– ¡Claro, cabrón, cómo no me voy a acojonar! Nunca había visto a nadie quemado vivo… Pero ahí se torció tu plan. Aparecieron los indios de verdad, cosa que no te esperabas. Supieron que yo iba en ese tren y decidieron presentarse para hablar conmigo directamente, sin mediación tuya. Lo vieron todo, toda la matanza. Y nos siguieron por el río. Me lo contó Leónidas.
– La idea era que, después de nuestra noche en la suite Monaco, tú regresases convencido de que Leónidas, la puta de su mujer -el exabrupto hizo presa en Ferrer como el tirón de un anzuelo-, y los cabrones de sus indiecitos eran y son unos criminales. Así el ataque militar, que por cierto ha concluido con éxito hace un rato, estaría justificado ante los medios de comunicación de todo el mundo, representados por el único periodista adelantado en la zona: el prestigioso Luis Ferrer. Este año están los periódicos y las teles muy pero que muy coñazos con el Quinto Centenario de los cojones. Que si indiecitos étnicos por aquí, que si Amazonas por allá… Había que andar con ojo.
Ferrer seguía anclado en la expresión «la puta de su mujer»: un detalle simple pero esencial, igual que la barba de Arias. Soas sabía que María era la mujer de Leónidas. ¿Quién se lo había dicho, si nadie fuera de la Montaña lo sabía? Nadie no, se corrigió de inmediato: Víctor Lars lo sabía, acababa de leerlo en su manuscrito.
– En una palabra, que en este caso me interesaba tener de mi lado a los putos periodistas.
– ¿Lo dices sólo por mí? ¿O también por Casildo Bueyes?
– Por los dos -rió Soas-. Por ti y por Casildo Bueyes.
– ¿Lo mataste en persona?
– ¿Yo? ¡Qué dices, hombre! Yo no he matado a nadie en persona. Sólo lo ordené. ¡El muy imbécil! Estaba loco por largar las cosas que sabía. Le entró un ataque de conciencia a última hora, ¿sabes? Quería denunciar lo que había pasado en la Montaña, que en parte era culpa suya: se hizo amigo de los indios y los traicionó. Pues macho, a lo hecho pecho… Pero él quiso purgarlo, típica psicosis de redención. Y lo purgó. Lo tenía todo y lo tiró por la ventana. Porque no sé si sabes que yo pago de puta madre… Pagar bien, ésa es la nueva consigna. Antes, en los países como Leonito, se mantenía a la gente trabajando para uno a punta de pistola. Pero es un error, mi mujer me lo hizo ver, tenía grandes ideas al respecto: ¡hay que pagar a la gente!, decía siempre. ¡Pagar de puta madre! Así tampoco se rebelan, y encima te están agradecidos. Y te ahorras el sueldo de los pistoleros. Es todo más limpio. Mira al director del Madre Patria, sin ir más lejos. Se la jugó cuando la revolución del noventa, no sé si lo sabías. Como tantos otros leonitenses, deseaba acabar con la dictadura. Y míralo ahora, va a trabajar de relaciones públicas de La Leyenda de la Montaña, porque el tío es muy bueno en lo suyo. Y Lili, la mulatita. Con sus fotos me tiene al corriente de todo. Supo que Bueyes iba a contarte lo que sabía y corrió a decírmelo.
– ¿También aparecerán muertos algún día? El director del hotel o Lili.
– Mientras ellos no quieran, no… Pertenecen a mi nómina blanca, como yo digo: eficaz, limpieza y legalidad. Los dos están convencidos de que trabajan por el bien propio y el de su país. ¡Pero si supieran de quién es el capital del consorcio…! No te lo voy a decir porque no te interesa, pero te aseguro que tiene su gracia…
Ferrer no exteriorizó que conocía la participación financiera de los coroneles en el proyecto. Por lo que sabía, Soas tenía que ser uno de los hombres de confianza a los que Lars se había referido en su testamento. Uno de los hombres de confianza o directamente su mano derecha. Ferrer se preguntó si conocía también el previsto regreso de los coroneles al poder, teóricamente reclamados por su pueblo, en 1994. Y comprendio que sí, que tenía que saberlo: no se contrata a un profesional de alto nivel como Soas sólo para encubrir una matanza de indios aislados en el confín del mundo. Sí, mejor ocultar todo lo referente al manuscrito: lo contrario podía costarle la vida.
– En fin, que verás lo bien que pago cuando empieces a trabajar para mí.
– ¿Trabajar para ti, hijo de puta?
