– Su hermano descansa en el orfanato del que, como usted, salió hace cuarenta años.
«Allí le aguarda también lo que yo me atrevo a calificar como su destino, señor Ferrer. Visite la tumba de su hermano, lea lo que le resta de las palabras de Lars y decida…
Con Roberto Soas muerto, Ferrer ya no tenía excusas para retrasar el destino aludido por el francés. Sacó del bolsillo el manuscrito, reparando en que, a pesar de sus infinitas peripecias, la casualidad -o ese destino: el suyo- no le habían apartado de él; era lo único que había conservado, lo único que llevaba consigo. Era lo único que tenía. Buscó el punto donde había dejado de leer.
Ese mismo día dispuse un régimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera María.
Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa
Ese mismo día dispuse un régimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera María.
Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa de Leónidas; creo que hasta el mismo Niño se azoró inicialmente ante
Pero no… No era ése el lugar donde debía leer el resto.
Puso el motor en marcha tras apagar previamente la radio -no quería que las noticias volvieran a importunarlo; no ahora- y buscó la carretera secundaria que llevaba al orfanato.
Cuando atisbo el primer cartel que señalizaba el centro de caridad, redujo la velocidad. A un kilómetro de la reja de entrada del orfanato detuvo el coche y continuó a pie.
La gran casa apareció de repente, tal y como la recordaba éclass="underline" aislada entre los árboles, imponente tras la misma curva amplia del camino por la que cuatro décadas atrás vio desaparecer, en dirección contraria a la que ahora recorría, el gran coche negro donde su hermano iniciaba, en palabras de Panizo, el «camino hermoso de la felicidad sin retorno».
Llegó a la verja sintiendo que el silencio crecía y se instalaba dentro de él, y se concedió cumplir el oculto deseo infantil con el que durante años había soñado: comprobar si el timbre continuaba en la cara interior de la columna derecha de la verja, el lugar donde lo había pulsado aquella vez en que su hermano y él se extraviaron del grupo de paseo al desviarse en busca de quién sabe qué aventura sugerida por la soledad de las entrañas del bosque… Introdujo la mano entre los barrotes y sintió una honda decepción cuando sus dedos tan sólo rozaron el cemento de la pared. Buscó en el exterior el timbre con mucha calma -la angustia permanente que vivía dentro de él desde la muerte de Pilar se hallaba de pronto apaciguada, en tregua- y, al no encontrarlo, decidió esperar a que alguien entrara o saliera del recinto. No tenía prisa, ninguna prisa, se estaba repitiendo cuando cayó en la cuenta… Se aproximó otra vez a la columna derecha de la verja, se acuclilló y probó a introducir la mano. Ahora sí, comprobó sin poder reprimir una sonrisa; ahora, lógicamente, sí: el timbre estaba donde siempre había estado, allí donde aquella vez él, por su estatura de niño, había tenido que estirar el brazo para alcanzarlo… Lo pulsó. Al escuchar el timbrazo en algún lugar remoto del silencio sintió un mareo súbito: el viaje al pasado se tornó inquietantemente real, casi palpable, cuando vio surgir de la casa la figura, minimizada por la distancia, de una monja menuda de cara color chocolate y hábito blanco que se acercó a la verja muy deprisa, con los puños apretados y la cara inclinada a modo de proa afanada en cortar el aire para mejorar la velocidad. Ferrer jugó a permitirse creer que podía ser la misma que, también corriendo, había venido alborozada para recibir a los hermanos perdidos que sollozaban ante la verja angustiados por la inminente caída de la oscuridad.
Ferrer se puso en pie, se presentó a la monjita sin ocultar que el asilo había sido una vez su hogar y le expresó su deseo de visitar en el cementerio del asilo la tumba del hombre fallecido el dieciocho de abril. La monjita lo acompañó y le explicó, innecesariamente, el sencillo sistema de ordenación cronológica de lápidas.
– También me gustaría hablar con Panizo. Creo que sigue al frente de esto…
– Panizo está esperando la lluvia. Para despedirse. Pero voy a avisarle -explicó desconcertante y confidencial la monja antes de correr hacia la casa, cortando otra vez el viento con la cabeza y los puñitos.
