Выбрать главу

– Eso es todo, Ferrer -dijo malévolamente, ufano del matiz militarista que con toda intención había dado a esa despedida-. Puede retirarse.

El sargento acompañó a Ferrer hasta un coche militar que partía en ese momento hacia la capital. Ferrer viajó durante dos horas en compañía de un teniente y dos soldados. Estaba vencido. Se sabía vencido. Durante el viaje, los militares comentaron las incidencias de la operación de la jornada. El teniente estaba irritado: él, personalmente, había fallado el disparo contra un indio, y éste, aunque desarmado y desvalido, había logrado refugiarse en las entrañas de la Montaña.

– Pues ahí dentro se va a quedar -dijo a Ferrer ya en la puerta del hotel, hasta donde lo acompañaron-. Pusimos dinamita en la única salida. Más le hubiera valido que le acertara. Pero en fin, se acabaron los fantasmas cabrones. Mañana todo empezará de nuevo.

El coche se alejó. Ferrer dio dos pasos hacia el hotel. El agotamiento de los últimos días cayó sobre él a plomo ante la apetecible proximidad del agua azul de la piscina. Recordó la tentación que le asaltó a la llegada: sumergirse en ella, flotar, dormir… Pero tenía que leer el final del manuscrito y decidió que ése no era el lugar idóneo.

Entró al hotel para pedir al director el coche que ya le había prestado en otra ocasión, pero le sorprendió encontrarse con el vestíbulo sorprendentemente desierto, a merced de un extraño silencio de muerte…

Ferrer contuvo la respiración y se esforzó por escuchar: una remota voz masculina hablaba, angustiada, en alguna parte. Una voz familiar, claramente reconocible. Se dejó guiar por el oído hasta una de la salas de esparcimiento del hotel y entornó la puerta…

Allí estaban todos -el director del hotel, los empleados y los clientes- formando semicírculo alrededor de la entrecortada voz masculina. Ferrer buscó a Lili y no la vio. Tal vez había partido ya hacia el norte para -en teoría- casarse con su misterioso enamorado millonario, ese del que tanto hablaba… La posibilidad, ni siquiera verificable, de que estuviese condenada a un destino de «mamá-nuelita» en manos de los herederos de Lars cerraba el círculo de la omnipresencia del francés.

– Un atentado de los indios, ¿qué otra cosa, sino? -decía la voz masculina-. Pero no podíamos imaginar que serían capaces de esta… monstruosidad. Han muerto seis personas inocentes. Eso, que sepamos.

El capitán Rodrigo Huertas. Los cuerpos lo ocultaban de la vista de Ferrer, pero no necesitaba verlo para reconocer su voz. ¿Qué hacía en el hotel? Lo había dejado en la Montaña, a punto de reunirse con Soas. Desconcertado, se aproximó. Tal vez porque lo reconocieron, o tal vez por el aspecto impresionante con que lo habían marcado los sucesos de los últimos días, todos le abrieron paso hasta el centro del círculo, donde un diminuto transistor a pilas acaparaba el centro de la atención, colocado sobre una silla alta. De su interior brotó ahora la voz de un locutor:

– Mi capitán, ¿se sabe ya qué ha ocurrido? Cuente a nuestros oyentes cómo fue.

– Estábamos inspeccionando la zona -resurgió la voz de Huertas desde el aparato-, porque no sé si sabe que las obras de La Leyenda de la Montaña se iban a reanudar mañana…

¿Se iban a reanudar? Ferrer recorrió con la mirada a los presentes. El director del hotel se acercó a él con gesto de grave preocupación.

– ¡Gracias que está vivo, señor Ferrer! -le susurró con alegría verdadera-. Temimos que… Ha sido terrible, terrible… Y acaba de ocurrir… Un desastre para todos. Mire, estamos oyéndolo por radio. La televisión no tuvo tiempo de llegar.

Con un gesto, Ferrer le pidió silencio y se arrodilló junto al transistor, mirándolo fijamente. Quería tener la sensación de que se hallaba ante Huertas, escrutándole la cara para saber si el tono de su relato era cierto o descubría en las inflexiones de voz alguna nueva treta de Soas.

– … Entonces se ha producido la explosión. En toda mi vida de militar no he oído una cosa igual. Ni tampoco visto… En realidad han sido una cadena de explosiones, pero tan unidas que parecían una sola.