– Aunque en realidad ya has empezado -dijo Soas cogiendo los periódicos que había traído consigo-. Toma, lee.
Ferrer desplegó El Diario de Leonito Libre de la víspera. «El periodista español Luis Ferrer secuestrado por Leónidas», decía el titular de la primera plana. «Ferrer tuvo tiempo de enviar una crónica antes de desaparecer», era el subtítulo. Y luego, a dos columnas, aparecía «su» artículo, que leyó con ansiedad: «Escribo apenas finalizado el asalto a nuestro tren, en el Desfiladero del Café. Creí en las buenas intenciones de Leónidas, vine a su encuentro lealmente y respondió con una matanza. He visto con mis propios ojos el cuerpo del consejero Arias, empleado de la empresa que sólo pretende traer bienestar y trabajo a los leonitenses y sólo puedo decir…».
– Hijo de la gran puta… -dijo entre dientes.
– ¿Qué pasa? ¿No está bien el estilo?
– Voy a ir a Leonito ahora mismo. Y si quieres impedirlo tendrás que matarme -escupió Ferrer; su propia suplantación le había enfurecido-. Voy a desenmascararte a ti y a todos los hijos de puta que tienes detrás. Voy a contar qué pasa en la Montaña y voy a contar cómo viven Leónidas y María. Y voy a sacarlos en primera plana, diciendo la verdad, y…-No podrás -dijo Soas con calma premeditadamente extremada-. Ni a Leónidas, ni a María, ni a nadie. Están todos muertos.
Ferrer quiso responder pero no supo cómo. Soas introdujo en el vídeo la cinta que había traído consigo.
– Esto se ha rodado hace sólo un rato. Ni siquiera lo he visto aún. Es que mi jefe quería ver morir a María. Un capricho personal, me encomendó hace semanas su realización. Mira…
Ferrer observó a Soas: un capricho personal encargado semanas atrás… Los últimos días habían sido muy ajetreados para el ejecutivo… Sí, era verosímil que ignorase el reciente ataque cerebral de su jefe, como lo era que éste, situado en el grado más alto del escalafón y además obsesionado desde siempre con el anonimato, delegase en otros hablar directamente con su director de operaciones en la Montaña… Miró hacia la pantalla. Con el movimiento torpe de un cámara inexperto, se veía el paisaje después de la lucha: sobre el terreno soleado del exterior de la Montaña, Huertas se dirigía seguido de cerca por el vacilante operador hacia un pequeño grupo de prisioneros entre los que se encontraban, con el estigma de la desesperación y la derrota en el rostro y el cuerpo agotados, María y Leónidas. Huertas sonreía al indio y, como un anfitrión sádico, le señalaba hacia un grupo de soldados que aprestaban los cuchillos. El vídeo carecía de sonido.
– ¡No me jodas! Está sin sonido. ¡ Me cago en la puta! No se va a oír nada -se quejó Soas, sinceramente contrariado. Sus palabras tenían un trasfondo aterrador: quería decir que no se iban a oír los gritos de dolor. Soas subió el volumen con el mando a distancia y, al no obtener resultado, se aproximó al reproductor de vídeo y se arrodilló junto a los mandos. En la pantalla, los soldados armados de cuchillos rodeaban a Leónidas, lo derribaban y comenzaban a ensañarse sobre él con estudiada parsimonia. A pocos metros uno de los soldados manoseaba el pecho de María, y la verificación de su condición femenina provocaba en los verdugos sonrisas cómplices y caricaturas de besos amorosos, el deslizamiento de alguna mano obscena sobre la entrepierna de la prisionera. Le arrancaban la ropa, divertidos por su inútil resistencia, cuando ocurría algo inesperado: Ferrer vio cómo los rostros voraces de los militares expresaban sorpresa y, casi de inmediato, horror o incluso repugnancia. Trató de averiguar por qué la desnudez de María, insuficientemente entrevista en el encuadre, había suscitado esa reacción cuando del otro círculo de muerte conseguía zafarse Leónidas para acudir en auxilio de su mujer. Bajo la mirada divertida y cruelmente consentidora de los verdugos, lograba rozarla; las miradas de ambos se encontraron intensamente antes de que el más fornido de los soldados arrastrase por la pierna a Leónidas, otra vez hacia el suplicio. Uno de los verdugos extraía entonces su miembro erecto y se aventuraba, entre inaudibles obscenidades, a superar la misteriosa repugnancia desatada por la desnudez de la india. Soas apagó el vídeo cuando también los demás se aprestaban a la violación que el cámara había recibido la orden de grabar en detalle.