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Y así estaban las cosas cuando en mayo de ese año 1991 ocurrió un hecho aparentemente nimio que vino a escorarlo todo. Fue capturada, en un golpe casual que al principió achaqué a la suerte, la mujer a la que desde ese momento no he dejado de maldecir.

Al principio pensé que era otra indiecita más que sólo serviría para nutrir de carne los interrogatorios del Niño. Tuvo que ser Bueyes quien, informando ingenuamente a mis colaboradores demócratas sobre la evolución de sus negociaciones de paz, apuntara de pasada que Leónidas se encontraba hundido por la desaparición de su esposa María, que sólo cabía atribuir a los paramilitares.

¿María, esposa de Leónidas? Ferrer trataba de analizar el dato cuando se abrió la puerta de la casamata. Soas, con algunos periódicos y una cinta de vídeo en la mano, entró con toda su batería de dientes blancos alineada en una sonrisa que lograba parecer franca.

– ¡Coño, Luis! ¡Qué de puta madre que estés bien!

Ferrer guardó cautelosamente el manuscrito en el bolsillo lateral del pantalón; se puso en pie y trató de mostrar frialdad, pero la estratagema que había desmontado la alegría falsa de Huertas no funcionó con Soas: abrazó a Ferrer con tal entusiasmo y naturalidad que consiguió obligarle a relajar su postura, incluso a emitir una vaga sonrisa. Tan grande era la convicción de Soas que por un instante le hizo dudar si no habrían sido una simple pesadilla los sucesos sufridos en el interior de la Montaña.

– ¿Qué pasó? Te pillaron allí, en el Paraíso en la Tierra, ¿no? -dijo Soas tras depositar el vídeo y los periódicos sobre la mesa; luego abrió un mueble bar y sacó dos grandes vasos anchos que rellenó de hielo.

Sí -sonrió Ferrer escuetamente; decidió ver las intenciones del otro antes de mostrar las suyas.

– Te dije que era más seguro quedarse arriba, conmigo. En la suite… ¿Cómo se llamaba? ¡La suite Monaco! -recordó mientras cortaba en dos partes una lima verde y exprimía la mitad en cada uno de los vasos; echó ginebra y tónica y agitó la mezcla con una larga cucharilla-. Toma, esto te va a entrar de puta madre.

Ferrer salivó ante el brebaje helado. Cogió el vaso y bebió de un trago la mitad del contenido. El frescor mezclado con alcohol le revitalizó, devolviéndole a la realidad: le habían disparado, había visto morir a Laventier, había visto morir a Anselmo y estaba ante el simpatiquísimo canalla que, si Leónidas no mentía, había organizado meticulosamente el exterminio clandestino de los indios y Leónidas no mentía. Apuró la bebida y devolvió el vaso a Soas en demanda de una segunda copa.

– Joder, macho, sé que los hago bien… ¡Pero vaya sed! ¿Qué pasa? -Soas se puso a preparar la copa pero bajó un punto la falsa jocosidad de su tono; tal vez se disponía a entrar en materia-. ¿Que en la Montaña no había bar?

Ferrer inspiró profundamente y se lanzó al vacío:

– He visto a Leónidas.

El sonido de la cucharilla de Soas agitando el nuevo gin-tonic no sufrió alteración: ni se detuvo ni se aceleró. Nada. Ese sonido único llenó la habitación durante tres o cuatro segundos más, hasta que Soas detuvo la mano, sacudió la cucharilla y extendió la copa hacia Ferrer.

– ¿Y está bien? -dijo como si se refiriera a un antiguo compañero de bridge que llevara tiempo sin dejarse ver por las mesas de juego. Ferrer reconoció que esgrimía la exasperación con mano maestra. Decidió probar la misma táctica. Bebió, esta vez un sorbo.

– Hmmm, está estupendo.

Soas dibujó una sonrisa ambigua.

– Debo reconocer -dijo, dispuesto al parecer a descubrir por fin una carta- que en ningún momento estuvo previsto que tu encuentro con él tuviese lugar. Fue un fallo, un imprevisto. Me jode. Pero tranquilo, sólo un poco.

– No me extraña, porque el resto lo organizaste todo muy bien.

Soas se acomodó en la butaca que había ocupado Ferrer y echó hacia atrás el respaldo. Parecía relajado. Lo estaba.

– ¿Qué es «el resto» para ti?

– A ver, dime dónde me equivoco. Primero el jaleo de la fiesta, la otra noche: la intervención del consejero Arias en la pantalla de vídeo del jardín era mentira, interferencias incluidas. Estaba preparada. Tú nunca hubieras permitido que un comunicado de los indios se emitiese así, en público, sin censurarlo antes.

– Desde luego. Nunca.

– Luego vino tu espectacular entrada en helicóptero y el viaje en tren. Hasta el Desfiladero del Café. Y ahí es donde te pillé.

– ¿Cómo? -abrió Soas las manos con nobleza de deportista superado por el contrincante. Su seguridad lucía de nuevo en todo su esplendor, y Ferrer comenzó a temer que guardaba en la manga alguna carta inesperada.

– Por la barba de Arias. En la emisión, que en teoría era a las doce de la noche, estaba perfectamente afeitado. Y cuando lo encontramos despellejado en el Desfiladero del Café llevaba barba de varios días, descuidada.

– ¡Coño! -Soas se incorporó, sorprendido de veras-. ¡Se me había pasado! ¡Te juro que se me había pasado!

– Ahí no pensé todavía que el responsable eras tú. Lo que pensé es que Leónidas nos había tendido una trampa y que el desfase de la barba era… no sé, porque habría mandado una cinta grabada o algo así. En fin, que había descubierto algo raro que exigía un culpable, pero ni remotamente pensé en ti. Me habías caído muy bien, ¿sabes? En serio -Soas se encogió de hombros, sonriendo, y elevó la copa en un gesto mundano de brindis silencioso-. Además, me parecía muy fuerte que organizases aquella matanza en el Desfiladero sólo para que yo me la creyese. Me parecía y me lo sigue pareciendo. De auténtico hijo de puta, qué quieres que te diga.

– ¿Tú crees? ¿Para tanto?

Ferrer hizo caso omiso del irritante tono irónico y continuó:

– Eran tus hombres los que disparaban desde las rocas. Y ponían buen cuidado en no tirar contra ti ni contra mí.

– Tenían órdenes de no apuntar al oficial al mando, Huertas, ni a los dos civiles, tú y yo. ¿Por qué te crees que me puse ropa tan maricona para ir allí? ¿Porque soy gilipollas? ¡Quería que me distinguieran bien!

– Una cosa que me tiene desconcertado: tú no contabas con que a Huertas le pudiese el miedo, ¿verdad?

– No, eso fue mala suerte. Puta mala suerte. Una pena, era el candidato perfecto para ser mi… hombre de armas, ¿no te gusta esa expresión?, a mí me encanta… Pues sí, era ideaclass="underline" militar de carrera, nacido aquí… Y además, lleno de odio por lo que los indios le hicieron a su padre.

«Los indios no. Lars», deseó decir Ferrer. Pero calló: lo que sabía por el manuscrito era una fuente de información secreta que el otro no podía imaginar, tal vez el arma que podría inclinar la balanza a su favor cuando Soas mostrase el as que, con toda seguridad, guardaba en la manga.

– ¿Cómo me iba a imaginar que era un cagueta y se iba a desmoronar a la primera? En fin, ahora lo tengo ahí, currando para mí. El tío, para compensar sus miedos y sus meteduras de pata, se ha vuelto una mala bestia. Y estoy contento de él. Aunque manda cojones el viajecito que nos dio por el río… -apostilló, de nuevo en tono de frivola camaradería.

– Eso también estaba previsto… El río, la llegada al Paraíso en la Tierra. Todo. Por eso navegabas tan tranquilo, por eso estabas tan seguro en tu suite Monaco. Sabías que nadie nos amenazaba. Allí, el único que jugó a La Japonesa con aquellos pobres reclutas fuiste tú. Bueno, tú no, que estabas conmigo. Tus hombres… Seis muertos más en tu lista.

– ¿Pero a que te acojonaste? ¡Hostia, me acojoné hasta yo!