Ferrer se quedó solo ante las tumbas. Sólo los latidos de su corazón se imponían sobre el apacible silencio de los muertos.
Caminó entre las cruces hasta encontrar la lápida. Tal vez, pensó estremecido, el francés se había referido a eso: el destino que le aguardaba, morir solo como su hermano. Acabar enterrado allí. Volver al lugar del que ambos habían salido… En ese instante le asaltó por primera vez la conciencia de que allí yacía, además del desgraciado y terrible Niño de los coroneles, su pobre y querido hermano. Se arrodilló, no por sentido religioso sino por cercanía, intimidad… Leyó el texto de la lápida:
Innombrables dragones
desfiguraron tu rostro,
y nunca tuviste nombre.
Pero siempre sentí latir
desde el otro lado del mar
tu corazón desolado.
Leonito (¿? – 18/4/92)
Laventier se había tomado el tiempo de traducir torpemente unos versos que Ferrer no reconoció pero agradeció igualmente. Ahora se sentó en el suelo, muy cerca de la tumba, y sacó el manuscrito.
«Nunca tuviste nombre»… Ésa era la obsesión de lo huérfanos, y también había sido la suya propia, tal vez por eso siempre había recordado las primeras palabras de su madre al recogerlo en el aeropuerto de Madrid, tantos años atrás…
– Te llamas Luis. Eres mi hijo.
Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa de Leónidas; creo que hasta el mismo Niño se azoró inicialmente ante los focos y las cámaras de vídeo que invadían su maloliente guarida, y para que se relajase hube de pedir al personal que operaba los aparatos que abandonase la estancia y dejase solos a los protagonistas de mi película, el torturador artificialmente estimulado hasta la esencia de su animalidad y la prisionera de altivez y belleza inusuales en este tipo de lances. Que no te parezca gratuito el subrayado de orden estético: de no haber sido por esa característica, nada se habría desencadenado. La belleza de María fue su maldición. Y en parte, también la mía.
Absorto ante el monitor de control que desde otra habitación me permitió seguir aquella primera sesión de tortura, fui testigo de cómo los dientes del Niño rechinaban de crueldad enloquecida hasta el paroxismo por la piel sudorosa y dorada de la india. El placer y el dolor se entremezclaban y resultaban inidentificables: los relinchos de él se confundían con los alaridos de ella, y las embestidas pélvicas masculinas competían en brutalidad con los espasmos que la electricidad desencadenaba entre las piernas abiertas de María. Su cuerpo desvanecido soportaba una última eyaculación cuando irrumpí en la celda para suspender momentáneamente aquel primer tratamiento: la indiecita tenía que durar viva el tiempo suficiente para servir a mis planes. Pero es preciso reseñar aquí que, al imponerle la separación física de su juguete, el Niño se me enfrentó por primera vez en su vida. Lo confieso sin disimulos: mi inteligencia tenía que haber captado en la obcecación de su sexualidad encabritada los síntomas de lo que había de venir… Sin embargo, me hallaba en aquel momento demasiado ocupado con la preciosa cinta de vídeo que me apañé para hacer llegar a Leónidas acompañada de un reproductor portátil de imágenes. Sé, porque Bueyes lo vio con sus propios ojos y trajo la noticia a la ciudad, que el líder indio enloqueció de ira y de dolor. De tristeza. Confirmado el punto de que amaba realmente a su María, no me resultó difícil imaginarlo en las oscuras noches bajo tierra, clavada la cara sobre el punto único de luz del pequeño monitor portátil, sufriendo una y otra vez la escena como una caricatura de turista japonés devenido en alma en pena a la que el sol subterráneo sorprendía lloroso y agotado por el insomne sufrimiento. Fiel siempre al lema de que un torturador no debe jamás mostrar su rostro ante la víctima en previsión de eventuales caprichos del Azar, oculté durante las filmaciones la cara del Niño con una máscara de carnaval entresacada de algún rincón perdido. El toque frivolo adquiría en medio del horror una dureza inusitada, y me propuse potenciar el hallazgo en próximas sesiones. No por piedad, sino porque yo mismo tenía prisa, contravine la regla de dejar a Leónidas macerarse un tiempo en su propia angustia, y le hice enseguida saber que la liberación de su querida esposa pasaba por un pacto de simpleza lineaclass="underline" su hembra a cambio de la Montaña. Traicionar a su pueblo por amor, si quieres decirlo más solemnemente. A fin de apremiarle, añadí al pliego de condiciones el vídeo del siguiente encuentro amoroso de su María con mi Niño. Pero Leónidas era un hombre lamentablemente digno, y no antepuso sus intereses personales a los de los suyos. Demostrando una entereza que le reconozco, sufrió en silencio y, aparentando la calma que en realidad no tenía, se negó a considerar la fórmula de la traición. Pero en cambio -y así supe que estaba tocada la línea de flotación de su ánimo-, instó a Bueyes a acelerar los procesos de paz que el periodista negociaba con él. Leónidas no quería ceder al rudo chantaje, pero sí aceptaba buscar una salida honrosa para sus indios. De una forma u otra, el camino se iba desbrozando ante mí, aunque no con la suficiente celeridad. El tiempo seguía siendo un enemigo mortal, y nunca mejor dicho: dos desmayos más me habían fulminado desde el primer aviso que me lanzó mi cuerpo, y esta vez sí acudí a los médicos, que me enfrentaron al hecho de que una enfermedad degenerativa devoraba a velocidad de vértigo mis neuronas. Insultante, ¿verdad? Mi cuerpo exultaba una arrogante jovialidad que acabaría por hacer más profunda la humillación finaclass="underline" decían los doctores que podría aún vivir diez, incluso quince años más; pero mucho antes de eso mi mente y con ella el tesoro de mi memoria, con todos sus recuerdos de esplendor, se habría apagado. Dos, tres años a lo sumo… Un cálculo que situaba más o menos en junio de 1994 el cálculo más optimista de mi tránsito a la oscuridad. Claro está que me rebelé. ¿Qué, si no rebelión, es haberte convertido en testigo y propagador de los logros de mi biografía? ¿Qué, si no rebelión, era la aceleración con que cada día impulsaba la búsqueda de una solución definitiva al obstáculo que constituía Leónidas? Quería a toda costa ver cumplido mi ambicioso plan antes de sumirme en la oscuridad y, sabiendo que esa era la única manera de forzar la máquina, enloquecía con nuevos estímulos químicos al Niño y arrojaba en sus brazos a la prisionera para obtener imágenes con las que tambalear la monolítica honestidad de Leónidas. A veces, espoleaba personalmente la ferocidad en la mazmorra nupcial, furioso porque el Niño, embebido en su incansable satisfacción sexual, que literalmente había revivido sobre aquel cuerpo desnudo, descuidaba azuzar el suplicio convencional de la prisionera, cuyos alaridos eran la moneda de cambio con la que negociaba la adquisición de la Montaña. Pero Leónidas no cedía e incluso se revolvía de cuando en cuando con algún zarpazo violento. Y las semanas pasaban. Finalizaba ya junio de 1991, y junto a la inquietud de mis inversores ocultos -los coroneles y sus hijos comenzaban a preguntarse si la globalidad de mi plan no constituía una simple locura que les había costado un país y parte del oro que habían robado de éste- arreciaba también mi enfermedad: tal vez porque estaba ya obsesionado con su dramática evolución, hallaba síntomas de mi decadencia mental en el olvido más nimio o la distracción más justificable… Veía el fin. Mi fin. Pero entonces Dios, en su infinita bondad, bendijo a la apiñada e inusual familia que componíamos Leónidas, María, el Niño y yo con el regalo inesperado del Milagro de la Vida: la prisionera quedó embarazada. El examen médico que había ordenado realizarle para saber si resistiría la tortura no había revelado este dato, lo que quería decir que sólo el Niño podía ser su padre natural, pero jugué la carta de la osadía al hacer saber a Leónidas que María, cuando fue capturada, estaba ya embarazada… «No sólo puedo torturar a tu mujer. También puedo torturar a tu hijo.»