Cada día que sobreviviesen constituía una amenaza a mis planes, y el halo mítico de un caudillo como Leónidas podía convertirse en un indeseable ejemplo que había que eliminar de raíz. Recurrí a dos frentes. Por un lado, la siempre infalible guerra sucia: tras la programada caída de los coroneles, habían permanecido en Leonito algunos centenares de Pumas Negros clandestinamente acuartelados en las otrora bulliciosas instalaciones del Paraíso en la Tierra, cuyos inmuebles y terrenos, no sé si lo había mencionado, constaban como bienes a mi nombre en el Registro Nacional de la Propiedad: un subterfugio legal que además de eludir a los voraces demócratas, que podrían de otra manera haberlos embargado alegando pertenencia al antiguo régimen, me facultaba para prohibir el acceso a su interior. De esta forma, salían desde allí diarias expediciones de exterminio contra Leónidas de las que sólo tenían noticia, en aquellos bulliciosos y caóticos tiempos posrevolucionarios, los indios y mis propios hombres.

Pero además contaba con las cartas que el advenimiento de la democracia había añadido a la baraja, a las que pude recurrir gracias a mis magníficas relaciones con el nuevo gobierno. Hice ver a sus mandatarios la conveniencia de solventar -no hace falta decir que por las buenas, con la Constitución que por aquellos días se improvisaba a toda prisa en la mano- el problema de Leónidas: el líder indio, cuya única motivación era una venganza ciega que en todas partes creía ver la sombra de los coroneles, amenazaba con devenir en cáncer crónico del saludable gobierno democrático: no atendía a razones, golpeaba indiscriminadamente y, lo que es peor, daba pie a reuniones de militares nostálgicos de la dictadura que, ansiosos por pasar a la acción -a cualquier tipo de acción-, podían en el momento menos pensado entregarse a tentativas involucionistas. Por todo ello, los líderes de la joven democracia resolvieron abordar el problema y, con una perspicacia política y psicológica que los honra, vieron en mí a la persona idónea para organizar la mesa de negociación con los indios. Acepté, y tras jurar con la mano alzada y el tono conmovido diversas vaguedades sobre la libertad, la democracia y los derechos humanos, me encontré dirigiendo los dos frentes ya mencionados, que con sus acciones se nutrían mutuamente: los Pumas atacaban a los indios; éstos respondían con incursiones de sangre y fuego; los nuevos desmanes evidenciaban la necesidad de acelerar las conversaciones civilizadas y constitucionalistas; y éstas, a su vez, generaban acuerdos y datos confidenciales que me resultaban de gran interés como jefe oculto de los ilegales Pumas. Las dobles caras de cada una de las caras de este doble juego me obligaban a verdaderos ejercicios de ligereza mental, en los que constituía inestimable ayuda mi inveterada costumbre, jamás traicionada, de dirigir todos los hilos desde la sombra.

Y así, entre las sombras, contraté a Casildo Bueyes. Nunca supo que fui yo quien lo eligió por su inmejorable perficlass="underline" periodista en decadencia, borracho, mediocre y no demasiado inteligente, Bueyes había buscado en la revolución la oportunidad de hacer escuchar su voz en el Diario de Leonito Libre del que por los recortes que te he adjuntado tienes noticia, hallando así el reconocimiento profesional que a sus casi sesenta años le habían negado el tesón alcohólico, la inexistencia de talento estimable y la adversidad de la fortuna, resuelta a boicotear sus sueños de acceder, fuese como fuese, a cualquier olimpo de la prensa escrita. Nombré a Bueyes Comisario Especial para Asuntos Indios. Me consta -pues si me equivocase, estaría en entredicho mi conocimiento del ser humano- que se sintió ufano cuando vio esa denominación, concebida personalmente por mí para seducir su vanidad, en el encabezamiento del contrato que, a cambio de una remuneración fabulosa para los empobrecidos tiempos que corrían en el Leonito de las libertades, lo unía con férreas cadenas invisibles a mi causa, por la que brindó con el mejor vino de mi bodega, del que anónimamente le regalé un tentador lote que sólo sería el primero de una costumbre que se volvió crónica: habían llegado a mis oídos sus intentos por dominar al alcohol, y no me convenía en ese momento la eventualidad de una victoria de su voluntad sobre el vicio. Bueyes, que había abordado en algunos de sus patéticos libelos panfletarios temas grandilocuentes relacionados con los derechos de la Montaña y sus habitantes, tenía precisamente por ello más posibilidades que cualquier otro de simpatizar a Leónidas y acabar sentado frente a él, y por eso lo elegí: ya sabes que, manejados adecuadamente, los periodistas de buena voluntad son, sin que ellos lleguen a sospecharlo nunca,una de las mejores y más utilizadas fórmulas para inocular veneno en las venas del confiado enemigo. Y Bueyes lo logró: en enero de 1991, y tras superar los obstáculos escalonados con que los indios trataron de encontrar en él síntomas de intenciones traicioneras que no tenía -al menos, no que él supiese-, dos guerrilleros lo recogieron en su casa un anochecer, vendaron sus ojos y lo llevaron ante Leónidas, que escuchó sus ofertas de paz con interés pero sin aflojar la presión armada. Lógico, pues mientras Bueyes se ganaba su confianza en esas y otras reuniones posteriores, yo espoleaba por otro lado la violencia de los Pumas contra todo lo que respirase en los alrededores de la Montaña. Preciso es decir ahora que los dos hombres se entendían, y que ambos vislumbraron juntos un futuro de paz posible por el que se decidieron a luchar sin imaginar que mis planes eran otros. Bueyes, además, sentía que por fin estaba realizando una tarea importante, y por entonces nunca supo que su papel, como en las películas del oeste baratas, era el del oficial de caballería de buenos sentimientos que compromete su palabra con los indios, ignorante de que políticos y magnates del ferrocarril preparan la gran traición.