– Para los oyentes que ahora se unen a nosotros, diremos que hoy, a las doce quince del mediodía, hace apenas unos minutos, una explosión ha hecho saltar por los aires el lugar llamado la Montaña Profunda. Literalmente, se ha desintegrado en el aire.Ferrer sintió un golpe de euforia: el indio herido atrapado en la Montaña, el último superviviente de la partida, había podido a pesar de todo explosionar las cargas. Era la victoria, aunque fuese postuma, de Leónidas y de María. El fracaso de Roberto Soas. La alegría agitó la impaciencia de Ferrer.

– El coche que me dejó el otro día para ir a la embajada… ¿Tiene radio? -preguntó al director del hotel, que asintió-. Necesito las llaves otra vez. Ahora mismo, si puede ser.

Sin relajar el gesto ni apartar la mirada del transistor, el director del hotel rebuscó en el bolsillo y le entregó un llavero. Ferrer abandonó la sala. Las palabras del locutor sonaban a su espalda, cada vez más lejanas:

– Donde antes se levantaba el gran bloque rocoso ahora no hay nada. Ha sido hoy, ahora, hace tan sólo…

Ferrer salió a la explanada frontal, subió al descapotable y arrancó. Al conectar el encendido del motor, se puso en marcha la radio. Sintonizó la emisora de noticias y condujo deprisa hacia la salida norte de la ciudad, en dirección a la carretera secundaria cuya ubicación exacta le habían explicado días atrás en el hotel.

– Los primeros expertos consultados dicen que ha tenido que ser una cantidad de explosivo gigantesca… Mi capitán, ¿qué se sabe de los diamantes?

¿Diamantes? La palabra aceleró el corazón de Ferrer.

– ¿Diamantes? -se puso imperceptiblemente en guardia la voz de Huertas al otro lado del micrófono-. ¿Qué diamantes? Ustedes los periodistas siempre buscando patrañas. Eso son tonterías, alucinaciones…

– Testigos oculares aseguran que tras la explosión se levantó en el aire una nube gigantesca de puntos luminosos. Dicen que se mantuvo suspendida unos instantes, como una gran cortina de luz, y se hundió en el mar. Y algunos soldados aseguran que cayó sobre ellos una lluvia de piedras preciosas. Con su permiso, capitán, se habla de diamantes…

– Disculpe, pero pensar en cuentos de diamantes, cuando hay muertos…

– Debemos repetir para nuestros oyentes que entre las seis víctimas hay que lamentar especialmente una. Al parecer se encontraba despachando con nuestro invitado cuando sobrevino la explosión. ¿Qué ocurrió, mi capitán?

– Es un asunto muy lamentable, trágico. Roberto Soas…

Ferrer pegó un frenazo. Los neumáticos chirriaron y el coche quedó cruzado en la carretera desierta, envuelto en la nube de polvo que había levantado.

– … que era íntimo amigo mío, padecía fuertes depresiones desde la muerte de su esposa, una historia de amor muy trágica, mucho, que lo tenía obsesionado… Cuando todo explotó se puso en pie, sobresaltado igual que yo. Ya digo que nos hallábamos en su oficina, sobre una torre de varios metros de altura. Desde allí se oteaban las instalaciones de La Leyenda, el gran sueño de Roberto. Pues bien, cuando se produjo la explosión hubo una gran luz blanca. Mi amigo palideció, se le cambió la expresión, nunca lo había visto tan agitado, tan fuera de sí… Salió a mirar, y yo creo que estaba tan embebido con aquella luz, que de verdad lo llenaba todo y le dejaba a uno ciego, que no vio que se acababa la plataforma. Y se fue abajo, cayó. Murió en el acto, reventado contra el suelo. Lo he sentido como la muerte de un hermano. Roberto Soas era…

Ferrer apagó el motor. La voz de la radio se desvaneció, permitiéndole disfrutar del silencio. Soas muerto… Finalmente absorbido por la «luz blanca» con la que le reclamaba su esposa… Soas muerto: un alivio infinito, de intensidad nítidamente física para Ferrer. Cruzó los brazos sobre el volante y apoyó en ellos la barbilla. Tenía la vista fija en la carretera, donde unos pocos kilómetros más allá comenzaba el camino secundario. Procuró acallar su mente y escuchar el silencio, pero no pudo. Oía a Laventier, y se preguntó si no habría ocurrido todo precisamente para eso, para que él hubiese escuchado de labios del moribundo Laventier -y volviese a escuchar ahora- aquellas palabras: